Visión de enfrente


Ficción

Si me preguntaran por qué lo hice, por qué miré por la ventana aquel día y por qué cuando la cerré y corrí las cortinas tuve que descorrerlas y abrir de nuevo y observar hacia la calle otra vez, diría que fue sobre todo cosa de la desesperación, aunque también mediara una buena porción de aburrimiento. No es fácil vivir encerrado en casa, y menos cuando el aislamiento se impone de un día para otro y sin previo aviso, aunque algunas señales lejanas fueran marcando antes el camino, como no debe de ser fácil para la naturaleza presentir el giro de la primavera y sufrir una helada una noche de repente. Así, cuando suena la alarma todo se trastorna, y son pocas las personas que permanecen impasibles ante el espanto. A mí, como a la mayoría, también me sobrevinieron la angustia y la tristeza, y esa fue la razón por la cual miré por la ventana.

Tiempo atrás había visto cómo vaciaban el piso en el que hasta ese momento se había podido reconocer a un padre divorciado y la intermitente presencia de sus hijos dispares. Semanas después llegaron unos albañiles e iniciaron la reforma del apartamento mediante una operación silenciosa, sin cortes ni martillos, por cuanto aquel hombre ya se había encargado a su vez de remodelar el piso desde la raíz. Según alcancé a ver desde mi perspectiva, los trabajadores, apenas dieron las manos de pintura necesarias para hacer olvidar el recuerdo del habitante anterior, enroscaron bombillas nuevas, y al fin colocaron unas modernas ventanas con pretensión de cristalera o mirador. Durante varios meses no caí en la cuenta de quién había llegado para ocupar de nuevo el apartamento, hasta que cuatro o cinco días después de la publicación del decreto del Gobierno, mientras hablaba por teléfono inclinado contra el alféizar de una de mis ventanas, ella llamó mi atención. Estaba sentada de perfil delante de una mesa con un ordenador, justo al lado del ventanal. Llevaba el pelo recogido en una coleta, como de hecho pude comprobar que acostumbraba a hacer siempre que ocupaba esa misma posición, pero no cuando aparecía espontáneamente en el balcón cerrado. Esta apreciación, sumada a la seriedad imperial de sus horarios visibles, me hizo suponer que había reservado aquel rincón únicamente para cuestiones relacionadas con asuntos de trabajo.

En efecto, casi sin quererlo, no fue difícil observar cierta meticulosidad o rigidez en sus rutinas. Ni muy temprano ni muy tarde se colocaba en una silla ante aquel ordenador portátil, con un cuaderno grande de espiral y un bolígrafo a mano, y no dejaba aquel enclave salvo durante unos escasos instantes que yo atribuía a cuestiones de necesidad ineludibles. Apenas cambiaba de postura. Si bien en ocasiones se recostaba con suavidad en la silla, poco tiempo después volvía a adelantarse hacia la mesa, como si ese relajamiento fuera impropio en tal circunstancia, aun estando sola y sin tener por ello que guardar la compostura frente a nadie. Así permanecía, en apariencia concentrada, bastante tiempo, hasta que al llegar la hora de comer, siempre puntual, se incorporaba apartando la silla, y sin volver a colocarla -un detalle curioso, cuanto menos- desparecía detrás de unas cortinas que se cerraban tras un segundo ventanal interno. Solitario, el balcón quedaba vacío hasta la mañana siguiente, y lo único que permitía creer en su antigua presencia era el reflejo de la luz triste de bombilla de obra que dejaba escapar aquel muro de hilo blanco entretejido. Es cierto, como ya he dicho, que en ocasiones se dejaba ver en algún momento de la tarde, el pelo suelto y la ropa cambiada, moviéndose con una ligereza distante; pero eso sucedía muy raramente, y en todo caso nunca ocurrió más de tres o cuatro veces. Cada noche, cerca de las once y media, aquella luz polar se apagaba hasta el día siguiente, dejando tras de sí la impresión de un mar que con la sola compañía de una o dos estrellas espera contenido en silencio a que el mundo se levante para retomar con fuerza su espumoso quehacer contra la arena y las rocas.

Al principio de aquellos días oscuros el cielo azul lució especialmente brillante, a la manera de las tardes lejanas de finales de mayo, y no era difícil imaginar, bajo las escasas nubes rosadas, el griterío de los vencejos al rondar las casas, el sobrevuelo del polen en el aire cambiante, las plantas hinchadas por el agua y, en fin, todo ese conjunto de vida que se agolpa ante las puertas que baten el verano en ciernes. También yo participaba de aquel apelotonamiento en la distancia, aguardando el tiempo en que habríamos de salir de nuevo a la calle para disfrutar de la normalidad de la vida. Intentaba, sin embargo, anticipar algo de aquella normalidad mediante recursos de la imaginación que, a pesar de su condición de artificio, funcionaban a las mil maravillas. Así, a la hora de la siesta me gustaba poner algo de música y arrimar una silla a la ventana para tomar el sol. Con los ojos cerrados no me resultaba extraño situarme tumbado en una playa, o tal vez descansando frente a un paisaje montañoso después de caminar durante varias horas. Con el rostro y gran parte del cuerpo expuestos al calor de los rayos lograba rescatar otros momentos, otras épocas y, de ese modo, en el transcurso de aquellos minutos de tregua, en el acusado silencio de las primeras horas de la tarde, pude disponer a mi gusto de cuantos lugares quise por medio del recuerdo, así como también algunos de los que nunca había conocido en persona, sino tan solo por referencia o de manera indirecta. En alguna ocasión, con la cabeza reposada sobre mis brazos como cuando en el colegio el pupitre acaba por convertirse en una improvisada almohada, me dejaba atrapar por un sueño ligero y dormitaba unos segundos en aquellos lugares tranquilos, y a veces incluso soñaba. Al despertar tardaba unos segundos en recuperar el sentido de la ubicación y recordar que, en contra de lo que yo creía, no era en un pequeño barco delante de la costa o en un jardín de palmeras frondosas y limoneros perfumados donde me hallaba, sino sujeto a la desesperada abertura de una fachada frente a una calle sin ruido, a las tres y media de la tarde, con los nervios de los antebrazos hormigueando por el peso de mi cráneo y la cara incandescente.

Las noches eran muy distintas. Para cuantos vivíamos en soledad aquellos días, y éramos muchos en aquel tiempo, la caída del sol representaba el derrumbe del único puente hacia la vida en común, cuyo recuerdo se manifestaba por entonces no sólo a través de la endeble compañía de los vecinos en sus casas, sino también mediante la certeza de que, más allá del pequeño trozo de realidad que se podía vislumbrar desde una ventana, la ciudad y el mundo existían, aún vacíos, tan brillantes e inmensos como siempre. Los edificios que durante siglos habían resistido los rigores de la historia, las catedrales, los palacios, las casas normales y corrientes, todas esas construcciones estaban todavía allí, si bien momentáneamente ocultas para la mayoría, junto a las calles de asfalto o empedradas, sumando su presencia a nuestra soledad. En algún lugar no muy lejano el campo continuaba siendo el campo, y en sus ondulaciones los ríos seguían fluyendo como ríos; ajenas a cualquier contemplación, las montañas y las cordilleras contribuían con esfuerzo acostumbrado a sujetar el cielo, y los acantilados se afanaban en su salvadora tarea de contener el empuje del mar hacia la tierra. Al mismo tiempo, millones de seres vivos mantenían con obstinación su particular recorrido por la existencia, acaso con mayor tranquilidad que antes, ignorando que a poca distancia de ellos la humanidad luchaba contra un ente invisible y sin vida. Construido piedra a piedra desde el amanecer, aquel viaducto veía deshacerse el equilibrio que lo sostenía de forma milagrosa cuando la última partícula de luz, apoyada hasta entonces en la serenidad de la tarde, remontaba el vuelo y acudía a refugiarse de la penumbra en alguna parte.

Y eso ocurría todos los días. Con la luz del sol se apagaban también nuestras esperanzas, y en cambio la noche traía extrañas visiones que causaban terror en el espíritu. Desde las primeras horas de oscuridad, una presión de angustia se instalaba en la garganta como si un imperceptible pulgar estuviera apretando su base. Al dormir, los sueños se mezclaban con pesadillas fabricadas de imágenes antiguas que el miedo retorcía hasta lo perverso, recuerdos ajenos en carne propia, capaces de devolver a la vida en condiciones de decrepitud espantosas a muchos difuntos que en su día habían demostrado ser la alegría de la fiesta. Aquellos reflejos nocturnos aparecían poblados de hileras de camiones que, cargados de ataúdes, esperaban con los faros a punto y el motor en marcha la orden de avanzar por una carretera en medio de la oscuridad. Pero la orden nunca llegaba, y mientras tanto sobre las lonas que cubrían el cargamento de los camiones se iban posando unos extraños pájaros sin alas, unas aves parecidas a cuervos con voces humanas perdidas en los confines de la eternidad, y poco a poco iban llegando más y más aves, y al poco ya no cabían más pájaros sobre los camiones y empezaban a deambular por el suelo, y la orden seguía sin llegar, los motores vibrando, los faros alumbrando en la noche, y de repente la imagen se movía ligeramente hacia la derecha como en un rodaje de película y el cambio de plano dejaba ver en la distancia cientos y cientos de camiones, miles de camiones en fila vibrando entre pájaros sin alas mientras aguardaban la orden de avanzar por esa carretera hacia la nada.   

Me despertaba aterrorizado y tembloroso tras aquellos sueños de realidad siniestra, con el cerebro repleto de formas y caras deslavazadas, aturdido en la penumbra creada por el haz de luz que emergía desde las farolas de la calle haciendo que los objetos de la habitación perdieran todo rastro de familiaridad ante mis ojos. Me quedaba mirando al techo unos instantes, boca arriba, pensando con verdadera angustia en las noticias que durante el día se catapultaban desde la radio y la televisión: cifras intratables de muertes, de despidos, de pérdidas, estadísticas desquiciadas por la catástrofe, matemáticas para estómagos de hierro fundido en altos hornos. Pensaba también en la imposibilidad de salir hasta nuevo aviso, y entonces me agarraba una sensación de ahogo como de animal enjaulado, hasta que de inmediato aparecían en mi memoria quienes aún tenían la obligación de abandonar la seguridad de sus hogares para apuntalar un conjunto de estructuras al borde del colapso, o quienes desde sus propias casas, con sus salones convertidos en fábricas de material indispensable, contribuían con entrega a la hermosa tarea de la responsabilidad colectiva. Con dolor y admiración contemplaba su esfuerzo, su trabajo de hombres y mujeres en plena dignidad, su entereza, y desde muy adentro se me iba formando una náusea de vergüenza que me torturaba de pura culpa: en medio de tanto sufrimiento y de tantas acciones loables yo permanecía tumbado en una cama, paralizado por la pena de mí mismo. Acompañaba en espíritu a todas esas personas, les deseaba la mejor de las suertes, pero mis manos permanecían ociosas esperando una oportunidad que en el fondo dependía de un valor que no se presentaba.

Estos pensamientos venían, además, junto con un zumbido en continua evolución, a ratos físicamente punzante, que electrificaba el interior de mi cabeza. Para aliviar la presión sobre mis ideas me levantaba y daba unos pasos hasta la ventana, y allí esperaba unos minutos con la vista fija en algún punto recóndito del exterior, la frente apoyada en el cristal (su frescor aliviaba mi estado de ansiedad por contraste, un frescor de plenitud y certidumbre), y por último echaba un vistazo al balcón o mirador cerrado de mi vecina, apagado y en silencio como todo lo demás. Luego de eso suspiraba hondo y volvía a tumbarme en la cama con la postura cambiaba para intentar retomar algún sueño de la tarde en cuyos márgenes me sintiera más cómodo y seguro.

La rueda comenzaba a girar de nuevo por la mañana. Pero un lunes a mediodía el cielo se tintó de un color como de ceniza mojada y a los pocos minutos comenzó a llover. Estuvo lloviendo a rachas durante varios días, en oblicuo y con intensidad cambiante, por cuanto un viento entero decidió que también a él le había llegado el momento de participar en aquel esperpento improvisado. Bajaron las temperaturas, y hubo que volver a encender la calefacción y a sacar los jerséis de lana, los calcetines gordos y las mantas de invierno, a prolongar las duchas con agua caliente, a los caldos y sopas y a los guisos de cocción lenta que esparcían su olor a grasa y verdura por todas partes. Cuando la temperatura descendió todavía más, la lluvia se convirtió en una nevasca que poco a poco se fue depositando en las aceras y en las azoteas y sobre la estructura de los coches aparcados, centímetros de nieve en polvo acumulándose en una superficie que hora a hora se iba perfeccionando, limpia y sin rasguños. Por entonces ya no se pensaba en las tardes de mayo, sino en los umbrales de la Navidad, y no faltó quien decorara su balcón con las ristras de luces de colores propias de la época. Entre las canciones que todos los días a las ocho en punto de la tarde se entonaban desde los balcones y ventanas para mantener elevado el ánimo de la comunidad se introdujeron algunos villancicos, y eran muchos los vecinos de mi calle que aparecían a esa hora con campanillas, panderetas y zambombas dispuestos a calentar el ambiente con el sonido de aquellos instrumentos. No parecía divertirle mucho ese desorden a mi vecina, porque durante aquellos días de diciembre fuera de diciembre apenas la vi en dos o tres momentos, a la hora de los villancicos, cuando se asomaba con aires de curiosidad molesta a inspeccionar el desarrollo de la verbena. Había dejado de trabajar al lado del mirador cuando empezó la lluvia, y salvo en aquellas apariciones fugaces el resto del tiempo permaneció oculta en su apartamento como antes hacía desde la hora de comer.

De repente, un día de principios de un nuevo mes, el sol volvió a brillar con fuerza. Al mismo tiempo, unas nubes esponjosas traídas por un viento contrario se fueron desarrollando, blanquísimas, en lo alto, aumentando así la sensación de contraste con el cielo que durante varias semanas se había extendido sobre nuestros tejados. De nuevo sobraron las mantas y los jerséis, y la calefacción parecía un invento preparado para situaciones ajenas. Se sacaron las licuadoras para preparar gazpacho y, pese a las restricciones impuestas por el Gobierno, los supermercados y gasolineras tuvieron que hacer un acopio especial de bolsas de hielo. En pocas horas no quedó rastro de la nieve: al contrario que el cielo, la calle recuperó su color grisáceo. Llevado por la intuición (e imagino que por cierta lógica), pensé que con el retorno del buen tiempo también mi vecina volvería a ocupar su lugar acostumbrado. Me gustó pensar que sus rutinas se habían visto materialmente alteradas por los cambios de la atmósfera, igual que ocurre en la pesca o en la agricultura y la ganadería en ciertos momentos, aunque en el caso de mi vecina fuera más por cuestiones emocionales que de mera practicabilidad. En efecto, al día siguiente mi vecina apareció temprano en su balcón, se sentó delante de la mesa arrinconada con el ordenador y allí permaneció toda la mañana. Fue a partir de la confirmación de mis sospechas cuando me entraron verdaderas ganas de conocerla, porque alguien que tomaba la determinación de no trabajar al lado de una ventana con vistas al invierno, pero sí a la primavera, tenía que ser por fuerza un ser interesante.

Durante unos días no supe qué hacer ni cómo comportarme. Antes de la lluvia y de la nieve mi interés por ella había sido prácticamente casual. Cuanto había observado, sus hábitos, sus detalles en el comportamiento, también podía saberlo de la mayoría de los vecinos cuyas ventanas pudiera alcanzar a ver desde mi sitio; cualquiera de ellos, a su vez, podría haber descrito mis propios hábitos con un parecido resultado: gran parte del día junto a la ventana, frente a mi escritorio, en una de las dos habitaciones con ventanas a la calle del piso de la tía Mercedes —ahora en el pueblo junto a una de sus primas, ambas viudas, octogenarias y afiladas como astillas—, preparando a mis veinticinco años el examen de ingreso al Cuerpo de Ingenieros de Montes del Estado (eso tal vez no resultara tan evidente, pero tampoco yo conocía las ocupaciones profesionales de los vecinos), mientras el resto del tiempo dormitaba o leía o escuchaba música o veía películas esperando en una rutina de simetrías y cálculos, de hojas perennes y caducas, de paisajes, industrias e inventarios; aguardando sin grandes expectativas el momento en que otras personas se decidieran desde las alturas a convocar unos exámenes que en el mejor de los casos me permitirían acceder a un salario estable durante el resto de mi vida. Ahora, sin embargo, después de aquella reaparición adornada con sustancias de cuentos, me parecía inevitable no mirar a través de la ventana cada vez que me movía de mi escritorio: al ponerme de pie, o cuando arrimaba la silla para colocarme delante de la mesa, bastaba un leve movimiento de cabeza para verla allí, concentrada en sus propios asuntos, al otro lado de la calle. Mi interés se iba incrementando. Aquellas oteadas milimétricas fueron progresivamente rellenando mi encierro, desgastando mi concentración, y no más de una semana después se hubiera podido afirmar que eran mis golpes de vista, y no los estudios, la verdadera causa de mi ir y venir continuo hacia la mesa. Pero tales instantes de fugaz inspección pronto me parecieron insuficientes. Además, con aquellos movimientos me sentía al acecho, más cerca de ser un espía o un sociólogo que un joven atraído por su vecina en términos amorosos, si se puede recurrir a esa palabra, dadas las circunstancias. Veía poco estético, e incluso de mal gusto, recurrir a artimañas que ocultaban mi identidad a una persona hacia la que iba desarrollando un cierto afecto cotidiano. Así, decidí a dar un paso más, aun pequeño y algo pueril, y empecé a dejarme ver con cierta regularidad durante las mañanas. Cada cierto tiempo me acercaba a la ventana con aires de fatiga y, sin mirarla directamente, permanecía allí lo necesario, entreteniéndome con cualquier excusa, para que alguien con un mínimo de sensibilidad para la distracción pudiera darse cuenta de mi presencia. El plan funcionó, porque tarde o temprano ella terminaba por percatarse y, siquiera de manera sutil, echaba un vistazo a la calle y luego otro más rápido a mi ventana. De ese modo, conforme, yo me retiraba hasta la siguiente ocasión fingida, pensando en cuál habría de ser la excusa que me permitiera demorarme en mis ensoñaciones.

En verdad aquella táctica consiguió más de lo que yo pretendía, porque al cabo de no mucho pude descubrir que también ella empezó a mirarme aun cuando yo no lo esperaba. Un día de la quinta semana de confinamiento, precisamente en una de esas ocasiones en que me acercaba al cristal con la dudosa intención de investigar el cielo disimuladamente antes de bajar los ojos para verla, me di cuenta de que ella ya me estaba observando. Esa alteración del orden habitual me tomó por sorpresa y, tras imponerme momentáneamente a mi timidez, no me quedó más remedio que mirarla (ahora sin disimulo), pero lo hice durante el tiempo exacto que dura un estiramiento de espalda con los brazos en jarra efectuado con cierta parsimonia, porque enseguida volví a alzar la cabeza y a escudriñar el cielo, y cuando instantes después retorné la mirada hacia su ventana ella ya había vuelto a ocuparse en sus cosas.

El improvisado desajuste no volvió a ocurrir hasta varias jornadas después, cuando de nuevo percibí su mirada mucho antes de atreverme a confrontarme con ella. Tampoco entonces logré sostener mucho la mía, porque lo cierto era que cada vez que se desarrollaba aquel encuentro, sin importar el orden de su iniciativa, una angustia viviente me atacaba y sentía crujir las tablas del suelo entre escalofríos. El corazón se me aceleraba a un ritmo de tambores de guerra, y notaba como si estuviera a punto de precipitarme por esa ventana que al mismo tiempo se abría como la única salvación en aquel periodo de desazón vital entre tinieblas. A pesar de la distancia, los ojos de aquella mujer joven que era mi vecina transmitían una perpetua inteligencia socarrona, y acaso también dejaban escapar algo de sufrimiento o melancolía (o era ternura oculta), pero sin duda se me antojaban llenos de historias dignas de ser contadas. La mayor parte del tiempo se la notaba de buen humor, al menos por cuanto podía ser percibido desde la distancia y únicamente a través de los gestos y no de las palabras. Una mañana dejó de lado la coleta, y en lo sucesivo se mostró con el pelo suelo, largo hasta algo más abajo de los hombros, salvo en alguna ocasión en la que apareció con la cabeza ceñida por una diadema roja. Usaba casi siempre vestidos o jerséis con faldas cortas de lana ligera, en todo momento con leotardos o leggins, lo que dejaba ver unas piernas fuertes como de bailarina o gimnasta, y en cierto modo así me la imaginaba a veces, bailando sola o con música en el interior de su apartamento en los intervalos de ausencia pública. A decir verdad no conseguía presentármela en mi mente sino en movimiento, incluso sabiendo que permanecía estática durante varias horas frente al ordenador ante mis propios ojos; me era imposible visualizarla de otro modo distinto al de una persona en constante actividad física, sin que por ello dejara traslucir el más mínimo impulso de nerviosismo o hiperactividad. Al contrario, sus gestos eran tranquilos, y se comportaba con la seguridad de quienes se conocen a sí mismos hasta la extenuación y saben tratar a sus fantasmas por la noche; sin temor aparente, sin ataduras, actuaba con la firme suavidad de la renuncia aceptada: se movía en paz. A veces la casualidad (en mayor o menor grado de planificación) quería que tuviéramos las ventanas abiertas a la vez, y de ese modo las posibilidades de encontrarse aumentaban a la hora de cerrarlas; así, en muchas ocasiones coincidimos al sujetar los pomos y al empujar las hojas de aluminio blanco, apretando con ello el penúltimo resquicio de visión simultánea. Nos mirábamos entonces como en un combate de esgrima, tanteando con brevedad nuestra destreza por medio de las puntas de unas armas que no eran otras sino las propias de uno de esos casos sin solución: el deseo bajo tierra y la imposibilidad buscada.

No fui capaz de saludarla. No al menos en el sentido en que saludar se parece o sustituye a tocar cuando se está lejos, una llamada de atención o de reconocimiento inequívocos hacia la otra persona; ni una simple mano alzada, ni una barbilla adelantada, ni siquiera unas cejas arqueadas de forma ridícula. No hubo sonrisas ni por tanto apenas riesgo. Sabe Dios que me moría de ganas por hacerlo, pero en mi timidez o pudor no encontré empuje alguno que me permitiera manifestarme de esa forma. Fue la tercera vez que noté que era ella la que se anticipaba en las miradas cuando estuve más cerca de conseguirlo. La noche anterior, en medio de los desvelos habituales, me había prometido que la siguiente ocasión en que tal cosa ocurriera actuaría de algún modo resolutivo, pero cuando fui consciente de las consecuencias que traería mi atrevimiento me entró el pánico y en el último momento, con su cara literalmente expectante, hube de paralizar de urgencia mis movimientos, faltando así al pacto establecido conmigo mismo. Porque con ese gesto, con cualquier otro movimiento distinto a la mirada, habría alcanzado un punto de no retorno. En cierto modo, un saludo en la distancia habría sido lo más parecido a una presentación formal en otras circunstancias. Cruzada esa frontera, el asunto corría el riesgo de abandonar la intimidad de lo subjetivo para adentrarse en otra realidad todavía más incierta, plagada de convencionalismos y fórmulas de educación que sin duda dificultarían cualquier atisbo de espontaneidad honesta. Así que ese juego de miradas y ventanales, de cortinas blancas y esperas fingidas, de estímulos de la imaginación; ese juego sin instrucciones llevado por dos adultos jóvenes en las hendiduras abiertas por la desesperación continuó durante varias semanas con las emociones propias de los primeros encuentros, con altibajos pero estable, hasta que, en un arrebato de indignación contra mí mismo, decidí dar un nuevo rumbo a la situación. Resignado a no atreverme a establecer con ella un contacto medianamente formal por culpa de mi incapacidad congénita para sobreponerme a la simple mención del fracaso, se me ocurrió que lo único que podía hacer con realismo ante tal escándalo era contárselo todo desde el principio. Así es que un sábado, que era el día en que descansaba por entero de mis estudios oficiales, agarré unas hojas en blanco y un bolígrafo y me dispuse a dar forma a un relato del todo inverosímil que tal vez pudiera entregarle en algún momento improbable: la historia de cómo me enamoré de una desconocida durante unos días de confinamiento oficial, en un escenario de casas de ladrillo viejo, bajo una luz cambiante por los caprichos del cielo.

La primera frase no fue sencilla. Estuve mucho tiempo fabricando comienzos, pergeñando e inscribiendo ideas, deambulando entre el ingenio y la solemnidad. Fui ideando fórmulas más o menos concretas; intentaba resultar original, me esmeraba en colocar las palabras de la mejor manera, calculaba la longitud de la frase, cuidaba su intensidad o fuerza. Todo resultó inútil: cada intento era peor que el anterior. A la hora de comer apenas había conseguido tener dos folios repletos de tachones que acabaron convirtiéndose en dibujos de animales y flores dispersas. Me fui a comer algo desanimado, frustrado por no poder iniciar mi confesión, y cuando a la media hora regresé a mi mesa todo seguía igual, sin ningún avance en la inspiración que me permitiera presentarle un comienzo digno a la persona que se constituía como el único origen de mi narración. Hastiado, opté por alcanzar un libro y tumbarme en la cama para desviar mi atención hacia otra parte, y allí me quedé dormido. En el calor de la siesta reviví todas aquellas semanas con una crudeza descabellada, reconocí diferentes instantes que se me presentaron en desorden; podía formar con ellos distintas historias en función de su colocación, historias tan reales como posibles, todas ciertas pero al mismo tiempo ninguna verdaderamente coherente en su fondo, hasta que en un simple movimiento ajeno a mi voluntad todos se ordenaron de manera definitiva y hasta con cierta facilidad, y ahora sí los detalles se convertían en minutos y en horas que luego fueron días y semanas e incluso meses, y en ellos cabían incontables seres y personas y fantasmas y lugares, y todas esas cosas aparecían colocadas a la perfección por un ánimo extraño.

Cuando desperté tuve claro que debía optar por el más simple de los senderos, aquel que a pesar de todo me permitiría avanzar sin el sonido metálico del arrepentimiento. Aún con las palabras a medio camino, decidí comenzar diciendo la verdad, apuntando todo tal y como había estado ocurriendo, o al menos como yo lo había estado viviendo, y por fin me puse a escribir: «Si me preguntaran por qué lo hice…». Las frases se fueron sucediendo con un desenvolvimiento relativamente aceptable, y poco a poco fui contando en mi narración con destinataria particular todo aquel singular proceso. «Ni muy temprano ni muy tarde te colocabas en una silla ante aquel ordenador portátil, con un cuaderno grande de espiral y un bolígrafo a mano… Al principio de aquellos días oscuros el cielo azul lució especialmente brillante… Las noches eran muy distintas… Para aliviar la presión sobre mis ideas me levantaba y daba unos pasos hasta la ventana… Cientos y cientos de camiones, miles de camiones en fila vibrando entre pájaros sin alas… El sol volvió a brillar con fuerza… Apareciste temprano en tu balcón… La tía Mercedes… La excusa que me permitiera demorarme en mis ensoñaciones… Nos mirábamos… No hubo sonrisas ni por tanto apenas riesgo… Contártelo todo…».

De vez en cuando omitía algún pasaje redundante o matizaba una explicación inservible, temiendo que tal vez mis impresiones resultaran demasiado confusas o directamente inútiles para un propósito que ya desde el inicio se me antojaba incierto. En más de una ocasión tuve la tentación de abandonar la escritura -no tenía la menor idea sobre cómo conseguiría que ella leyera aquellas páginas-, pero sentía la necesidad de atravesar de nuevo por aquel tiempo que habría de desembocar necesariamente en otro más pronto que tarde. Me animaba pensar que quizás más adelante me atrevería a saludarla de veras y así podría después hacerle partícipe de la confesión; o acaso algún día cruzaría la calle para tocar el portero automático y dejar allí frente a la puerta de su edificio un único sobre blanco con el manuscrito dentro. Continué escribiendo ese primer día y durante algunos sábados más en un estado cercano a lo febril, avanzando instintivamente, empujado por un ansia de conocimiento de lo próximo, y mientras tanto mi vecina y yo seguíamos en el juego sin saludarnos más allá de los ojos, transitando de una acera a otra, y yo me lamentaba repudiándome con todas mis fuerzas, incapaz de hacer un gesto, «un único gesto que hubiera permitido concluir toda aquella farsa, el gesto de fuera de la historia, un saludo o tal vez algo más», escribí. Pero de pronto el fin pareció cerca: «fue cuando permitieron las primeras salidas, al principio a solas y no muy lejos, todo muy ordenado escalonadamente, y nosotros perdiendo el tiempo». Después ya fue todo más rápido, porque tras aplanar las últimas curvas de aquel recorrido amargo se consiguieron recortes en las distancias, acercamientos prudentes, el final de todo aquello avanzando hacia nosotros («yo caminando hacia tu portal con el sobre en la mano izquierda»), y al cabo un gesto, y luego las voces con aliento, el vaho en los cristales, y al fin las tardes de mayo fuera de mayo, el sol, el azul del cielo, del mar, de la vida a veces plena. 

*Imagen: Simon Blyberg (vía Pexels). 


Por Rafa Cotarelo