Poniente


A Galicia se suele llegar cuesta arriba: por eso de Galicia uno se desprende cuando sale. A pie, a caballo, en coche, en avión, en tren si se es valiente, las entradas a Galicia son tantas como circunstancias hay en la vida: jamás se adentra uno en Galicia de la misma forma. Acaso sean los montes reblandecidos por la niebla baja, los pueblos aislados en la distancia, definitivamente y cada vez más lejos; tal vez la humedad enrevesada en un esfuerzo de siglos; puede que sea el silencio, pero hay algo de místico escondido en las puertas de Galicia. Y si, una vez pasadas, dándose la vuelta, se intenta comprender por dónde se llegó, asombrará contemplar cómo el camino se nubla y el acceso se cierra de manera instantánea. Galicia acoge e integra y después seduce y atrapa, pero respeta siempre la propia voluntad.

Y es que Galicia es una tierra extraña. Lejana, apartada incluso dentro de sí misma, sus medidas juegan al engaño. Hay que tener buen ojo para calcular bien las distancias en Galicia. Durante siglos se creyó que sus costas eran el último saliente de la humanidad, el contorno final que habían de recorrer los vientos antes del océano y su posterior abismo. Poniente. La frontera occidental del mundo y el lugar donde acababa la trayectoria del Sol. Luego llegó América, o nos llegó, o a ella llegaron unos cuando ya otros habían llegado antes, y hubo muchas cosas que tuvieron que cambiar.

Pero Galicia siguió siendo Galicia, y durante siglos la lluvia permaneció cayendo sin pausa, y las olas azotando sus costas, y un viento arrollador atravesando los campos e inclinando las copas de los árboles, y aún hoy, en las ocasiones en que el mar adquiere un color gris negro y se levanta por encima del horizonte en medio de espumarajos y sonidos de terror, parece que aquella tierra continúa en verdad siendo el fin del mundo. Tal vez sea por esto por lo que en Galicia existe una particular conciencia de la vida, como si a fuerza de soltar cabos aceptando lo inevitable cuando ya todo se ha intentado los gallegos hubieran descubierto hace mucho que la resignación es a veces la única manera de tratar las tempestades. A puerto y a esperar, que ya veremos. Porque malo será que no se continúe, raro el momento en que no escampe. 

Así, a base de aguardar el buen momento los gallegos han adquirido una especial destreza en la observación y el análisis de la realidad. En callar lo que no debe decirse. Es poco lo que se habla en Galicia. Allí todo se piensa mil veces a conciencia, y más tarde otras mil, y entonces, pero sólo entonces, y únicamente en caso de haber llegado a alguna conclusión, se puede alcanzar a decir algo. En ese momento se sentencia, se ordena, se dispone. Tan firme es el juicio formado en ese proceso interminable que si alguien cayera  -bien por sentido del deber, bien por deporte o imprudencia- en la tentación de hacer cambiar de opinión a un gallego habría de prepararse del mismo modo en que lo haría si se dispusiera a tomar Constantinopla.

Galicia es a su vez el lugar de origen de conocidas personalidades. De María Pita, que defendió Coruña y cuya hazaña todavía hoy se recuerda; de Rosalía de Castro, de Emilia Pardo Bazán, de Valle-Inclán, de Castelao; de Eduardo Dato y de Canalejas, presidentes del Consejo asesinados; de Casares Quiroga (de nuevo presidente) y de su hija María, María Casares, actriz y gran amante de Camus, existen cartas y fotografías que lo atestiguan. Y claro, de Amancio Ortega y de Rajoy (presidente), de Luz Casal y de Iván Ferreiro, por supuesto también de Los Limones. Es conocido, además, que sus gentes están por todas partes, y que no hay un lugar en el mundo que no cuente con la significativa presencia de un gallego con orgullo de serlo. Una de las abuelas de Gabriel García Márquez, por cierto, tenía ascendencia gallega.

En Galicia nacieron Mari Carmen, Carmen, Carmela. Lola. Manuel. Manolo. José. José Manuel. Hay nombres propios tan comunes que se hunden en la historia de lo íntimo y permanecen, a los que no se renuncia en la memoria. Nombres con cuerpos fuertes y caras enrojecidas, de pantorrillas firmes y manos ásperas. De ojos acuosos y miradas distantes. De carácter. Galicia es, también -no ha de olvidarse-, la tierra de otro Quiroga, Evelio este último, marinero y coleccionista de relojes, hombre bueno, el cual conoció el amor la mañana del día de la Asunción al salir de una cafetería que aún hay abierta.

Unamuno escribió aquello de que los vascos, por ser vascos, son dos veces españoles. Porque soy español, soy también gallego y, por ello, nuevamente español. Y quien se define como gallego permanece íntimamente ligado a España, y no puede existir España sin ese espacio misterioso y antiguo, sin ese tesoro al que llamamos Galicia. Como español, encuentro en Galicia mi casa; como ciudadano del mundo, veo en Galicia un lugar universal.

En Galicia se da una crónica y sorprendente escasez de hielo. Uno puede sentarse en un restaurante o en un bar y pedir un refresco un día de verano. Quien venga de fuera esperará, como ocurre habitualmente, que le sirvan la lata o la botella de refresco junto a un vaso y, puesto que es verano y hace calor -y en Galicia puede hacer mucho calor-, que el vaso contenga hielos. Son ingenuos estos turistas. En efecto, si todo va normal, el refresco llegará en compañía de un vaso, pero el vaso estará vacío. El veraneante, que desde hace una hora sólo piensa en descansar después de un durísimo día de playa y de un año agotador, y sueña con su refresco mientras se seca el sudor de la frente, pensará entonces que al menos la lata o la botella habrán llegado recientemente de alguno de los polos. Con un gesto instintivo pretenderá corroborar su pensamiento y agarrará la lata o la botella con la mano entera, dispuesto a dar el primer sorbo cuanto antes. Pero en el mismo instante en que su piel roce la superficie del recipiente descubrirá que sólo una sopa castellana un veinte de diciembre retiene más calor que su refresco. Estupefacto, lo lógico es que en ese momento pida con educación un poco de hielo, por favor. Una mueca de absoluta incredulidad surcará el rostro de quien le atienda, porque resulta obvio que el refresco está a la temperatura perfecta y lo demás es vicio. Pero como quien paga acostumbra a mandar, se lleva el vaso y luego lo devuelve ¡con el más preciado, puro y verdaderamente único cubito de hielo de toda la región! Uno solo. En Galicia los hielos hay que pedirlos en plural. No se ofenda nadie.

Como cada lugar, Galicia tiene sus palabras, sus expresiones, sus conceptos (ahí la p no se pronuncia). Merece todos los halagos quien, después de haber recibido el dudoso título de riquiño o riquiña, mantenga la confianza en sus posibilidades a la hora de ligar, aunque bien se le pueda llamar  parvo, o parva, en ese caso. Conste que es posible lo contrario. Es una trapallada lo que no vale, la chapuza, lo dejado; lo contrario de desenvolverse con xeito, digamos. La playa es inexcusable, aunque sea con jersey y zapatillas. Y el agua del mar, helada, está buena y mejor que nunca casi siempre. Se come bien en Galicia. Y mucho. También se bebe. Y mucho. En verano, como en todas partes, las festas y las repichocas se suceden y se preparan al detalle, se disfrutan; en Navidad, las luces de Vigo deslumbran Nueva York. En Galicia el pasado es siempre pasado, firme, rotundo, a veces imperfecto, pero nunca otra cosa. Sin ambigüedad. Se entiende de ese modo que la morriña se incruste en el corazón, que en términos antiguos es mucho más que el refugio del sentimiento o del amor, también de la saudade.

Por Galicia discurre el tramo final del Camino de Santiago, que nunca es tampoco el mismo. En Compostela, de igual modo que en todas las ciudades gallegas, la piedra se confunde con el musgo y el agua, y la cal de las paredes resiste a duras penas la furia de los años. Tremenda es la dureza de los muros de Galicia. Con piedras y trabajo se levantó la catedral más hermosa del mundo, la que tantas esperanzas ha visto cumplirse o desaparecer, tantas lágrimas de pena y de alegría, tantos abrazos en silencio; la que ha contemplado los amores humanos y el que llega de Dios, infatigable; la del Pórtico, la de la gloria, la que alberga la tumba de Santiago, que un día respetó el más temido de los generales del islam después de haber quebrado la ciudad entera. Pesa Santiago, y truena en la conciencia.

Galicia es el roble, cuyo nombre en gallego es la belleza misma hecha sonido; los bosques, sus montañas y sus campos, sus acantilados. Las rutas ocultas y las que recorremos todos. Los atardeceres al borde del mar y de la noche. Y la noche. Sus leyendas, el temor a las meigas y la Santa Compaña. Pero también y sobre todo su luz y su ternura, la imponente lentitud de su vejez. Porque en Galicia casi todo depende. Del enfoque, del color, de la bondad. 

Por Rafa Cotarelo