Ahora que tengo su atención les diré que lo que vengo a
proponer no es ni nuevo, ni ha de generar en ustedes toda esa reciprocidad que
les pido, pero hagan el favor, intenten tratar el tema como si de algo inesperado
se tratara, como si una cosa así jamás se les hubiera pasado por la cabeza.
Quizás así, y sólo así, consigamos llegar al fondo del asunto.
Ahora algunos datos:
El primer cyborg, entendiendo cyborg por conexión directa
cuerpo-ordenador, llegó en 1998. El año en que yo nací… Quizás yo sea uno de
ellos. O bueno... quizás no. Ya que este cyborg, un profesor de cibernética en la
Universidad de Reading, se limitó a implantarse una cápsula de cristal con un
chip RFID en el brazo. Kevin Warnick consiguió entonces monitorizar sus
movimientos y hacer de su laboratorio un asistente personalizado que le abría
las puertas y le encendía las luces. Recuerden, mil novecientos noventa y ocho.
No contento con este Cyborg 1.0, en 2002, ayudado del doctor Peter Kyberd, materializó
su Cyborg 2.0. Se implantó un set de 100 electrodos conectados a los nervios
del brazo lo que le permitió controlar y sentir un brazo artificial que se
encontraba al otro lado del Atlántico, en Inglaterra. En un alarde de
genialidad, locura o egoísmo, le propuso a su mujer implantarse un sistema
similar que les permitió percibir los movimientos del brazo ajeno. Por si se lo
preguntaban, no. Todavía no ha conectado dos cerebros, pero ese parece ser su
objetivo principal a largo plazo.
Como este hay muchos otros casos interesantes de los que puede
hayan oído hablar. El Eyeborg del director de cine tuerto Rob Spence, que le
permite grabar desde una perspectiva bastante singular, es un caso menor
comparado con la antena sinestésica de Harbisson, quién es capaz de escuchar colores.
Él, es el primer cyborg reconocido legalmente y es cofundador de la Fundación
Cyborg, una entidad creada para ayudar a los humanos a extender los sentidos,
que no para recuperarlos… Abanderan también la defensa de los derechos del
cyborg y su incorporación en lo social y lo artístico.
En el otro lado del cruce de caminos tenemos la creación de
máquinas con componentes biológicos. La inteligencia artificial de ordenadores,
la creación de vida artificial (por ahora una bacteria, pero quién sabe a donde
llegaremos en unas décadas) Todo ello en auge creciente y con un claro destino:
cambiar de era, transformar las limitaciones físicas, pasar la barrera de lo
material y dar al ser humano un nuevo nombre. A partir de este momento los
seres humanos pasaremos a evolucionar de generación en generación en vez de
milenio en milenio. La lenta parsimonia de la naturaleza será abandonada para
dar paso a la viva creatividad del ser humano, a la creación de uno mismo. La
misma creación que un día fue del azar, que fue de Dios, pasará a estar en manos
del individuo. ¿Les suena un libro titulado Homo Deus? Como les venía diciendo,
no se trata de algo nuevo. Todos deberíamos ser conscientes de esta realidad
pujante por diseminarse en nuestra sociedad.
El miedo excesivo o el optimismo excesivo. Estoy casi seguro
de que si no uno, los dos sentimientos han surgido en esa reflexión que les
pedía al principio del artículo. Pero ¿cómo afrontar esta abrumadora idea del ser
humano abandonando al ser humano, de la vida dejando de ser vida para
convertirse en esa otra cosa a la que no me atrevo a dar nombre?
Recuerdo perfectamente la primera vez que fui consciente de
esta realidad. Fue en uno de los programas de Iñaki Gabilondo, “Cuando ya no
esté”, que desde aquí recomiendo a todo aquel que desee lanzar la vista al
futuro para ver lo que nos espera. Recuerdo que esa noche dormí mal, que al día
siguiente, de camino a la universidad, no podía pensar en otra cosa y que
durante esa semana un terror existencial me desestabilizaba y no me permitía
razonar con claridad. El tiempo todo lo cura y aquí estoy, escribiendo sobre ello
con la intención de darle un par de vueltas de tuerca.
Puestos en contexto, avancemos un poquito más. (No
desesperen. Ya queda poco. Mantengan la reflexión dedicada y despierta. Al
final hay una pregunta que habrán de responderse a sí mismos)
Vale, la realidad ya la tenemos. Si me lo permiten, los problemas
éticos, que son innumerables y aparecen en cada recodo, en cada tornillo y en
cada cable, me los voy a saltar. No me malinterpreten. La bioética debe ser la
punta de lanza de este avance tecnológico. Su desarrollo en los próximos años
debe tratar de seguir y controlar los veloces pasos de la técnica. Pero este
tema da para otro artículo igual o más largo que este. Tampoco pretendo ahondar
en la relevancia social y política que implica tener seres humanos de distinta
clase, ya no dependiendo de su raza o su sexo, sino de sus gadgets. Que, por
cierto, se comprarán con dinero. Uno más uno, son dos y el que sepa sumar
entenderá la complejidad del asunto. Pero yo he venido a hablar aquí de arte,
de amor, de sentimientos… Es decir, de la vida; al menos tal y como hoy la
conocemos.
Ese fue el mayor shock, el comprender que nuestras verdades
penden de un hilo. Que toda la cultura acumulada y cuidadosamente hilada en cada
una de las personas que conviven en este planeta podría tener los días
contados. Quizás sea exagerar, pero esa fue mi sensación en ese momento y,
aunque me pese, aún la llevo conmigo.
Para entender lo que sucede a nuestro alrededor siempre es
útil recurrir a los clásicos, y que hay más clásico que el Mito de la Caverna. Tras
surgir de su oscuridad y observar la luz, después de quedar deslumbrados,
observamos el mundo. Sucede que ahora podemos trascender ese mundo. Tomar la
realidad bañada por la luz, sus verdades, y deformarlas. Es pues, que lo
relevante de este abismal cambio no reside en el propio cambio, en tener una
antena para escuchar colores, sino en su implicación filosófica, en la
aceptación de la existencia de esa antena, en comprender sus implicaciones. Se
trata de un moverse, de una toma de perspectiva transgresora.
De ese movimiento, ese trasladarse a otro lugar conceptual,
surgen el miedo y el optimismo. Tras mucho pensar durante varios años, mis
conclusiones no son más que ideas dispersas. El aferrarse al amor, el tratar de
avanzar con cautela. El reivindicar la tradición, aunque sea como forma, como
rito y no como creencia. Pero, también, el de tomar esto que se nos ofrece en primicia
y buscarle los posibles caminos, y caminarlos con la valentía que el temor
infunde.
Sea mi pregunta, entonces, esta interpelación atrevida: ¿cuál
ha de ser el camino que nos mantenga ligados a la tierra, que nos permita no
olvidar nuestra condición frágil y mortal? En definitiva, ¿cómo se puede garantizar
la humildad de un Dios?


Por Juan Cabrera