Este análisis no es ni pretende ser una afrenta ni una declaración de guerra a nadie, hombre o mujer. Es simplemente una explicación a la doble lectura de un mismo acto ejecutado por personas distintas. Y sí, precisamente porque vamos a simplificar una realidad que daría para un ensayo, veo necesario facilitar la operacionalización conceptual con el recurso de la generalización y dejar claro antes de empezar que muchas variables deberán quedarse fuera porque esto es un artículo, no un libro. Los casos excepcionales donde no se cumplen estas normas se tienen en cuenta y se valorarán exactamente como lo que son, casos excepcionales. Esas situaciones puntuales cuya existencia es innegable no se deben ni se negarán nunca, pero tampoco serán equiparadas a discriminaciones estructurales. Dicho esto, iniciaré el embrollo con un caso práctico a teorizar.
Recordaremos,
con mayor vaguedad o claridad reverencial, aquella fatídica o reveladora cámara oculta en la que se presentaron dos situaciones ficticias: un hombre golpeando
a una mujer y una mujer golpeando a un hombre. Los acontecimientos eran
exactamente los mismos, los golpes eran los mismos, los gritos eran copias, el
lugar (salvo el día) también se calcó, lo único que discrepaba entre ellos fue
la reacción de las personas que lo atestiguaron todo. En el caso de ella, se
entrometían, defendiendo a la que era leída como víctima. En el de él, además
de con pasividad, respondieron riéndose con lo que ellos interpretaban como un
monólogo de comedia. ¿Dónde radica, pues, la diferencia abismal entre la
lectura de un caso y de otro?
Para
introducirnos en la tarea, titánica en cuanto a no abrir asperezas ni dar
vereda a malinterpretaciones, es menester asentar unos conceptos base para la
resolución del misterio.
La
cultura, a nivel antropológico, es un conjunto de costumbres, mitos, creencias,
normas y valores que guían y estandarizan el comportamiento de los individuos
como miembros de un grupo social. Se llama socialización, como explica el sociólogo Salvador Giner, al
proceso a través del cual el individuo aprende a adaptarse a su grupo y a hacer
suyas sus normas, imágenes y valores, además de asimilar sus conductas, ideas y
creencias. “Entre ese conjunto de normas y valores aprendidos, se encuentran las
expectativas, roles y normas de género. O sea, hombres y mujeres aprenden lo
que la sociedad espera de ellos por el hecho de haber nacido de uno u otro sexo”
(Espinar, 2: 2009)
“Cada uno es reconocido como mujer u hombre, lo que supone múltiples implicaciones. Es una distinción físico-anatómica, la del sexo, sobre la que las sociedades hemos distribuido tareas, comportamientos y lugares sociales muy diferenciados.” (Fernández-Martorrel, 59: 2007)
Los
principales agentes de socialización son las familias, la escuela y los medios
de comunicación. Estos roles actúan como guías de actuación. El horizonte de
expectativas comportamental y sentimental tiene un cariz bidireccional: sabemos
que el mundo espera de nosotros una serie de actuaciones, pero nosotros y
nosotras también esperamos que se cumpla ese protocolo no escrito en las
actuaciones del resto. Para ello, bebemos no solo de nuestras familias, sino
también de las escuelas, de las películas, de los libros, de los videojuegos, de
las series, de los anuncios publicitarios…
“gran parte de las características que las sociedades atribuyen a hombres y mujeres, y que califican de masculinas o femeninas, no son biológicas o naturales, sino adquiridas a través de un complejo proceso de aprendizaje social e individual” (Lamas, 2000: 9)
Como
dice Mercedes Fernández-Martorrel: “nacemos sin significado y nos lo tenemos
que construir, y toda persona se ve abocada a asentar su identidad asumiendo la
diferencia de sexo que le adjudica su sociedad”. Hombres y mujeres somos
construidos usando por ladrillos cualidades antónimas que nos entregan al nacer
en función de nuestros sexos. Crecemos con el rosa para las niñas y el azul
para los niños. Crecemos con las muñecas para las niñas y el balón de fútbol
para los niños. “Este proceso de adquisición se internaliza en cada persona a
partir de una socialización diferencial, de modelos y expectativas creadas por
las sociedades para implantar las formas de ser mujer y ser hombre”
(Machado, 30: 2012).
Esos
mismos roles de género explican los posteriores estereotipos sexistas, así, al
preguntarle a una persona qué es ser mujer, hoy en día seguiría respondiendo
que ser mujer es ser sentimental, sensible, tierna, dependiente,
cariñosa, cotilla… (atributos necesarios en las tareas referidas al cuidado del hogar, de los hijos y el marido) además de asociarla con faldas, vestidos, tacones o maquillaje. Mientras que si se calcase la cuestión
intercambiando “mujer” por “hombre” se responderían los adjetivos antónimos de
la primera: con capacidad de liderazgo, valiente, leal, fuerte, protector,
independiente… (cualidades necesarias en el ámbito laboral), además de
inhabilitarle radicalmente el uso de cualquier tipo de cosmético, zapato de
tacón o vestido (a no ser que quiera ser llamado maricón, haciendo de la
orientación sexual un insulto).
Estos
mensajes siguen formando un tejido estructural perfecto que da cobijo a las
personas que abriga.
“siguen emitiéndose contenidos más antiguos con una clara estereotipación de género (piénsese en Popeye o los Picapiedra) y sigue predominando la presencia de personajes masculinos y la caracterización diferenciada de hombres y mujeres (hombres más violentos, mujeres dependientes, sexualización de la mujer, etc.)” (Espinar: 2009)
Como veníamos diciendo: “Al hombre se le ha asignado el papel de gran héroe, omnipotente, señor del espacio económico, político y social…” (Rivero: 2009), al que (por poner un ejemplo) con mucha (toda ella) frecuencia, se le suma la responsabilidad gigantesca de rescatar a la doncella en apuros.
Centrándonos ahora en concreto en cómo los medios de comunicación siguen reproduciendo esos mismos esquemas de comportamiento, aunque “menos” descarados, haré un repaso aproximativo (pues quiero evitar hacer de esto un análisis de contenido) con ejemplos: Mario Bross y la princesa Peach, La leyenda de Zelda (Link, el protagonista, debe salvarla de su cruento destino), el comportamiento de Bart Simpson opuesto al de Lisa Simpson, Soy leyenda (la figura viril del hombre superviviente) también imitada en Guerra Mundial Z por Brad Pitt, Robin Hood y lady Marian, La princesa prometida, la película de Grease, Naruto, protagonizada por un chico que debe salvar en todo momento a sus inútiles (por cómo están construidos sus personajes) compañeras, Sakura cazadora de cartas, donde cuando es ella la protagonista lo más emocionante del capítulo es ver qué nuevo vestido utilizará.
Las Winx club (donde las supuestas luchadoras no dejan de ser barbies con alas de hada que presentan incipientes trastornos alimenticios), la serie de Tarta de fresa, la serie de Detective Conan nuevamente protagonizada por un niño capaz de liderar y resolver cualquier misterio (mientras ella vuelve a adquirir un papel puramente representativo y dependiente), todas las películas de superhéroes: Spiderman, Batman, Capitán América, Iron man, Hulk, Deadpool, los X-men... (donde además los nombres de sus parejas ni siquiera son recordados), dicotomía antitética perfecta a todas las películas de princesas: Blancanieves, Cenicienta, La bella durmiente, Tiana y el sapo, La bella y la bestia, etc. Harry Potter donde, aun siendo Hermione muy inteligente, el protagonista que ha de salvarlos a todos sigue siendo un chico. La saga de Fast & Furious, la película Focus con Will Smith (de nuevo, líder innato). Toda la saga de James Bond, la saga de Misión imposible, la serie de Peaky blinders, protagonizada por él, la serie de Breaking bad…
Es erróneo pensar que nos comportamos arbitrariamente, es erróneo pensar siquiera que podemos comportarnos arbitrariamente. Películas, series, libros, anuncios publicitarios… todo lleva el mismo mensaje intrínseco, cohesión y coherencia perfectas, más o menos perceptible, que repite, defiende, reafirma y cimienta esos roles y estereotipos. Solo la crítica de esos mensajes nos puede proveer de las herramientas necesarias para empezar a cosernos trajes parcialmente impermeables. No son solo dibujos animados, no son solo películas, son una cuna de valores y pensamientos sexistas en un medio accesible, directo y legítimo que son devorados por todos y todas desde la más tierna infancia. Aún diluidos, esta doctrina de divisiones comportamentales se sostiene. Ya no llueve, ahora reconocemos que quien pega a una mujer es machista, pero las sábanas siguen húmedas después de la tormenta. Así es el machismo actual: más sutil. Requiere de un análisis más profundo para detectarlo. Quieren que nos conformemos y nos tapemos con mantas húmedas, pero por la noche sigues muriendo, aunque sea de hipotermia. De todas esas asociaciones sexistas hegemónicas vamos a centrarnos en el binomio hombre – líder (liderazgo legitimado muchas veces por la violencia o fuerza física).
“las masculinidades se construyen a partir de un modelo hegemónico de masculinidad instituido en el imaginario social. Este modelo edifica formas de ser y actuar en donde se designa no sólo al hombre como arquetipo viril y sexual, sino también como líder indiscutible en todos los aspectos de su vida. El conformismo con estas asignaciones supone la asunción acrítica del rol masculino, exigencias que como varón debe cumplir. El no cuestionamiento de estas exigencias y las expropiaciones que traen como resultado esconden la culpa y el sufrimiento de este ejercicio viril y autoritario. En esta construcción social el hombre debe catalogarse incuestionablemente como líder” (Machado, 8: 2012)
Hemos
interiorizado que la figura del hombre es la personificación del líder, de los superhéroes
y de la victoria. Que debilidad, vulnerabilidad y pasividad no están incluidas
en el ADN del hombre. En Doraemon, Nobita representa todo lo que un
varón debe evitar: débil, dócil, llorón, miedica, dependiente del gato cósmico…
comportamientos que le costarían una juventud de golpes y frustración. Un
hombre tiene que demostrar todo el rato que lo es.
Es
bastante ególatra pensar que nuestro subconsciente puede vivir aislado de los
códigos implícitos que hay en lo que consume. “Cada uno actúa como quiere”,
“cada uno es libre” son afirmaciones falseadas dignas de un antropocentrista individualista
extremado que cree tener el poder (ficticio) suficiente para vivir ajeno a la
influencia de la cultura que le rodea. Si una persona dijera, dentro de una
piscina llena de agua, que no se está mojando ¿acaso no pensaríamos que es
ridículo?
Quiero
recordar que esto no es un intento de criminalizar al hombre, sino de criticar la
construcción cultural milenaria del binomio indivisible de varón-líder que sigue patente en nuestros tiempos. Es un intento de señalar que, a todos
vosotros, igual que a todas nosotras, nos socializan lo queramos o no, que todos
somos víctimas, aunque de distinta forma, del mismo sistema. Percatarse y asumirlo
cuanto antes es el único método por el que se puede empezar a trabajar consecuentemente
para salir de ese círculo vicioso.
Dicho esto y adentrándonos en el quid de la cuestión: si por un lado nos están diciendo por activa y por pasiva, directa e indirectamente que los hombres son líderes innatos, héroes todopoderosos llenos de valor, que los hombres no lloran, mientras que por el otro no dejan de repetirnos, hasta la saciedad y el aborrecimiento, que las mujeres solo somos (y debemos ser) barbies, delgadas, sumisas y débiles, en la espera eterna de algún blanco corcel que porte el que será nuestro príncipe azul y nuestro “fueron felices y comieron perdices”.
¿Cómo,
cuando nos enseñan a comportarnos a unos de este modo y unas del otro, un
hombre que debería ser todo fuerza e independencia va a ser maltratado por una mujer que todos
damos por sentado que es débil? Es imposible, raya en la locura, sobrepasa la comedia, nadie se lo creería y mucho menos se lo tomaría en
serio.
Nos vienen diciendo desde antes de nacer y toda nuestra existencia que los hombres son invencibles, y que nuestra fuerza se equipara en sus pectorales a la de los mosquitos. Que ellos no sufren, ni padecen ni sienten miedo. Se podría ver a una mujer darle una golpiza a su pareja masculina en medio de un parque que a lo sumo recibiría como respuesta una sarta de carcajadas acompañadas de un: “¡Mira mira, no veas aquella Bratz la que le está metiendo a Superman!” que es exactamente lo que ocurre en la cámara oculta.
Que
una mujer golpee a un hombre como acción aislada está exactamente igual de mal
que la de un hombre golpeando a una mujer. El problema real y lo preocupante, lo que necesita una intervención específica, radica en que el primer caso es un hecho aislado mientras que el segundo
es sistemático, porque es una deficiencia estructural. Es como encontrar una
aguja en un pajar: la aguja no vale menos que el pajar, pero mientras que este
último lo forma el cúmulo inmenso de ramitas, el otro es solo una entre miles.
El problema es la reiteración sin pausa del caso, la sistematización, y es
dicha sistematización sobre la que debemos actuar de forma inminente.
Es como si, por ejemplo, se diera la hipotética situación de que una persona negra pegara a una persona blanca por serlo. Está terriblemente mal, pero sus acciones no están avaladas por un sistema estructural racista con la piel blanca, mientras que si un individuo blanco pega a otro por ser negro, sí. El acto violento en ambas circunstancias sería deplorable y debe ser castigado, pero ilustran realidades distintas: uno sostiene sobre sus espaldas todos los mensajes racistas contra las personas negras que ha recibido a lo largo de toda su vida, y el otro solo tiene sobre las suyas su propia conciencia y moralidad.
La burla por respuesta al caso de maltrato inverso sumada a, como explica Yanela Machado, la expropiación de los hombres de la expresión de sus sentimientos, es, de hecho, la prueba fehaciente que demuestra la perennidad de esos roles y estereotipos de género machistas. Necesitamos derribar lo edificado sobre valores e ideas que nos perjudican a todos y a todas, la deconstrucción de los supuestos del "macho alfa", y educar buscando extirpar la castración emocional a la que se les condena, y que obligatoriamente deben mantener para ser considerados auténticos hombres, porque desde que nacen llorar es de niñas.
«O se les modifica a ellos o no hay manera de solucionar este conflicto. Pero es necesario que no se vea a los maltratadores solo como si fueran guerreros, sino como víctimas de sí mismos», subraya Fernández-Martorell.
El
sistema patriarcal es un sistema de organización basado en una desigualdad que
acarreamos absolutamente todos y todas sobre nuestros hombros, aunque en grados y con consecuencias diferentes (esto es importante). Cuando un hombre expresa que está siendo o ha sido
maltratado (ya sea a los medios judiciales en forma de denuncia, o a algunos de
sus allegados en forma de confesión) no se le toma en serio por un único y
simple motivo, señores y señoras, que quizás llegados a este punto ya intuís: el machismo. El feminismo no busca que las mujeres salgamos a la calle a
torturar a los hombres, ni incita a las feministas a invisibilizar esos casos
puntuales de maltrato inverso (por el amor de dios, cómo se tergiversa el
movimiento, cuánto me duele).
Solo puede hablarse de discriminación cuando hablamos de algo que padece un colectivo, no un individuo. El camino no es negar la necesidad de una Ley de Violencia de Género, sino mantenerla mientras se educa paralelamente en igualdad, disolviendo los roles de género patriarcales y los estereotipos sexistas. Reconstruir la identidad del hombre, devolviéndole la posibilidad de sentir miedo y de ser débil sin que suponga un atentado contra su masculinidad, edificada sobre el supuesto de ser invencible. Que un hombre para ser un hombre no necesita ser Batman o Lobezno, interiorizar que hombre y fuerza no son, ni tienen por qué ser, sinónimos, mientras que mujer y debilidad tampoco, pues son esas asociaciones machistas, incido: machistas, las que acaban produciendo un daño irreparable.
Por María B. Lario
Bibliografía
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y violencia de género. Más allá de los maltratadores y de los factores de
riesgo.
Espinar, Eva (2009). INFANCIA Y SOCIALIZACIÓN. Estereotipos de género. Septiembre 2009 nº 36
Fernández-Martorrel, Mercedes.
(2007). Ideas que matan. Ediciones Alfabia. Barcelona, 2012.
Gabarró, Daniel. (2008).
Transformar a los hombres: un reto social. Barcelona: www.danielgabarro.cat
Kaufman, Michael. (1999). Los hombres, el feminismo y las experiencias contradictorias del poder entre los hombres. Michael Kaufman. Recuperado el 23 de noviembre de 2020. En www.michaelkaufman.com
Lamas, M. (comp). (2000). El
género. La construcción cultural de la diferencia sexual. México: UNAM, Miguel
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Machado Martínez, Yanela. (2012).
El hombre como líder. Consecuencias que devienen en expropiaciones de las
masculinidades.
Rivero, Ramón. (1997). Paradigmas de análisis de los roles sociales, ponencia presentada al
I Taller Internacional PSICOCENTRO 97, UCLV
8M2021