Desde el principio de los tiempos se ha luchado todo lo
posible por mejorar cada vez más y más la vida que a cada uno se le ha
concedido (a excepción de esas horripilantes guerras, en las que se busca la
aniquilación) hasta el punto de esperar que esta se convierta en una realidad
excelente y sin fisuras. Es de suponer que este deseo nace de un corazón humano
eternamente inquieto e insatisfecho con lo que vive y logra, y a pesar de estar
cerca de una perfección casi utópica, nunca está conforme con lo que hace. Y si
acaso lo está, en una gran mayoría de las ocasiones queda un pensamiento incómodo de cierto inconformismo.
Todo ello ha educado al
hombre en un insaciable proyecto de perfección constante del que él mismo es
incapaz de dimitir a pesar de ser su propio creador. Este, además, se ve reflejado en absolutamente
todos los aspectos de su vida: desde la elección más banal de todas hasta el
haber logrado mandar cohetes con humanos en su interior a la Luna. Como es de
esperar, estas ambiciones de mejora constante han afectado a todas las esferas que
se puedan llegar a imaginar; desde el mundo deportivo, el estético o la
política hasta incluso el campo sanitario ha visto cómo cada vez los deseos de
superarse del hombre crecen de forma exponencial.
Esta actitud de constante
evolución y cambio es la que le ha permitido al hombre evolucionar como especie
y no estancarse en el transcurso de su vida. Por tomar un ejemplo, podemos
pensar en los avances científicos. Gracias al descubrimiento de un ridículo
hongo como es la penicilina se pudieron curar enfermedades que hasta ese momento
firmaban la sentencia de muerte de aquel que corría la mala suerte de
contraerlas. El descubrimiento de las vacunas, la importancia de la antisepsia
o las investigaciones sobre el funcionamiento eléctrico de las neuronas de Santiago
Ramón y Cajal han forjado en nosotros un espíritu investigador que aspira a
descubrir al hombre y a todo lo que le rodea de una forma cada vez más y más
nítida.
Con respecto a este
último, ¿acaso podemos afirmar que la “personalidad” del mundo de los médicos
puede tener raíces en ese anhelo implícito de perfección?
Si nos remontamos a
épocas pasadas, las personas al cuidado de la salud han sido en cierto modo
veneradas por otras que resultaban ajenas a todo aquello: desde los druidas
prehistóricos en busca de brebajes milagrosos hasta los actualizadísimos clínicos
que pueblan hoy nuestros hospitales, pasando por las brujas medievales y
sus remedios esotéricos, los cirujanos barberos o incluso los alquimistas.
Todos ellos quizá guardan poco parecido en cuanto a su propia praxis. Sin
embargo, todos se encuentran bajo ese denominador común de culto a la salud de
las personas y es justo en ese anhelo del eterno bienestar donde la delgada
línea entre la decisión de preservar la supervivencia de las personas ante una
patología y la creencia de tener el poder sobre la vida de estas se vuelve
difusa.
No es extraño que en la
mente de un profesional sanitario nunca desaparezca esa pregunta de: “¿acaso he
hecho todo lo que podría haber hecho?”. Y es justo por eso: somos incapaces de
ver esa delgada línea que separa las posibilidades físicas con las que todo ser
humano está condenado a cargar de ese delirio de grandeza al pensar que podemos
cargarnos a los hombros todo aquello que se nos presenta.
Uno incluso podría
preguntarse si realmente este deseo de superarse nace de un sano anhelo de
mejorar como clínicos (y como personas), o simplemente se trata de uno de los
frutos del infinito orgullo que configura el corazón de los humanos.
Tampoco es extraño pensar que este pequeño complejo de dioses se ha labrado precisamente por la
propia condición que supone ser un médico: tener en la palma de las manos la
vida de una persona que se presenta débil, vulnerable y, en numerosas ocasiones,
enferma. Es algo similar a pensar que tenemos en bandeja la historia de alguien
que acude a nosotros en busca de ayuda y que, justamente gracias a eso, su vida
quizás mejore o directamente se salve de la temida muerte. Es probable que debido
a todos esos años de estudio y por todos los conocimientos adquiridos que la
mente de un médico puede llegar a controlar, justamente sea ahí donde germina ese
tóxico afán de magnificencia. Ese falso poder que se cree tener sobre otros es
el que justamente puede llegar a alejar a los pacientes de su galeno.
Por otro lado, esa
soberbia descrita es la que en ocasiones tilda a los sanitarios de arrogantes y
prepotentes y que al mismo tiempo los pinta como inalcanzables a ojos de los
pacientes que acuden a sus consultas. El deber de cualquier profesional de la
salud, lejos de sembrar ese sentimiento de inferioridad y rechazo por parte del
resto, es reconocer que no existen enfermedades sino enfermos y que, por
tanto, se debe tratar con sumo cuidado, calidez y respeto todas las debilidades
que se presentan frente a uno por nimias que sean, ya que no sabemos las
batallas que puede estar librando esa persona que tenemos delante.
Porque justamente eso es
lo que haría un buen dios.