La realidad es neutra. La realidad
es neutra. La realidad es neutra. Da igual la cantidad de veces que decidamos
repetir esta construcción morfosintáctica, da igual la entonación que queramos
utilizar al pronunciar tal sintagma nominal y tal predicado nominal, da igual
la interpretación que nuestras mentes, más o menos sesgadas, quieran dar a esta
oración simple… porque la frase en cuestión no va a verse modificada. Pero no
solo la frase en sí, ya que, pase lo que pase, su significado inherente también
resultará invariado. Esta afirmación, que, a primera vista, puede resultar
ciertamente chocante, cobrará sentido a medida que vaya desarrollándose este
artículo, cuyo objetivo será hacer un breve pero efectivo análisis de la sociedad
actual; en concreto de la española.
Con miras a un futuro extremadamente
volátil e incierto, contingente, en todo caso, a la evolución de la pandemia
del SARS-CoV-2, pretendo que los fragmentos que se os presenten a continuación sirvan
de reflexión, tanto para mí, como para aquellos o aquellas que me concedan el
privilegio de dejarse llevar por mis líneas indudablemente unionistas durante no
más que el tiempo que se tarda en realizar una serie de abdominales matutinos.
¡Que comiencen los Juegos Societales de la nueva normalidad!
La historia de la humanidad se
compone de innumerables fuerzas, factores y eventos que han condicionado el hecho de que cada una
de las algo más de siete mil millones de personas actualmente habitando en
nuestro planeta se encuentren en una situación única y distinta a la del resto
de seres humanos que viven a su alrededor. Biológicamente hablando, no hay dos
personas iguales que vivan sobre la faz de la Tierra. Es más, por lo menos de
momento, mientras la ciencia no nos lo permita, ningún ser humano vive o ha
vivido exactamente la misma vida que la de su prójimo. Por tanto, desde una
perspectiva puramente científica y biológica, cada humano tiene su propio yo y
su circunstancia, siendo ambos propios de la esfera particular de cada persona
que convive en nuestro globo terráqueo.
Y ahora pensaréis, ¿cuál es la finalidad de esta reflexión puramente científica
que, además, posiblemente ya conozcáis? Pues muy simple. No es nada más que
plasmar los datos y hechos empíricos presentes en nuestra sociedad que, con el
desarrollo abrumador de nuestra forma de vivir y de nuestra manera de percibir
el entorno que nos rodea, han sido indudablemente dejados de lado por gran
parte de la población mundial. Desgraciadamente, esto lleva ocurriendo desde tiempos
inmemorables, viéndose acentuado con la llegada de las revoluciones
industriales, las cuales, sin lugar a duda, trajeron a la sociedad numerosos
descubrimientos, experimentos y cambios que han contribuido a su constante
desarrollo durante los dos últimos siglos. Sin embargo, todos estos
descubrimientos han ido incrementando el conocimiento de cómo crear una
sociedad altamente productiva que se adecue al modelo capitalista presente en
la actualidad, mientras que a la misma vez se ha ido limitando el pensamiento
individual y crítico de cada ser humano. Con esto no quiero decir, ni mucho
menos, que antes de las revoluciones industriales existiese en cada individuo
una percepción propia y personal sanada de cualquier sesgo. No obstante, lo que
sí pretendo destacar es que el desarrollo científico y tecnológico de nuestra
sociedad debería haber producido un consiguiente desarrollo del pensamiento
objetivo, empírico e imparcial de los seres humanos. Desafortunadamente, esto
no ha sido así en la gran mayoría de casos. Es más, a día de hoy, en países
como el nuestro, nos adentramos cada vez más en un callejón sin salida que
puede ser el principio del fin de una era basada en la tolerancia, el
compromiso y el anhelo por hacer de España un país mejor.
No hay más que mirar cómo estaban las calles de España hace un par de
semanas con unas protestas un tanto insensatas contra el Gobierno Central,
mientras que las contramanifestaciones se abalanzaban a criticar y
desprestigiar a los que acusaban de criticar y desprestigiar al Gobierno que
ellos mismos “habían investido”. Es momento, pues, de recordar el trillado pero
indispensable artículo 1.2 de nuestra Carta Magna: “La soberanía
nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
¿Qué supone esto? Pues el hecho de que son los ciudadanos a los que les
corresponde los poderes del Estado en última instancia. Irónicamente, este
artículo y otros muchos de la Constitución Española (véase el Título II “De la
Corona”, por ejemplo) no son más que meros principios formales que nunca han
llegado a atenerse a lo que propugnan. Creo que, a día de hoy, nadie me podría
rebatir que la verdadera soberanía en los Estados Democráticos de Derecho
reside en los parlamentos, en las judicaturas y, sobre todo, en los Gobiernos
(ya sean centrales o regionales); y no en la ciudadanía en sí. Aun así, siguen
siendo los ciudadanos de cada Estado Democrático que eligen a sus
representantes, por muy indirecta que sea dicha elección en ciertos países. En
España, son los ciudadanos españoles quienes escogen el poder legislativo con
sus votos, mientras que del poder ejecutivo se encargan el Parlamento Nacional
y los autonómicos, siendo el poder judicial el único de los tres poderes que se
ve sometido a los principios de mérito y capacidad, aunque con una fuerte
influencia histórica de tanto el Gobierno Central como de los autonómicos.
Esto dicho, tú y yo, votantes del
PSOE y del PP, de Vox y de Podemos, somos plenos artífices de la clase política
que nos rige tanto a nivel estatal como en nuestras correspondientes esferas
autonómicas. Por mucho que haya movimientos que reivindiquen el hecho de que,
cada vez más, se estén socavando los Estados Democráticos de Derecho,
actualmente, tú y yo seguimos esculpiendo, de una manera o de otra, los gobiernos
que nos gobiernan; ¡válgame la redundancia! ¿Cómo pretendemos, pues, que las
grandes reformas estructurales que se necesitan en nuestro país se lleven a
cabo, cuando media ciudadanía española cree que la culpa de todos los problemas
que se presentan en la sociedad la tiene la otra mitad, y viceversa? Y es que
esto que se ve en las calles, viene a ser exactamente lo que presenciamos los
que nos forzamos a seguir telemáticamente una sesión de control en el Congreso
de los Diputados: injurias, calumnias, desprestigios y odio. Y más odio. Porque
la estrecha e ineludible relación entre la sociedad y la política viene a ser un
circuito eterno, retroalimentándose constantemente la una a la otra. Al fin y
al cabo, la pregunta de si son los políticos un reflejo de la sociedad o la
sociedad un reflejo de los políticos no es más que una especie de incasable
ecuación similar a la de: ¿quién vino antes, la gallina o el huevo? Claramente,
si el resultado fuese bueno, ¿qué más daría qué tipo de preguntas nos hacemos?
No obstante, este no es el caso. Llevamos ya varios años presenciando una
polarización extrema de la sociedad mundial, y España está en el top 10 de
países que la están fomentando encarecidamente, liderando así la clasificación
en Europa, según afirma un estudio realizado por la asociación MPSA. La sociedad
española, altamente influenciada por numerosos ideólogos con pensamientos
ciertamente extremos, ha sido creadora y dueña de una crispación palpable en todos
los niveles de la población, afectando desde el trabajador más desconocido
hasta el empresario o político más vistoso. Y la crisis del coronavirus solo ha
permitido que presenciemos esta fractura con más claridad.
Ya en 2018, el Centro Pew Research,
que mide históricamente la polarización en la sociedad norteamericana a partir
del tamaño de la brecha de la aprobación que hacen los dos principales partidos
políticos al presidente, afirmaba que tanto EE.UU como el resto del mundo
estaban ante unos niveles de polarización jamás vistos. Es más, en consonancia
con esta afirmación, el CBS publicó un estudio en el que concluyó que el 81% de
los norteamericanos decía no poder estar de acuerdo ni siquiera en puntos
fundamentales con quienes tenían una visión política diferente a ellos. Estaría
interesante hacer un estudio similar en España para que pudiésemos ver con
números, dado que parece ser que es lo único que nos impacta, la brecha tan
grande presente en nuestra sociedad. Porque sí, la polarización, la crispación
y los extremos son malos. Y si no me creéis, tan solo os invito a indagar un
poco, y veréis que durante la historia de la humanidad pocas alegrías han
derivado de estos factores. Adolf Hitler se alzó de manera democrática como Canciller
alemán allá en el año 1933, cuando la sociedad alemana estaba completamente
partida a raíz del “crack del 29” y las duras consecuencias aún palpables del
Tratado de Versalles. Ciertamente, no estamos ante una situación idéntica, pero
la crisis económica que se avecina en esta “nueva normalidad” sumada a la
indudable fractura de muchas sociedades democráticas como la española pueden
ser claros indicadores de que, o las cosas cambian, o el futuro cercano que nos
espera puede depararnos muchas desgracias y desventuras inimaginables a día de
hoy.
En definitiva, no pretendo promover
ninguna solución unificadora altamente eficaz, pero sí que considero que un par
de medidas básicas pueden ser un buen comienzo para intentar, siempre que el
grueso de la población española lo quiera, redirigir una sociedad que tanto cautivó
a la comunidad internacional durante la época de la Transición y los años que
la siguieron.
Gobernantes, ministros,
parlamentarios, políticos, jueces, magistrados: oigan la llamada del pueblo.
Locke y Montesquieu, entre muchos otros, os trajeron a donde estáis hoy en día.
Crearon una corriente que permitió que la soberanía que correspondía ostentar a
los ciudadanos de un país fuese delegada a tres poderes que serían formados y
constituidos a la imagen y semejanza de “su gente”, a la que fueron llamados a
representar. La llamada actual es indudablemente indirecta, pero de la misma
forma que la representación que ustedes hacen de nosotros lo es… ¡y cada vez
más! Si la llamada derivase en medidas tan simplistas como puede ser un cambio
de bandera - la cual, a día de hoy, ha sido apoderada por la derecha y dejada
atrás por la izquierda en la batalla cultural incansable que mantienen estas
dos ideologías -, ya sería una acción que relajaría mucha tensión. Que en pleno
siglo XXI, en un país dicho democrático, uno no pueda llevar o sentirse
orgulloso de los colores de su bandera por miedo a ser tachado de fascista (uno
de los principales desprecios a los que uno se ve sometido en estos casos) es
una absoluta vergüenza. ¡Y lo dice una persona que no se siente representado en
absoluto por ninguna bandera! Un cambio, una alteración tan simple; estoy
convencido de que sería un pequeño primer paso que reduciría el odio tan
entristecedor hacia el que no piensa como tú que existe en la sociedad
española. Y el cambio no supone hacer oficial una bandera ya existente,
claramente. Crean, innoven, ¡unan a la población!
Seguidamente, y sin el afán de
alargar esto mucho más, ya que los ejercicios de abdomen cortos pero intensos
suelen ser los más efectivos, introducir en el sistema educativo una mera
asignatura común a todas las comunidades autónomas que se basase en el
pensamiento crítico y la interpretación objetiva y neutra de las realidades que
suceden alrededor de cada uno, sería clave para derrotar el odio en una
sociedad repleta de ignorancia inconsciente.
Porque sí, amigos, la realidad es
neutra. Y, sí, la realidad a la que hago referencia es la que define nuestra
vida cotidiana. Cada momento vivido, por muy efímero que sea, conforma la
realidad existente en nuestra cabeza. Pero, empírica y científicamente, por
mucho que cada uno interprete la realidad a su manera, objetivamente ésta será
la misma para cualquier ser vivo presente en el planeta Tierra. Por tanto, si
lo que ocurre a nuestro alrededor es neutro, ¿por qué no intentamos, aunque sea
de manera mínima, ser algo más neutros al analizar las innumerables situaciones
que nos involucran diariamente? Interpretemos bien; interpretemos con criterio.
El futuro de la sociedad española y mundial está en tus manos y en las mías. #THECHANGESTARTSTODAY
Por Rubén Serrano Alfaro