Materializar el cambio

Yo vi caer las estatuas. Grandes cabezas de piedra ante las que mis antepasados bailaron. Enormes Moais que ahora yacen sobre la tierra. Al fin descansan. 

En la pascua de 1722, tres barcos holandeses llegan a "Rapa Nui", una pequeña isla del Pacífico aislada de otras islas o continentes. Allí encuentran una sociedad próspera. Son, al contrario que en otras zonas del Pacífico, bien acogidos. Los Rapa Nui calman el hambre y la sed de los marineros tras 17 días en alta mar. 

Cuentan en sus cuadernos que en las costas de la isla se levantan enormes estatuas monolíticas de hasta 10 metros de altura. Gigantescos ídolos que protegen a los habitantes de la isla de cualquier mal. Cuando los barcos holandeses dejaron aquella tierra, la decadencia ya había comenzado. El primer contacto con el hombre blanco de grandes embarcaciones había quedado grabada en la memoria de los nativos. La siguiente visita de la que se tienen registros, 48 años después, en 1770, fue la de dos barcos españoles que renombraron la isla como "isla de San Carlos", coronando una de sus colinas con tres cruces y una bandera de España.


Los sucesivos visitantes, además de armas y telas, traían consigo patógenos. Virus y bacterias que supondrían la casi total extinción de la población de Rapa Nui. Holandeses, Españoles, Ingleses. Todos ellos fueron pasando por las costas de esta isla, raptando en muchas ocasiones a la población adulta para utilizarlos como mano de obra en sus "proyectos empresariales". Antes incluso de que comenzase la llegada masiva de europeos, y solamente cuatro años después de la llegada de los barcos españoles, el capitán Cook encontró en la isla una población muy disminuida, con recursos escasos y, lo que es más interesante, las estatuas ya no se erguían de pié, sino que se hallaban tumbadas. Los Rapa Nui ya no se juntaban alrededor de hogueras bajo los pies de estas imágenes. Los Moais ya no recibían culto. La enfermedad, la violencia y el miedo a lo desconocido transformó esta sociedad en muy pocas décadas. La pérdida de confianza en sus ídolos es una de las muchas tradiciones que desapareció para siempre de la isla.

Ved, que para tumbar estatuas se necesita un cierto consenso, no se trata únicamente del individuo contra la imagen. Para tirar aquellas estatuas se necesitaba la fuerza de pueblos enteros que, dolidos por la muerte y la enfermedad de origen desconocido, buscaban venganza. El odio y la rabia eran entonces canalizados hacia esas torres de piedra volcánica que al caer producían un ruido hondo, parecido al que hizo Goliat tras recibir la pedrada. Gritos de júbilo y exaltación sonarían inmediatamente después.

Estoy convencido de que los llantos fueron más profundos y el desacuerdo más conflictivo tras la caída de los Moais.

Y como este, tantos otros ejemplos. El becerro de oro se fundió y se vendió a mercaderes y traficantes de la zona. Los templos se tumbaron para construir nuevos templos (que ahora se exponen en los museos más importantes del planeta). Las tumbas de los faraones se siguen saqueando. Desde Turquía se bombardea lo kurdo por religión y poder; también desde muchos otros estados se bombardea la tierra ajena anhelando las riquezas que contiene en su interior. Y en cualquiera de estos casos caen las columnas, las estatuas y las murallas que llevaban siglos soportando el paso del tiempo y de las naciones. Incluso las banderas se queman, y si nadie lo ve, nada sucede. ¿Qué sentido podría tener defenestrar a Cristóbal Colón si no lo publicas en Twitter? 

Junio de 2020. Otra estatua ha caído. Otra imagen hecha añicos sonríe con la nariz rota en el suelo de una plaza pública. El ágora, esa antigua red social, es ahora virtual. El espacio público ha sido violentado y las sensibilidades están a flor de pantalla. ¿Es odio, desesperación, vandalismo?¿Qué tradiciones queremos olvidar, cuáles debemos proteger con uñas y dientes? ¿Necesitamos tirar estatuas para materializar el cambio? ¿O es que quizás no hay cambio hasta que caen los símbolos?

Los tiempos de incertidumbre, de ruptura con lo anterior, son también puntos flexibles de la historia. Nos encontramos ante una cultura incipiente que pugna por hacerse un hueco en el imaginario común. Una visión del mundo que quiere poner de manifiesto nuevas verdades. La situación de pandemia y crisis económica son el oxígeno que alimenta la llama. No se trata únicamente de vengar la muerte de George Floyd. El racismo, como elemento absoluto, que se filtra a todos los niveles de la sociedad. El esclavismo justificado, la diferencia de oportunidades, la prevalencia del discurso del odio hacia lo ajeno. Estas son las imágenes que se intentan derrocar. Hay quien dice que ya cayeron hace tiempo. Bien, la vandalización de estatuas demuestra que aquello sigue aquí. 

Que se derrumbe un templo, una estatua, una puerta es, y debe serlo, un drama. Una dramática forma de mostrar una realidad pujante por ser hegemónica. No necesitamos ver caer a los gigantes para descubrir que nunca nos han protegido. 

La estatua se puede, se debe, reubicar. Contextualizar. 

Se preserva el objeto pero se cambia el significado. El proceso es menos llamativo pero es mucho más creativo. Es, también, más útil. Permite NO OLVIDAR. El pueblo conoce al pueblo y sabe qué imágenes no son de buen gusto. O actuamos, y evitamos la pérdida de los símbolos o estaremos dejando una historia vacía. Un significado sin significante.

El odio a la raza ajena es un concepto antiguo y desde que tiene nombre, racismo, es un concepto en decadencia. A pesar del largo esfuerzo colectivo, esta visión del mundo no termina de desaparecer. Si la caída de las estatuas o la quema de banderas realmente ayuda a avanzar, bienvenida sea. Pero ha de ser selectiva y en sus pedazos no podemos ocultar todo lo demás: el debate, la identificación de problemas o la creación de nuevas dinámicas para la integración y la equidad.

Por Juan Cabrera