El blandiblub, Orwell, Pau Donés y Franco

Hace tres meses tuve la suerte de poder salir de Madrid y pasar este tiempo de confinamiento acompañado de otros familiares que me han hecho la vida más sencilla, que han facilitado mi teletrabajo encargándose de mi hija y de las tareas del hogar, que son las que realmente te comen el tiempo en el día a día.

Esta semana pasada he regresado a Madrid (¿y estas colas en el super?, ¿y estos asientos vacíos en el Metro?) y he vuelto al colegio; no hemos retomado las clases pero nos hemos encontrado de nuevo con nuestros alumnos de 2º de Bachillerato para darles la oportunidad de hacer sus exámenes finales y así optar a una mejor calificación y además poder probarse de cara a la EvAU.

Somos de blandiblub

El primer día fue muy extraño todo. El colegio prácticamente vacío. Geles hidroalcohólicos por todas partes. Todo el mundo con mascarilla. Casi ningún compañero te da la mano o te abraza, aunque reconozco que algún abrazo se me escapó a quien solía dárselos. Y los alumnos en grupos de 15 o 16, separados por dos metros, haciendo exámenes de hora y media sin quitarse la mascarilla, sin quedarse charlando en los pasillos... 

Pero el segundo día esto ya se convirtió en nuestra rutina. Porque los colegios somos así. Nos hacemos a todo. ¿Hay que separar a los alumnos? Pues se hace. ¿Todos con mascarilla? Adelante. ¿Juntas de evaluación con compañeros conectados desde sus casas? Claro que sí. Y mientras, esperamos a que los que mandan nos digan qué se les ha ocurrido para el curso que viene. Y no, ya no esperamos, desde hace tiempo, que nos pregunten qué creemos que se debería hacer. Porque sabemos que eso no va a pasar. Somos ese campo de experimento de los políticos. Como si jugaran a los Sims. Y podemos quejarnos, claro, pero nos debemos a nuestros alumnos y a nuestras familias. Y sabemos que las fuerzas que tenemos y que nos quedan las vamos a dedicar a darles lo mejor que tengamos.

El asunto es que nosotros, a diferencia de nuestros dirigentes, somos conscientes del tesoro con el que trabajamos todos los días. Somos conscientes de que con la educación no se puede jugar. Y cuando nos presentan la enésima reforma educativa, la asumimos, cumplimos con los protocolos y la burocracia que nos quieran endiñar, rediseñamos programaciones y temarios si es necesario, pero sobre todo nos concentramos en pensar cómo puedo seguir trasmitiendo el conocimiento y los valores a mis alumnos de la mejor manera; porque eso es lo importante. Las leyes van a ir pasando, pero nuestros alumnos son siempre la generación del futuro y no podemos jugar con eso.

Así que nos volvemos de blandiblub; nos cambian el recipiente y nosotros nos adaptamos. Creo que hace tiempo que cambiamos la resistencia por resiliencia.

A propósito de las mascarillas

Debido a esa vida apartada del madrileño ruido y con mis necesidades básicas cubiertas, apenas he tenido que vestir la mascarilla hasta esta semana. Mi vida actual se puede resumir en un constante "ahí va, la mascarilla". 

Y en esta novedad, que solo debe de serlo para mí, me he descubierto bostezando con mascarilla y conteniendo la mano; total, si con la mascarilla no se me ve la boca abierta. ¿Ves? Algo bueno tenía que traer.

Y me he visto también mirando a mis alumnos hacer sus exámenes y levantar de vez en cuando la cara hacia mí y mirarme y no llegar a entender bien qué expresaba esa cara. Si el uso de la mascarilla se extiende mucho más en el tiempo, nos vamos a convertir en expertos de interpretar miradas. Y eso me parece hasta bonito. Saber si detrás de una mascarilla una persona está sonriendo o está nerviosa, si está concentrada o aburrida... Vamos a desarrollar ciertas capacidades que quizás antes no hicieron falta.

Lo que sí me da cierto vértigo es la posibilidad de que el distanciamiento social se traduzca en un distanciamiento moral. Ya nos venía pasando con esa inmediatez social a través de las redes, que a cambio nos situaba en una cada vez mayor distancia moral respecto a lo que veíamos a través de ellas. Todo está a un clic pero a la vez todo queda fuera de nuestra pantalla. Muy lejos como para conmoverme.

Espero equivocarme pero este distanciamiento social puede fomentar y reforzar esa pérdida del contacto con la realidad más inmediata y con los problemas o inquietudes del que tengo cerca, del prójimo.

Otra vez, Orwell

En 1984, esa distopía que escribió George Orwell a mediados del siglo XX como si usara una bola de cristal, el Gran Hermano consigue que la gente no organice protestas y esté siempre de su lado gracias, en parte, a un acontecimiento diario que se denomina "los dos minutos de odio". Durante esos dos minutos, en las pantallas que hay por todas partes, se proyectan imágenes del enemigo y se oye una voz que repite consignas contra él. Durante esos dos minutos, todas las personas se sitúan frente a la pantalla y lanzan gritos e insultos contra el enemigo, es decir, se desfogan. Después de eso, mucho más relajados, siguen con sus vidas monótonas controladas por los que mandan. 

También nosotros tenemos nuestros minutos de odio. Se pueden llamar caceroladas, pero también son los minutos que tardas en escribir una publicación de desahogo en Facebook o los segundos que tardas en reenviar esa noticia incendiaria sin haberla leído ni contrastado... Es la manera que tenemos de desfogarnos y poder seguir con nuestra vida aunque sin llegar a hacer nada importante que de verdad vaya a cambiar las cosas. Pero funciona.

Y si no, tenemos uno de los métodos más tradicionales, no obstante ya lo usaban los romanos: el circo. O lo que es lo mismo hoy: el fútbol y los bares. Nada como abrir los bares y retomar la Liga para que se acallen las caceroladas y las protestas.

Tragas o escupes

Este es el título del fantástico disco que ha dejado como testamento musical el recientemente fallecido Pau Donés. En la canción del mismo nombre habla de que hay dos tipos de personas en el mundo, las que tragan y se callan lo que piensan, y las que lo escupen y lo comparten. Y él anima a ser de las segundas, pues es mejor decir lo que uno piensa que callárselo.

En términos generales puedo estar de acuerdo, pero también considero que en determinados momentos o lugares es mejor callarse lo que uno piensa o al menos no soltarlo hasta que lo hayas madurado bien. Si no, te puede pasar como les ha sucedido a varios de nuestros políticos estos meses atrás, quienes, con la urgencia de tener que decir algo al pueblo, han caído en las prisas y han compartido, en ocasiones, lo primero que se les ha pasado por la cabeza.

Por otro lado, en otros momentos han pecado de no decir algo. Tenemos una clase política más acostumbrada a callar que a informar, a omitir que a trasmitir, a crispar que a construir y, sin duda, a negar que a pedir perdón.

Este último aspecto quizás sea el que más me preocupa por lo que tiene de mal ejemplo y porque nos vamos acostumbrando a ello. Frente al error, los políticos se callan, niegan, excusan, pero no se disculpan. Mira que es lo que nos enseñan desde pequeños, pero nada, llegas a político y se te olvidan los modales. Y fíjate que podría ser todo más fácil: "tiene usted razón, no tomé la medida adecuada; en aquel momento no medí bien las consecuencias, lo siento"; "tiene usted razón, no debería haber circulado ese documento, ya que era un borrador y no unas instrucciones precisas, lo siento"; y así todos los ejemplos que quieras. Y seguro que la oposición de turno seguiría pidiendo dimisiones y según la gravedad del asunto debería haberlas, pero al menos se daría algo de buen ejemplo.

Franco, Marx y la clase media

Hace poco en EE.UU. han desclasificado unas cintas con grabaciones de conversaciones de la presidencia de Nixon. En varias de ellas se habla de la preocupación de EE.UU. ante el deterioro de salud de Franco y de cómo se iba a organizar el traspaso de poder con el entonces príncipe Juan Carlos

Cuestionado sobre si no temía que el país se le fuera de las manos, al parecer Franco afirmó: "España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga, ¿qué sé yo? Habrá grandes locuras pero ninguna de ellas será fatal para España” (...), “porque yo voy a dejar algo que no encontré cuando asumí el Gobierno hace 40 años: la clase media”.

Esto me lleva a pensar en la teoría del materialismo histórico de Marx. Resumiendo mucho, Marx identificó que a lo largo de la historia siempre hubo dos grandes grupos, los que tenían los medios de producción, a los que denominó privilegiados u opresores, y los que no los tenían, los desgraciados u oprimidos. La evolución de la historia se habría hecho a base de la famosa lucha de clases. Un ejemplo claro: en la Edad Media y Moderna, los que tenían tierras, los señores feudales, eran los privilegiados y los campesinos eran los oprimidos. Con la Revolución Francesa, el pueblo, liderado por la burguesía, se rebela contra este sistema y, casualmente, esa burguesía se convierte en la nueva clase privilegiada y opresora, pues tiene el control de las industrias, y los obreros son la nueva clase oprimida. 

Hoy, la lucha de clases es complicada. No porque no haya quien tenga el poder y quien lo sufra. Sino porque el poder es muy difuso. ¿Son los políticos? ¿Son las multinacionales? ¿Son los banqueros? ¿Son los medios de comunicación? Pues un poco todos. Y el asunto es que no hay solo una clase claramente oprimida que se vaya a unir contra el opresor. Hay una gran clase media que vive suficientemente bien y que no se va a movilizar tanto como lo hacía el proletariado de finales del siglo XIX. Porque la clase media tiene mucho que perder. Y cuanto más tienes que perder, menos te arriesgas a perderlo.

A ver si al final Franco sí logró vencer en su supuesta cruzada contra el marxismo...


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Por Fernando Santos