La guerra de las ranas

Hace aproximadamente tres años, cuando era mi último año de colegio, una profesora mía nos repartió a toda mi clase y a mí un cuento escrito en una hoja de papel en las vísperas de selectividad. No era ni mucho menos algo común entre profesores esos arrebatos de cercanía y de amor hacia la literatura, pero esta mujer era especial.
El relato que venía escrito en esa hoja de papel contaba la historia de dos ranas que habían caído por error en un enorme recipiente de nata montada y del que eran incapaces de salir por sus propias fuerzas. Démosle nombres, para poder acercarnos a estas dos pequeñas criaturas: pongamos que se llaman Juanita y Alfreda. 
La primera reacción de ambas, ante la situación que se les vino encima sin apenas decidirlo fue la de angustia, desesperación, miedo… Agitaban las patas frenéticamente sin saber qué hacer, dado que tampoco sabían cómo salir de allí. Después de un buen rato nadando entre la nata, Juanita se cansó y decidió dejar de moverse. Tomó la decisión de rendirse ya que sintió que nunca saldría de allí y que era mejor resignarse y morir ahogada. Total, ni siquiera sabía si aún luchando, iba a conseguir sobrevivir. Ante la actitud de derrota de Juanita y cómo ésta lentamente se hundía en la nata, Alfreda titubeó. No sabía si correr la suerte de su compañera era la mejor decisión o si por el contrario mover las patas hasta que esta batalla terminara con sus últimas fuerzas sería la opción que la liberara de aquello.
Así que ante todo esto, Alfreda decidió batir las patas. Rápido, frenéticamente. Llegó un punto en el que le angustió la idea de morir así, pero no le dio tiempo a continuar con ese pensamiento, ya que empezó a ver cómo la nata se convertía poco a poco en mantequilla hasta que de pronto, de un resbalón, consiguió salir de aquel abominable cuenco.
Pues, aunque parezca de lo más absurdo, a veces me siento Juanita, y en otras muchas como la triunfante Alfreda. Como si ambas ranitas habitaran simultáneamente dentro de mí y yo pudiera decidir cuál de ellas es la que lleva la voz cantante y decide por mí en una situación comprometida. Porque algo que es evidente, es que el desenlace de cada una de ellas difiere en un punto de la historia que a ojos de los espectadores puede resultar invisible. Es fácil caer en el clásico de que “Alfreda tuvo que vivir porque era más fuerte”, “Darwin enunció la Teoría de Evolución de las especies por algo, los más fuertes son los que sobreviven a fin de cuentas” u otros pensamientos similares que a cualquier persona se le hayan podido pasar por la cabeza. Sin embargo, no creo que una fuera estrictamente mejor que la otra. No creo que la genética de Alfreda fuera mejor, ni siquiera sabemos esos detalles. Lo que sí creo profundamente, es que Alfreda se salvó porque creyó en que incluso algo que se asomaba imposible a sus ojos, no era impedimento para que ella luchara por su vida. Desconocemos si comenzó a batir las patas porque sabía que así podía salir (algo improbable, dado que era una simple rana) o porque realmente estuviera desesperada por sobrevivir. Fue quizás esa desesperación la que la llevó a correr la suerte de luchar hasta desgastarse por salir de la pesadilla de la nata. Quizás ese orgullo de sentirse invencible fue el que la hizo volverse así ante una situación tan agónica… ¿o no?
Por otro lado tenemos la situación de Juanita: otro anfibio casi idéntico a Alfreda, pero cuyo final queda marcado por su propia decisión de hundirse en la nata. Es bastante sencillo, como bien he dicho antes, cometer el error de juzgar a Juanita y hacerse verdugos de la justicia diciendo que dicho final era propio de alguien tan débil como ella. Sin embargo, la parte de la historia que quizá pueda pasar más inadvertida es en la que Juanita asumió que no siempre tenemos que ser los héroes de nuestra vida: no siempre tenemos que ser aquello que quizás Alfreda habría esperado, o peor aún, en lo que nosotros mismos pensábamos convertirnos en una situación más o menos difícil. Y que, aunque no esté del todo bien hundirse, hay ocasiones en las que no se ven muchas más alternativas; bien por desesperanza, desconfianza o por el hecho de asumir nuestras propias limitaciones. Es complicado saber dónde están y hasta dónde podemos llegar con ellas, y justo por eso lo único que puede movernos a actuar es el retarse a sobrepasarlas de vez en cuando. Eso fue seguramente lo que llevó a la desdichada Juanita a morir ahogada en la nata: el hecho de asumir que no iba a ser capaz de otra cosa distinta a la de hundirse.
Lejos de estas situaciones tan límite, Alfreda y Juanita nos ponen a prueba en nuestra vida cotidiana. Un buen ejemplo son aquellas circunstancias en las que nos vemos obligados a salir de nuestra zona de confort, y ante las que la vida nos ofrece una recompensa mayor o menor en función del valor de las renuncias que estemos dispuestos a hacer. Una situación puede ser la pereza que da un día de estudio o trabajo interminable, una bronca con un amigo o, en el extremo contrario, el dar el paso de declararte a alguien a quien amas. Alfreda, ante todos ellos, sale triunfante: renuncia al cansancio del estudio, al orgullo de las peleas y a la torturadora vergüenza de querer a alguien en silencio. Juanita por el contrario, decide agazaparse en su charca y no salir de ahí hasta que todos los peligros se hubieran pasado. Ella habría evadido el cansancio con un plan más entretenido que estudiar; habría ignorado a su amigo, porque total, es menos doloroso huir de las broncas que enfrentarse a ellas, y en cuanto a aquello de amar en silencio, no se habría declarado en la vida porque la indiferencia siempre ha sido más cómoda que ese tipo de valentía. 
Es fácil verse reflejado en una rana u a otra de forma totalitaria. Es fácil caer en la simplicidad de reconocernos como personas “íntegramente valientes” o “unos cobardes mediocres” o aún peor, juzgar a otros así. Además de eso, el mayor error de todos aparece cuando creemos que siempre está bien ser valiente y salirnos con la nuestra. Cuando creemos ser los dueños y señores de lo que nos pasa (ojo, que no de nuestra vida: que a fin de cuentas es “aquello que hacemos con lo que nos pasa”) y de lo que les sucede a otros. Porque algo que sí podemos afirmar con seguridad es que la forma de vivir de cada uno es única y solo por eso, Juanita y Alfreda dentro de cada persona actúan de forma distinta en función de lo que vivimos con respecto a lo que viven otros. 
A pesar de esa “individualidad de experiencias”, un factor imborrable de la vida de todos nosotros es el miedo y es justo esa decisión de sobreponerse a él o no hacerlo la que marca nuestra vida de una forma impasible. Miedo al qué dirán, a fracasar, a no caer bien, a sentirse solo… La idea de sobreponerse a él no es siempre la de empeñarse tozudamente en que suceda aquello que queremos, sino que se parece más bien a decidir qué hacer sin tener como pilar y argumento el miedo inconsciente que sentimos a dar un paso al frente. Por eso mismo, hay ocasiones en las que no es una decisión tan desechable la de parecerse a Juanita y dejarse llevar por la “no acción”… 
Por todo esto, considero que a pesar de que cada uno pueda sacar sus propias conclusiones con respecto a este gracioso dúo de ranas, algo que no se debe olvidar es la necesidad de ambas en nuestra vida: cómo gracias a Alfreda conseguimos vencer lo invencible y salir de determinadas situaciones; aunque siempre sin olvidarnos de Juanita y de cómo esta nos recuerda nuestros propios límites cuando un ola de nata intenta devorarnos.




Por Clara Luján Gómez