Lugares imaginarios

La Alhambra de Granada una tarde del mes de junio. 

Todos los lugares tienen algo de imaginario. Aderezos prendidos que se añaden para darles forma. Ocurre sobre todo con aquellos cuya vivencia generó un momento agradable, una ocasión de afecto, una sorpresa. A ellos se vuelve con la luz del recuerdo encantado por esa mezcla de placer y de nostalgia que dibuja la felicidad cuando pasa. Se empieza por rememorar a partir de cualquier detalle y poco a poco se acaba escarbando en esos recuerdos con el deseo de algo en concreto: recuperar una oportunidad, revisar una conversación, saborear un instante. Otras veces, sin embargo, uno ronda lugares todavía desconocidos por la propia experiencia. Son muchos los sitios a los que se llega por primera vez con un cargamento de cosas oídas, de consejos e impresiones ajenas, de películas vistas, de fotos, de lecturas, hasta el punto de haberse configurado ya una realidad anterior a la de la vivencia inmediata. Uno se imagina esos lugares antes de conocerlos como se los han contado o descrito, lo que de alguna manera implica asumir las ensoñaciones de otras personas e integrarlas en las nuestras. Sobre ellos la imaginación obra sin frenos con una libertad fantasiosa generando expectativas, dudas y contradicciones, acaso exagerando paisajes o confundiendo distancias. Sucede con el pueblo en que nació un antepasado cuando se está a punto de visitarlo, con una ciudad famosa a la que nunca se ha ido, con algunos edificios o calles emblemáticos. Se visita esos sitios con cierta extrañeza, porque de algún modo resultan familiares, aunque sea por formar parte de un recuerdo inventado. Cuando finalmente se acude a estos espacios de la imaginación, puede ocurrir, desde luego, que la confrontación entre el recuerdo y la vivencia desemboque en un fiasco. Las expectativas superadas por la visión de las cosas con menos filtros. Uno entonces niega o acepta la realidad, según prefiera, y no se puede culpar a nadie. Pero hay ocasiones, y no pocas, en que la fuerza de esa experiencia previa es tal, y las evocaciones tan poderosas, en que la predisposición no solo nos protege ante cualquier posible desengaño, sino que todo lo mejora a nuestro alrededor. Y cuando ese lugar ya es de por sí digno de admiración, el resultado es de una grandeza extraordinaria.

Llegué por primera vez Granada en un estado parecido, con la cabeza llena de historias y pequeñas anécdotas que me hicieron en un principio suponer y después descubrir una ciudad especial. Una de aquellas historias, o quizás sea leyenda, la cual ya he rescatado por aquí en alguna ocasión, se me presentaba particularmente interesante, y no podía ni puedo dejar de evocarla con el corazón encogido y la mente maravillada. Se dice que a principios del mes de abril de 1807 el escritor y diplomático francés François-René de Chateaubriand visitó Granada. Durante los meses anteriores había estado viajando por el Mediterráneo, siguiendo un itinerario hasta Jerusalén. Salió de París y pasó por Italia y por las antiguas ciudades de Grecia (Esparta, Argos, Corinto, Rodas, Esmirna), por Constantinopla, por Jafa; visitó Belén y, ya de vuelta, Alejandría, El Cairo y Túnez. Justo antes de llegar por barco a la antigua Cartago la aventura estuvo a punto de acabar en medio de una tempestad. Llegó a introducir un mensaje dentro de una botella: “F. A. de Chateaubriand naufragó frente a la isla de Lampedusa, el 28 de diciembre de 1806, volviendo de Tierra Santa”. Pero la tormenta amainó y el barco resistió. No todos logran sobrevivir frente a esas mismas costas. El 30 de marzo de 1807 desembarcó en Algeciras, y luego pasó unos días en Cádiz. No lo hizo por casualidad. Durante aquellos meses, paseando entre el clamor de las ruinas de un mundo desaparecido, asombrado por el andar sigiloso de las babuchas de los otomanos, observando en el desierto la estrellas que un día ocuparon los corazones de Abraham, de Isaac y de Jacob, frente al misterio de los nombres mil veces contemplados en las Escrituras, en todos esos lugares y a lo largo de todo ese tiempo, Chateaubriand guardaba en secreto una aventura mayor: además de escritor y diplomático, mucho más que un navegante en la ingenuidad, René era un hombre enamorado. Ella, Natalie de Noailles, estaba en España desde algunos meses atrás. Tanto le gustaba el país y sus costumbres que durante su estancia en Cádiz decidió que la llamaran Dolores. Aparece como Blanca la novela de El Último Abencerraje. Habían hablado de verse antes de partir, y en la distancia, de un lado al otro del Mediterráneo, se habían estado escribiendo cartas para acordar su encuentro. Pero nada quedaba seguro. Él no olvidaba sus propósitos, pero las tormentas habían jugado en contra, y tanto las cartas como el calendario iban con retraso. Ella dudaba de que finalmente él fuera a pasar por Andalucía. El suyo era un amor cruzado por otros amantes y contratiempos; su relación fue siempre un ir y venir de circunstancias y oportunidades inciertas. Por eso las últimas semanas estuvieron llenas de angustia. Cuando René llegó a Cádiz, hacía quince días que Natalie había partido hacia Sevilla, donde se cuenta que pudo asistir a la Semana Santa. Pero Chateaubriand conocía que Natalie planeaba visitar más tarde Córdoba o Granada, antes de remontar hacia el norte. La partida se jugó en los caminos de España. Todo pudo perderse en un embrollo de fechas y malas interpretaciones, pero la intuición de ambos quiso que a media tarde del 12 de abril de 1807 René y Natalie se vieran finalmente en La Alhambra. Como cada tarde desde que llegó a Granada, ella estaba pintando en el Patio de los Leones. Bajo la sombra alargada de los cipreses y de las bóvedas nazaríes, quizás recordando los propios lugares de su imaginación, en ese país que, animado por el calor, surcan los espíritus de tantos pueblos, Natalie de Noailles no vio llegar a René mientras él se acercaba en silencio. Estuvieron varios días en una ciudad idílica para ambos, descubriendo todos los rincones empedrados de sus calles, ajenos a un mundo que entonces, como siempre, avanzaba en el desastre. Hay quien asegura que en el encantamiento de aquellos días dejaron sus nombres escritos en alguna pared de la fortaleza real.  

A la luz de aquella historia, Granada era ya para mí una ciudad distinta. Cómo no pensar en René y Natalie al recorrer los vericuetos de sus barrios antiguos, el Albaicín y el Sacromonte, cómo no dejar que sus vidas transformaran mis días. Ambos estaban allí en aquel momento. Y acaso todavía sigan. Junto a ellos, generaciones enteras se encuentran bajo las flores que sobrepasan las fachadas de blanco. Son cristianos, musulmanes, judíos. Artesanos y mercaderes, intelectuales cuyos libros fueron escritos en todas las lenguas, artistas y soldados al servicio de los caudillos despóticos, pero también de los magnánimos; reinas, princesas, pero sobre todo abuelas, madres, hijas y hermanas madrugando sin ruido, trabajando, multitud de mujeres sosteniendo la vida a través de los siglos.

De noche la ciudad es un lugar para el susurro. La corriente del Darro, que por el día refresca sus orillas, es en la oscuridad un torrente capaz de helar la sangre a quienes se tengan por valientes. Más arriba, en las laderas, proveniente de los jardines apretados de los cármenes, llega el eco de unos cantos de fiesta. A veces, en el silencio de las plazas, el sonido del agua revive alguna escena de horas tranquilas, y el olor a jazmín renueva los engaños del tiempo. A esa hora, si el cielo está despejado, desde el mirador de San Nicolás se puede ver el reflejo de la luna alcanzando las cimas de Sierra Nevada. Y es en esos instantes, al observar las montañas heladas, cuando se piensa con angustia en otra noche, la del primer día de enero de 1492, la última antes de la caída definitiva de Boabdil. Cientos de años a punto de quebrarse para siempre. Tal vez por eso, en la catedral, que es una muestra diáfana de la solidez, uno contempla la tumba de los Reyes Católicos con cierto respeto. Frente a sus féretros recubiertos de plomo fundido, un escalofrío hace temblar el cuerpo. 

No muy lejos de allí, Valderrubio y Fuente Vaqueros son dos pueblos marcados por la tierra y la nostalgia. No se lee del mismo modo a Lorca después de haber estado en esos sitios, tras pisar esa tierra trabajada y hermosa. En ella empezó una vida y surgieron las inspiraciones sombrías de un hombre cuya suavidad se percibe viendo esas vegas anteriores a la sierra. Uno entiende muchas cosas en aquel espacio. Y puede que entonces también se encuentre, de forma insospechada, cerca de alguna expresión o palabra concretas y sienta una invitación a descubrir algo nuevo. Pero más allá de las impresiones, lejos de cualquier historia, sucede algo extraño en Granada. Oculto en La Alhambra (donde busqué y pregunté sin encontrar respuesta acerca de aquellos dos nombres que alguien borró hace mucho), presente en los patios y en las calles, en todos los caminos y plazas, en todos los jardines, envuelto por el calor en verano y por el viento helado de los meses de invierno, un único espíritu encuentra su sitio en aquella ciudad. De una forma que solo se da en los lugares especiales, o puede que sea en los imaginarios, en Granada se tiene la intuición de que la belleza permanece inmóvil ante el tiempo y sus cambios; como si más allá del pasado y a pesar de sus vueltas nada salvo ella misma pudiera existir. Guardo bien la imagen de Granada. Y aunque quizás todo esto no sea más que el sueño de un lugar en la memoria, tampoco por eso deja de ser real lo imaginario. 

Por Rafa Cotarelo