La (no tan) trágica realidad de ser un plato roto

Hace tiempo descubrí un artículo en Facebook que despertó en mí un sentimiento desgarrador al mismo tiempo que me ha animado a escribir sobre ello. En él se describía una técnica japonesa del siglo XV que consistía en la reparación de vajillas rotas con una resina conocida como “Urushi”. Lo que más me sorprendió de esta restauración fue el que no solo se buscara devolver a las piezas en cuestión su apariencia anterior a la fractura, sino que además se decoraban las marcas por las que se había roto con polvo dorado.

Aunque desde fuera puede asemejarse a otra moda insulsa de esas que pueblan todas las revistas de decoración de interiores, dista mucho de serlo. Al Kintsugi se le ha atribuido un trasfondo que no deja indiferente a nadie: esta profundidad tiene su duende en considerar a las personas como esos platos rotos, porque a fin de cuentas, todos nos hemos visto alguna vez así en ciertos momentos de la vida. Porque es justo herida a herida, fractura a fractura (aunque sea nimia), como podemos acabar como aquellas vasijas y no es algo que guste el verse a uno mismo como un amasijo de piezas inconexas y caóticas de cerámica. Más que disgustar, se trata de un asunto incluso de vergüenza porque nuestras heridas sean visibles; por mostrarnos débiles y desarropados  a la intemperie de una realidad fría que no entiende de seres frágiles. 

Esta eterna paradoja del ser humano tiene su origen en un hastío por lo que “no es fuerte”, “lo que no mueve masas”, “lo que no agrada siempre” o “lo que no divierte”. No nos gustan los platos rotos porque es difícil llegar a comprender su realidad y eso, agota. Además, no solo resulta difícil esto, sino el simple hecho de que tienen el poder de remover algo dentro de nosotros que de una forma quizá inevitable nos conecta con sus fracturas, y es eso lo que nos irrita. Aburre y es objeto de una desagradable pereza el que en algún momento de nuestra vida podamos vernos reflejados en ese plato roto que tanto objeto de rechazo ha sido y será.

Hemos creado un mundo hostil a un sufrimiento que ni siquiera nosotros podemos tolerar ni controlar. Es decir, por un lado el sufrimiento ante la vida es al mismo tiempo tan inevitable de vivir como incómodo de reconocer que se vive. Porque algo en lo que toda la humanidad coincide es en que nadie ha decidido que el dolor (de la índole que sea) venga a nuestras vidas para quedarse: desde la muerte de un ser querido hasta aquellas pequeñas tonterías que le pueden amargar a uno la mañana. 

Sin ir más lejos, se podría simplificar todo con un ejemplo más o menos cercano: es por este rechazo a lo vulnerable del hombre por lo que desagradan tanto los complejos humanos, tanto al que los sufre como al propio observador de una persona acomplejada. Los complejos, son otra de las razones por las que puede llegar a destruirse un plato o para ser más exactos, pueden ser incluso una fractura en sí mismos.  Porque acaban con él: le dan una extraña sensación de que su identidad de plato se esfuma por momentos y le frustran con saborear cuán imposible es para esa simple y humilde vajilla de cerámica convertirse en parte de una cubertería de plata, aunque esta pieza de arcilla pueda albergar cualquier líquido, cualquier situación. Aunque pueda convertirse en partícipe de alegres encuentros entre amigos o simplemente decorar un salón: ella siempre se verá como una montaña de trozos sueltos de arcilla o al menos eso sucederá mientras ignore su auténtico valor.

En el momento en el que ese recipiente deja de verse como una lista de cualidades que le faltan para convertirse en un plato de lujo y comienza a alegrarse por existir y por facilitarle la existencia al resto de platos que conviven con ella, esa eterna (y absurda) frustración desaparece. De no desaparecer, corre el riesgo de sufrir fracturas irreparables que quizá nunca le permitan ser el plato que es. Aunque en verdad, ¿realmente existen las fracturas irreparables? o extrapolado a nuestra vida cotidiana, ¿acaso existen heridas que no se puedan curar nunca?

A raíz de esta útlima reflexión, no se ha de olvidar el importante papel de esa resina mezclada con polvo dorado de la que habla el arte del Kintsugi, que es a fin de cuentas la que consigue verdaderamente la restauración de las piezas destrozadas. Esa resina hace el mismo efecto que un mejunje “Art Attack” de amor y tiempo a partes iguales: restaurar los platos rotos. Los va uniendo poco a poco, con paciencia, con altibajos y con diferentes intensidades: todo ello mientras el plato va cobrando un nuevo aspecto y por ende, una nueva vida. Pero antes de que todo este proceso comience, lo primero y quizá más importante es el que exista el deseo de añadir la resina a nuestros trozos rotos de vajilla. 

A través de este proceso, el Kintsugi es capaz de hacernos creer que por mucho que nos humille reconocernos tan heridos, es justo eso lo que nos da la posibilidad de mejorar como especie. Porque es ahí, en lo más íntimo de la debilidad humana, el lugar en el que del que afloran los deseos más profundos que tiene el corazón del hombre, que no son otros que ser feliz en la vida que le ha tocado. 

Y probablemente uno se pregunte, ¿cómo podría ser esto posible si todos los platos de este mundo estamos llenos de heridas?, ¿cómo puede acaso un plato roto encargarse de reparar a otro plato roto? Lo cierto es que todas estas cuestiones no son en absoluto absurdas; no podemos reparar (o ayudar a ello) a ningún plato rato sin antes nosotros estar bien. Si bien esta resina curativa se basa en el amor y el tiempo, se trata de algo casi impensable el dar aquello que ni siquiera uno mismo tiene para sí. Es por ello por lo que un plato reparado es un plato reparador: aquellos platos que se han tratado con la resina son mucho más fuertes que el resto, y por esto mismo son capaces de hacer que otros sigan su misma suerte. El Kintsugi a fin de cuentas convierte una vasija frágil y rota en un recipiente casi a prueba de golpes.

Por esa misma razón, este arte se olvida de ese absurdo anhelo del plato de cerámica de convertirse en algo más lujoso. Se olvida porque desde el primer momento observa al plato como una potencial obra de arte. Desde antes de reconstruirlo, sabe que esos trozos dispersos de arcilla pueden convertirse en un plato de lo más fino: porque no hay nada que pueda arrebatarle la posibilidad de convertirse en un recipiente no solo más resistente, sino mil veces más atractivo que antes de romperse.

Es por todo resto que reconozco abiertamente que el verme como un plato roto lleno de cicatrices doradas que aunque sean bellas, no dejan de ser heridas de guerra, me ha hecho amar la existencia del Kintsugi.

Porque si después de la resina todo mejora, quizás no es tan mala idea que el resto te vea como un plato roto.


Por Clara Luján Gómez

Página web en la que se puede encontrar información sobre el Kintsugi: https://www.elartedelkintsugi.com/kintsugi-que-es-origen-y-como-se-hace/