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El Palacio de la Reina de la Noche, por Karl Friedrich Schinkel, para una producción de La Flauta Mágica (1816). |
Y me gusta por la noche escuchar a las estrellas.
Son como
quinientos millones de cascabeles.
El
Principito, Antoine de Saint-Exupéry
En una mesa de piedra se partían, no
hace tanto, los piñones descubiertos entre las hojas caídas de los pinos. La
mano de un niño, con su fuerza de hormiga, cayendo con cuidado de no aplastarse
un dedo por descuido. Un
pedrusco pulido por la naturaleza y luego un golpe contra la rugosidad
rasposa del granito. Así eran entonces
los veranos. Las bicicletas, el sol en su carrera, la nuca empapada en agua y
en sudor, el escozor y el polvo después de horas de combates aéreos o tomando
fortalezas a caballo. Después, la noche. Y con ella, en el temor vacío, el
ruido de los coches barriendo, a lo lejos, el silencio. Cómo cambia la noche según
la perspectiva.
La de hoy es la última del año. El
suelo helado parece al contacto hecho de roca, como si la hierba al raso no
fuera sino piel dormida, una piel aguda sin ecos de humedad. No como la arena
templada frente al mar en las tardes abiertas de mediados de agosto, cuando el
salitre pegado al cuerpo puede alcanzarse con la punta de la lengua. Entonces
todo parece blando y huele a recién hecho. Pero esta noche, en mitad del campo
en cuyo recuerdo no figura la luna, las cosas tienen un tono de tierra afilada. Has salido a tomar un poco el aire. No hace frío, no demasiado, a pesar de la chimenea encendida dentro de la casa. De allí llegan las voces, los gritos, el
sobrevuelo animado de la música. Afuera, en cambio, el silencio recupera la
calma.
Caminando despacio, al paso, con las
manos en los bolsillos y el mentón elevado, una sensación de dulzura alcanza la
respiración. Lentamente, los ojos empiezan a distinguir las formas; un metro,
dos, tres, cuatro, el espacio se va abriendo en la oscuridad y comienza a florecer
la visión de un jardín que jamás se muestra durante el día. Tal vez sea este su
reverso escondido, la otra parte de una realidad llena de árboles, de setos, caminos
y vallas: toda una civilización creada a partir de un impulso cariñoso. Y, sin embargo, pareciera esta vez que esos mismos pinos y abetos,
los chopos, el sauce, el jazmín contrahecho enredado en un pilar fueran quienes
sembraran con su rumor una nueva existencia. Durante un rato, estas criaturas
ofrecen la oportunidad de revivir la esperanza en un acto de lealtad descorazonador.
Son ellas la compañía que marca los pasos ahora; su aliento, el que se imprime
con fuerza.
A la mesa de piedra, hasta aquella
misma mesa de piedra de detrás de la casa te han guiado unas voces ocultas bajo
el perfil de la noche. Basta con tumbarse en ella para ver de frente la
inmensidad de un cielo inundado de estrellas. Estudiado desde el principio,
pintado, fotografiado, continuamente admirado, el firmamento es tal vez la
narración más sugerente de todo cuanto existe. Y en el misterio del tiempo,
acaso una vía para el reencuentro. Sin prisa, las voces se acercan. Un susurro,
y luego muchos más. Poco a poco el ámbito de la mesa se va llenando de colores
y de siluetas en un difuminado conjunto de figuras. El poder de la imaginación,
un sueño, o quién sabe. Las palabras y las imágenes se confunden en el sonido
que llega de una ausencia temprana. No es más que un momento. Tan solo un momento.
Un breve instante. Los griegos lo llamaban kairós, el tiempo en que
sucede lo oportuno, distinto al cronos, el tiempo lineal, mensurable. ‘Se ha cumplido el tiempo’, dice Marcos al principio, y escribe kairós, en griego. Para él, como para muchos a lo largo de la historia, el tiempo
de Dios. Durante su lapso, cabe todo. Los largos veranos merendando piñones, el
deambular entrecortado de unos pasos, las puestas de sol delante de la última
costa, las trabajadas rosas, criadas por el nervio de una mente de orfebre, el
olor de una ofrenda de jazmines depositados en las manos de una Virgen azul.
Las preguntas que las voces responden y las que no encuentran respuesta, no todavía. La alegría, la risa, su risa y, ya al final, una mirada, la
felicidad, el amor.
Un momento. Solo uno. Después, puede
que por una distracción, a lo mejor simplemente porque así ha de ser, la
minúscula fisura abierta en la creación se cierra, las voces callan y la noche renueva su quietud. Bajo un cielo de estrellas. Así permaneces durante unos
minutos, pensando en soledad en los millones de naves que tantalean su rumbo,
su propia guía, y recuerdas, pausado, una pieza de música concreta. Después, con el
asombro de contemplar la infinitud de tantas y tantas vidas, de tantas
posibilidades prendidas, te levantas y, en marcha de nuevo, regresas a la
fiesta que dejaste.
Por Rafa Cotarelo