Sentada en mi balcón una cálida
mañana de finales de mayo, tomándome un café mientras disfruto de unas vistas
logradas por el esfuerzo de años de trabajo de mis padres. He nacido aquí, ¿es
mi privilegio un derecho?
Mientras me llevo a la boca una
tostada, mis ojos escrutan el timeline
de Twitter. Estoy en mi cuenta personal, así que una mezcla de titulares, memes
y reivindicaciones se enredan entre sí. Ayer asesinaron a George Floyd. Hoy
Minneapolis está ardiendo. Estadounidenses manifestándose contra el racismo,
por sus derechos. Hace tan solo un par de semanas, otros estadounidenses se
manifestaban para que les dejasen ir a la peluquería. Nadie les preguntó si
consideraban su privilegio un derecho.
Comisaría ardiendo en Minneapolis, de Rohit Eric Dhir |
Continúo leyendo y encuentro un
titular de hace apenas tres meses (aunque podría ser de hoy): “Muere una niña
de 8 años tras ser violada por 16 hombres, algunos miembros de su familia”. A
mi mente regresa de golpe el documental que vi hace un año Period. End of a Sentence., en el que de forma sintetizada te
cuentan todo lo que las mujeres indias tienen que hacer para desestigmatizar la
regla. También recuerdo en mis años de instituto una clase de religión en la
que el cura del colegio nos contaba que, en ciertos países, a las mujeres se
las encerraba en cuevas tanto tiempo como duraba su menstruación, porque se las
consideraba malditas. La sangre de la vida: maldita. La sangre de Cristo nos la
bebemos.
Los ladridos de mi perra me sacan
de mis pensamientos. Me asomo al balcón y veo a un chico pasear con su mascota:
lleva mascarilla. Son las 9:11. Estamos en plena pandemia mundial. Un virus sin
vacuna, aún, nos acecha. A mí, desde mi balcón, me invade una sensación
apocalíptica digna de película. Se suceden en mi cabeza imágenes de las
protestas, del hambre, de la muerte y siento absurda la angustia que la anoche
anterior no me permitía dormir, al pensar que no iba a poder cumplir con la
fecha de entrega para un trabajo de la universidad.
Ayer leía El balcón en invierno, de Luis Landero, cuando me topé con la historia
de dos filósofos y una guerra. Dice así:
“Dos jóvenes filósofos alemanes se encuentran un día de finales de julio de 1914. ¿Te has enterado ya de lo sucedido?, pregunta Falkenfeld, trémulo de ansiedad. Sí, claro, Sarajevo, dice Herbert Marcuse, que es quien cuenta el suceso. No, no, dice Falkenfeld, escandalizado, que mañana se suspende el seminario de Rickert. ¿Qué pasa, que está enfermo? No, es por la amenaza de guerra. Y precisamente mañana me tocaba a mí expone el trabajo sobre Kant. Falkenfeld fue llamado a filas. Me va bien, como siempre, le escribe a Marcuse desde las trincheras, solo que el ruido de los cañones me ha dejado casi sordo. Más abajo dice: Sigo opinando que la tercera antinomia de Kant es más importante que toda esta guerra mundial. Más abajo especula sobre la posibilidad de que una granada francesa hiera su cuerpo empírico, y acaba diciendo: ¡Viva la filosofía trascendental! A Falkenfeld lo mataron en el frente poco tiempo después.”
Soy Falkenfeld, pienso aterrada
con el libro entre mis manos temblorosas. El mundo se viene abajo y a mí no me
deja dormir el neorrealismo dramático. Hace un par de días (y perdonad por las
referencias, pero es que en esta situación tan extraña no puedo sino intentar
explicarla y comprenderla a través de la ficción) vi Hijos de los hombres. Alfonso Cuarón crea una demodistopía en la
que la humanidad se ha quedado estéril y el mundo está sumido en una guerra que
acelera la extinción. En esta película hay un personaje que tan solo tiene una
escena, aunque es una representación perfecta de Falkenfeld y de mí misma. Él
se dedica a recuperar el arte de todas las ciudades que están siendo
destrozadas. El Guernica en su salón,
el David de Miguel Ángel presidiendo
la entrada de su casa, se lamenta por no haber podido salvar la Piedad… Cuando le preguntan por qué
lo hace, si la humanidad está condenada, él contesta desde su torre de marfil:
“Simplemente no pienso en ello”.
Fotograma de la película Children of men. |
¿Qué le está pasando al mundo?
¿Qué nos está pasando a nosotros? Hasta qué punto el egoísmo no nos permite
sentir la angustia de la vida. Hasta qué punto estamos ciegos como para creer
que nuestros privilegios son derechos. ¿Por qué hemos olvidado que luchamos
para tener derechos?
El café frío, una pila de
documentos sobre la narrativa actual, el silencio de la mañana. Meses de
blanco, mudez y vacío. Ceguera asistida por el mundo posmoderno, por el
individualismo (camuflado egoísmo), por la sensación de no poder hacer nada. Pero tengo la palabra, tengo una voz y una
consciencia que no siempre, pero a veces, me pellizca tanto el corazón que no
me permite cerrar los ojos.
Por Ana Macannuco