Todos conocemos el dicho: “El conocimiento es poder”. No es de extrañar que sea un concepto tan popular en nuestro mundo, en el que el acceso a información es cada vez mayor y las empresas más prósperas son las tecnológicas, aquellas cuyo producto principal es información y conocimiento. Sin embargo, a pesar de este desarrollo, muchos de nosotros seguimos siendo profundamente ignorantes sobre aquellas situaciones que salen fuera de nuestra zona de confort; y no solo eso, sino que somos tremendamente ignorantes sobre el coste que mantener nuestra burbuja privilegiada supone para los que se han quedado fuera de ella. Si tu reacción natural ante esta declaración es elevar la ceja, bienvenido/a. Este artículo es para ti.
Concebí este trabajo hace un par de días como respuesta a los disturbios raciales que están sacudiendo Estados Unidos por la muerte de George Floyd. Mi intención era informar a la gente en España sobre los motivos del conflicto. Lejos de ser un suceso sin explicación, estos disturbios son la consecuencia directa del racismo enraizado en las instituciones norteamericanas, y con este artículo pretendía explorar la cadena de eventos y demandas que han llevado hasta aquí.
Sin embargo, hay dos motivos por los que he decidido no cubrir los disturbios directamente en este artículo. El primero es que no puedo tratar un tema tan profundo y complejo en un artículo de poco más de 1000 palabras. Aunque hay patrones comunes de racismo anti-negro en todo el territorio estadounidense (al igual que otras formas de racismo), la composición de los manifestantes, sus demandas específicas y su forma de enfocar las protestas varía de ciudad a ciudad. Y estas diferencias importan. Si hay que elegir entre una simplificación flagrante de la realidad y reconocer los límites de nuestra ignorancia, creo que la elección es evidente. El segundo motivo es que centrarnos en las características de esta protesta en concreto puede hacernos perder de vista la estructura social que permite la existencia del racismo.
Todos nosotros (hijos de españoles, nacidos y criados en España, caucásicos) sabemos que el racismo existe como fenómeno social, y creemos que sabemos cómo se siente, qué aspecto tiene. Y cuando vemos ejemplos de una persona siendo descaradamente racista, o videos de los disturbios y protestas raciales en el telediario, o menciones pasajeras sobre el racismo en series de televisión, creemos que nos estamos volviendo más informados al respecto. Creemos que simplemente contemplando estos fenómenos y entendiendo (a un nivel intelectual) que el racismo existe y que es una cosa mala ya hemos hecho más que suficiente para desmantelarlo. Y el hecho de que este pensamiento no nos chirríe, de que no encontremos contradicción alguna en él, es consecuencia de la ignorancia en la que nos arropa nuestra posición de privilegio.
No podemos no ser racistas. Vivimos en una sociedad en la que las narrativas negativas sobre otros grupos raciales están profundamente insertadas en nuestro subconsciente mediante una variedad de mecanismos. Para empezar, las minorías raciales son estigmatizadas económica y socialmente, privándolas de recursos y respetabilidad y abocándolas a un estatus de segunda categoría. Y aunque ciertas minorías han conseguido romper este círculo vicioso, como los irlandeses o italianos en Estados Unidos, eso es mucho más difícil para las llamadas "minorías altamente visibles" que tienen rasgos físicos o llevan prendas reconocibles (como la piel oscura o el hijab). De este modo, la clase racialmente privilegiada mantiene el control de instituciones culturales, académicas, económicas y políticas, lo que le permiten proyectar sus propias interpretaciones sobre la identidad, los problemas y las circunstancias de los grupos minoritarios. En el "mejor" de los casos estas narrativas son paternalistas. En el peor, son hostiles. En todos los casos, es una estructura de la que resulta imposible evitar.
La psicóloga Robin DiAngelo, autora del libro Fragilidad Blanca, argumenta en su trabajo que vivimos en la época del “racismo daltónico” (en el inglés original colorblind, literalmente ciego al color), que se resume en la siguiente línea: “si pretendemos que no notamos la raza, entonces no puede haber racismo.” (p. 41) Esta mentalidad supone una perversión del famoso discurso de Martin Luther King Jr. en el que decía soñar con que sus hijos serían “juzgados por el contenido de su carácter, no el color de su piel.” Las narrativas degradantes sobre las personas de otras razas no desaparecen, más bien son empujadas a un nivel más profundo de nuestro subconsciente. No hemos sido educados para no ser racistas, sino para no reconocer bajo ninguna circunstancia que lo somos, ni siquiera ante nosotros mismos. Esta mentalidad nos proporciona la sorprendente capacidad de actuar de acuerdo prejuicios a raciales a la vez hacernos sentir profundamente ofendidos por la mera sugerencia de que los tenemos (el mismo mecanismo defensivo que se dispara en relación con prejuicios de género, orientación sexual y un largo etcétera). Y aquello que no se conoce, aquello se barre bajo la alfombra, no puede ser desafiado y mucho menos revertirlo. Nuestra forma de “enfrentarnos” al racismo está contribuyendo a mantenerlo.
Todos y cada uno de nosotros participamos de esta estructura. Yo soy racista. Desde que tengo memoria, he normalizado e integrado los prejuicios que presenta a gente con piel más oscura que yo como criminales o como individuos desvalidos y subdesarrollados. A veces uso expresiones del estilo de “trabajar como un negro”, o participo de bromas racistas, o las tolero con mi silencio. Cuando llegué a Estados Unidos, descubrí que mi sesgo racial se extendía a aquellas personas con las que me plantearía tener sexo o entablar una relación simplemente por la claridad de su piel. He construido explicaciones racionales para justificar mis prejuicios y liberarme de cualquier tipo de responsabilidad. Y después de un año de introspección y autocrítica activa, después de informarme tanto como he podido, sigo descubriendo cada día pequeñas formas en mis acciones, preferencias y juicios de valor se basan en criterios racistas.
Vivimos en una sociedad racista. La lente con la que observamos otras culturas, sociedades y países está basado en conceptos racistas que llevan desarrollándose desde las primeras colonizaciones occidentales. El lenguaje en que piensas y te expresas, y las imágenes que te rodean, son utilizados selectiva y subconscientemente para reforzar prejuicios racistas.
Despierta.
El racismo, al igual que el machismo, es una estructura extremadamente adaptable que no busca exterminar al grupo oprimido de la faz de la sociedad, sino postrarlo de tal modo que no ponga en peligro la estructura y los beneficios que van a aquellos grupos privilegiados. No es una conspiración, sino un patrón social que ejerce su influencia a través de cientos de canales distintos y que tanto opresores como oprimidos sostienen a través de sus ideas y sus acciones. Si es la primera vez que reparas en esta estructura, es probable que pertenezcas a un grupo privilegiado. No elegiste nacer en un ambiente social que te hiciera partícipe de un sistema de opresión, pero ha sido así, al igual que aquellos que sufren opresión no decidieron nacer en comunidades estigmatizadas.
Tener privilegio racial no hace que tu vida sea automáticamente fácil. Hay muchos otros aspectos de tu identidad que pueden hacerte víctima de discriminación, como tu posición económica, tu género, tu identidad sexual, tu religión, tu edad o tus discapacidades físicas, por mencionar algunos ejemplos. Sin embargo, el privilegio racial te protege de la sospecha automática que recae en otras personas por su aspecto físico, y te proporciona la bendita ignorancia de no saber hasta qué punto algo tan aleatorio como tu color de piel puede ser una fuente de humillaciones, frustración y dolor.
Es hora de que aceptemos el hecho de que vivimos en una sociedad racista y que muchos de nosotros pertenecemos al grupo privilegiado que se beneficia de la estructura y contribuye a perpetuarla. No es una conversación cómoda, pero nunca ha sido más necesaria. El primer paso es reconocer que existe un problema muy profundo, que el racismo ha estado integrado en la cultura de nuestras sociedades desde hace siglos y que por tanto es prácticamente imposible estar libre de racismo. Debemos aprender a escuchar a personas que pertenezcan a estas minorías, y debemos aprender aceptar críticas en vez de escudarnos en nuestra ignorancia y falta de sensibilidad. Debemos aprender a informarnos por nosotros mismos sobre esta realidad, no exigir a los grupos desfavorecidos que nos eduquen. Debemos dejar de poner nuestro orgullo y nuestro ego por encima de las vidas de los demás. Porque por muy incómodos e inseguros que este proceso pueda hacernos sentir, no tenemos derecho a priorizar nuestra comodidad por encima de la integridad y la vida de las minorías. Llevamos haciéndolo demasiado tiempo.
Despierta.
Por Javier Díez