Timidez aprendida


La timidez. ¿Qué significa exactamente esta palabra? La gran mayoría de las personas dirían saber su significado. Sin embargo, al detenerse a meditar sobre él, es fácil darse cuenta de que su sentido es más amplio de lo que esperamos. La RAE la describe como la cualidad del temeroso, del medroso, del que se encoge y está corto de ánimo. Simplificándolo, se podría decir que la timidez es una clase de temor, un tipo de miedo, al fin y al cabo. Creemos que el miedo solo lo provocan las arañas y las películas de asesinos, pero existe uno que nos puede paralizar, en ocasiones, tanto como cualquier otro. A este miedo lo llamamos timidez. Hay ciertas personas que no son capaces siquiera de preguntar una dirección a un extraño. Para aquellos que no la conocen en su máximo esplendor, la timidez es una minucia, mientras que, para el primer tipo de personas, este sentimiento irracional es lo que dirige su vida.

Pero, ¿qué hay del origen de la timidez? Por un lado, se puede afirmar que es algo innato, que somos, por tanto, tímidos por naturaleza. Pero también existe la posición contraria, que dice que es únicamente la cultura la que crea este miedo social. No obstante, estas dos perspectivas son muy cerradas, siendo realmente la relación entre ambas lo que explica la aparición de la timidez.

Es cierto que este puede ser también un rasgo de la personalidad de cada uno, que nada tiene que ver con el lugar donde nacemos. Ciertas personas prefieren guardarse lo que piensan, no porque no se valoren sino porque no sienten la necesidad de demostrar nada a nadie y les cuesta desenvolverse en situaciones nuevas con gente desconocida. Este tipo de timidez tiene más que ver con lo que viene desde el nacimiento que con la autoestima derivada de la vida en sociedad, pero a su vez habrá factores de su entorno que favorezcan o disminuyan dicha timidez innata. En cuanto a la perspectiva que contempla una timidez aprendida, a menudo podemos darnos cuenta de que asociamos un cierto patrón de conducta a un cierto espacio cultural. Sin embargo, es común que estas asunciones no sean aplicables a la totalidad de una sociedad. Nos sorprende que nuestro compañero de trabajo, sevillano, no sea tan gracioso y abierto como esperaríamos, mientras que la azafata sueca, que nos indicó donde estaban los lavabos en el aeropuerto, resultó tener un sorprendente sentido del humor. Nos damos cuenta, de esta forma, de que no es solo el tipo de cultura en el que hemos vivido lo que condiciona nuestra facilidad para abrirnos o ser una persona más reservada.

No obstante, me gustaría, en este caso, ver hasta qué punto influye la cultura en el desarrollo de la timidez. En primer lugar, cabe analizar la actualidad occidental. Vivimos en un lugar donde las expectativas se nos ponen muy altas. Tenemos cánones de belleza, de éxito laboral y hasta de capacidad adquisitiva que nos atan. La cultura del consumo, imperante en nuestra sociedad, ha creado estas formas de relación que implican la necesidad de conseguir unas metas impuestas desde fuera para ser felices. No obstante, la mayoría de las veces, una vez alcanzadas estas metas, no encontramos el bienestar. Esto es, en parte, a causa de que nuestra capacidad colaborativa, imprescindible para una convivencia sana, se ha reducido a su mínima expresión. Esta competición constante es muy nociva, pues nos vemos presionados a ser más listos, altos y guapos que la persona que tenemos al lado, degradando inconscientemente a quien no se somete a las normas sociales. La timidez aflora en un lugar así, donde, de no cumplir con los cánones, eres juzgado sin piedad alguna.

Estamos criando generaciones de personas cuyas necesidades primarias están cubiertas pero que no son capaces de sentirse felices porque no se sienten bien consigo mismas. Es muy difícil que alguien condenado a cumplir con unas expectativas tan concretas esté a gusto mostrándose ante los demás de una forma sincera. De esta manera, se puede explicar la timidez en el seno de una sociedad tan supuestamente avanzada como la nuestra.

Si acudimos a otros lugares del mundo también afectados por los males del capitalismo ultracompetitivo, encontramos a Corea del Sur. Este país tiene la mayor tasa de operaciones estéticas per cápita, fruto de un canon de belleza muy específico que ve el ideal en Occidente. Las mujeres son las que más sufren esta presión y, por tanto, las que más deciden modelar su cuerpo a su gusto. O, mejor dicho, al gusto de todo el mundo, pues prácticamente todos los pacientes piden lo mismo. Es especialmente alarmante el hecho de que si la mujer desempeña un trabajo de cara al público se tenga que someter a requisitos de belleza. Las empresas no explicitan este tipo de demandas en sus trabajadoras, pero en la práctica se utilizan constantemente. Esta especie de moda de la cirugía estética se está expandiendo por otros países como China, donde cada vez existen más empresas que ofrecen estos servicios, inculcando implícitamente dichos ideales de belleza que ofertan a sus clientes. Desde hace un tiempo ha surgido en Corea del Sur un movimiento que trata de luchar contra esta presión hacia las mujeres. Se llama “Escapa del corsé” y trata de liberar a las mujeres de una situación que, igual que el corsé, las somete a un modelo estándar muy estrecho.

Una vez analizadas unas pocas situaciones de este tipo, nos damos cuenta de que hay algo que estamos haciendo mal. No podemos resignarnos a la aceptación de las imposiciones. Hay que luchar para que nuestras sociedades sean cada día más sanas, sobre todo en el ámbito de la valoración personal. La timidez, aunque fruto de numerosos factores, es muchas veces el efecto secundario de una sociedad que juzga a todos sus ciudadanos. Hay que reivindicar la calidad de vida y la autoestima como síntomas del bienestar de un país, dejando de lado ese PIB del que muchos países presumen, pero que a menudo dice tan poco.


Por Jaime Cabrera González