Les voy a proponer un ejercicio. Van a imaginarse llegando a casa, después de un largo día de cotidianidad. No es algo que abunde en estos tiempos, así que les invito a imaginarse esta situación lo mejor que puedan. Llegan cansados, con los pies insensibles de tan entumecidos por el calzado. Primero desatan los cordones de una de las zapatillas, deslizan el pie fuera del molde, y quitan el sudado calcetín. Proceden del mismo modo con la otra, y ya con ambos pies libres, notan el frío suelo y sienten un alivio que no esperaban. Les recuerda, de pronto, a esa extraña sensación de cuando su oído se destapona. Habían estado escuchando lo que les rodeaba de forma distorsionada, pero no se daban cuenta, y ahora que ya nada impide el contacto directo, sienten una liberación. Pues bien, esto es algo similar. Ahora pueden percibir las texturas que anteriormente solo podían intuir. Mueven los deditos, desde el gordo hasta el meñique, y caminan notando cada uno de los centímetros de suelo, disfrutando de todas las superficies: lisas, rugosas, cálidas y frías. La suavidad de la alfombra y la húmeda superficie de la terraza.
Si yo hiciera este ejercicio con ustedes lo más probable es que recibiera un mensaje parecido al siguiente:
—¡Ponte unas zapatillas, que se te van a quedar los pies helados!
Habré oído esta frase mil veces, y aún me resisto a ceder. A veces necesitamos quitarnos la ropa que nos impide tocar el mundo, sentir que existe. Es difícil cerciorarse de algo si no podemos verlo, pero es casi más importante tocarlo. En estos días singulares, podemos ver y oír a quienes queremos. Nuestros dispositivos nos ofrecen esta posibilidad. En cambio, no los podemos palpar. A través del móvil y las televisiones nos enteramos de lo que está pasando, pero sentimos que no podemos enjuiciarlo como cierto sino estamos ahí para tocarlo.
El tacto es un sentido extraño para el momento en que vivimos. Exige proximidad. El problema que supondrá el final de nuestra ya acostumbrada cuarentena será, precisamente, la restauración del tacto. No será posible deshacernos tan fácilmente del zapato y el calcetín. Tendrá que ser poco a poco, deslizando el pie con algo más de cautela. Y ya lo adelanto: no va a ser sencillo. Las personas se quieren unas a otras, y querer sin tacto, no es querer del todo. El amor se da con las manos, se entrega con una caricia, un beso y un abrazo. Dar amor a una distancia de seguridad es algo, pero no es suficiente.
Pienso ahora en un poema de Gata Cattana, ''Como aman los pobres''. Fue ella la que dijo eso de que el amor se da con las manos. Tenía razón. A los pobres cuando no tienen nada, solo les queda tender la mano. Este amor es más puro, por ser más desinteresado. Pero no creo que la pobreza sea la única que pueda enseñar a amar sinceramente. Por tanto, si queremos evitar que ella sea nuestra maestra, será necesario afrontar la situación con ese cariño y, sobre todo, con ese tacto, que ahora mismo no le podemos dar a nuestros seres queridos. Será necesario palpar, sintiendo cada rugosidad del problema al que nos enfrentamos. Cuando la superficie sea áspera, nos veremos inclinados a resguardar nuestro pie, pero deberemos resistir. Si tocamos cada una de sus aristas, es posible que sepamos cómo enfrentarnos a él. Solo el tacto podrá restaurar el propio tacto.
Por Jaime Cabrera González