Llevo toda la vida preguntándome por qué las cosas se hacen de esta determinada manera, en lugar de hacerlas de esta otra. Las convenciones siempre me han parecido extrañas y arbitrarias. ¿Por qué los domingos llevo camisa y voy a misa?, ¿por qué está mal vista la desnudez humana cuando todo el resto de animales se pasea sin ropa alguna? De tanta pregunta, acababa preguntándome por el propio acto de preguntar, y pensaba, ¿me hace feliz cuestionar cada aspecto de mi mundo? La respuesta no era ni es una sola. Veía que, en ocasiones, las situaciones a las que nos exponemos son claramente dolorosas. Y, entonces, pensaba: ¿realmente esta es la única posibilidad? La respuesta era fácil. No, no es la única. Cualquier otra opción que encuentre hará que me sienta mejor. Cuestionar el estado inicial de las cosas era, en este caso, lo que me llevaba a una felicidad mayor, o al menos, a un menor sufrimiento. Pero claro, no siempre es así de sencillo.
El ser humano tiende a conceder valor a las cosas. Según el tipo social se suele tener una estructura de valores común, dando importancia a figuras como la familia o el éxito profesional. Aunque esto sea así, cada persona es libre de asignar valor a lo que desee. Aparte de la mera supervivencia, poco más que esto guía el comportamiento de las personas. Cada uno fija un orden de prioridades de forma subconsciente, donde alcanzar o preservar lo que está en la cúspide es lo fundamental. Pero a veces ocurren desastres, seísmos de tal magnitud que hacen tambalear el orden de valores que creíamos inamovibles. Nuestra fortaleza se transforma en un instante en un débil castillo de naipes. Grandes genios han puesto en cuestión lo que creíamos como cierto. El giro copernicano o la publicación de El origen de las especies son dos de los momentos históricos que más han desestabilizado aquella categoría ancestral donde Dios era siempre lo más valioso y el ser humano, como ser a su imagen y semejanza, lo segundo. Esto hace sobresalir una pregunta, ¿este cuestionamiento de los presupuestos nos ha hecho más felices?
Es un tanto conflictivo pensar en
la naturaleza de nuestra curiosidad. ¿Hasta qué punto deseamos derribar pilares
si con su caída se viene abajo el edificio de nuestra vida? Esto hace ver que nuestra
voluntad de conocimiento responde a un sistema ético. Queremos vivir bien,
tener la mayor felicidad, y esto no es mucho más que maximizar el placer y
minimizar el dolor. Si el valor de lo que amábamos queda desfigurado, ¿merecen
la pena las aplicaciones del conocimiento y el placer de su hallazgo?
Al hablar de forma tan amplia parece que el peligro del cuestionamiento no nos afecta de forma tan directa, pero
si individualizamos el problema, el temor es el mismo. Damos valor a aspectos
como nuestros estudios o nuestro trabajo. Pero a todos y a cada uno de nosotros
nos surge la pregunta de si estamos haciendo lo que más nos gusta o si es lo
más adecuado. En nuestras relaciones ocurre lo mismo. Nos planteamos si esa
amistad tan duradera que tenemos nos hace bien o si el amor por nuestra pareja,
a la que tanto hemos querido, sigue siendo tan grande como antes. Y repito,
¿hasta qué punto cuestionar lo que valoramos nos hace felices?
Dar valor es algo natural en nuestra
forma de pensar y comportarnos. No somos capaces de desenvolvernos en el mundo
sin priorizar unas cosas frente a otras. Dedicarnos por entero a algo, de lo
que al final obtenemos fruto, es una satisfacción enorme, pero supone esfuerzo
y momentos de dolor. Por esta razón, no es tan sencillo saber si es preferible
involucrarse plenamente o buscar razones por las que no darle dicho valor. Y es
que el sentido de la vida es siempre ambiguo, y cada uno lo encuentra en algo
diferente. Es crucial darse cuenta de ello, pues si no lo hacemos, podemos cometer
el error de no darle valor a nada. Si nada es valioso, no hay sentido, y si no
hay sentido, da lo mismo vivir que no hacerlo. Con esto quiero decir que
cuestionar es importante, pero hay que saber el coste personal que se paga. La
ignorancia no da la felicidad, pero puede que tratar de analizarlo todo tampoco
la dé.
Mientras tanto, cada uno sigue
con sus quehaceres, y la mayoría lo hace sintiendo que es lo que debe hacer y
que es lo mejor para ellos. Al fin y al cabo, es lo más sencillo, y como ya hemos
visto, no es una opción peor que la de cuestionarlo todo. Pero siempre hay
algunas personas que son incapaces de dar valor sin hacerlo de forma relativa,
sin implicarse del todo. Estas personas son las encargadas de traer a la luz
las contradicciones, y de señalar las injusticias presentes en su vida y en la de
los demás. Sin embargo, puede ocurrir que les de miedo desvivirse por las
pequeñas cosas de la vida. Les diré que no es malo dejarse llevar de vez en
cuando, que, a veces, disfrutar sin preguntas no atenta contra su honestidad a
la verdad.
Por Jaime Cabrera González