La culpa la tiene Disney

Pues sí, siento decirlo. Disney tiene la culpa de nuestras altas expectativas en muchos aspectos, pero sobre todo en cuanto al amor. ¿Qué niña no se ha enamorado de ese príncipe azul que removía cielo y tierra para encontrar a la poseedora de aquel cristalino zapato, a su alma gemela? Porque era el amor de su vida, aunque la hubiese conocido dos días antes. ¿Quién no hubiese querido un hada madrina que siempre aparecía cuando más la necesitabas y te sacaba de todos los apuros? Con siete años todas pensábamos que la vida era coser y cantar (sobre todo cantar) y que viviríamos en palacios lujosos, rodeadas de animalillos cantarines y daríamos paseos por el bosque día sí y día también. Que en algún momento nos cruzaríamos por la calle con un apuesto hombre, alto, de ojos verdes, con abundante melena; que nuestras miradas se entrelazarían y sonaría un violín de fondo. Y que desde aquel momento ese hombre sería atento, detallista, romántico, bebería los vientos por ti y te llevaría de la mano a un mundo ideal. 

Pero resulta que creces y te das cuenta de que todo lo que has visto en tus adoradas películas era mentira. Que encontrarse ratones en casa no es, ni de lejos, una experiencia tierna ni saben de costura; que las ratas, cuanto más lejos de la cocina mejor; que a pesar de gritar treguna, mecoides, trecorum satis dee sigo sin aparcar el coche a la primera; que no existe pájaro alguno que te haga la colada; y que si pierdo un zapato por la calle no va a venir ningún estupendo caballero a devolvérmelo. Desde luego, por mucho que diga hokiti pokiti mokiti mer va a seguir sin caberme bien la ropa en el armario y aunque frote todas las lámparas de mi casa dudo mucho que me toque la primitiva. Ni tengo una casa de ensueño, ni un novio apuesto que monta a caballo, ni mi perra me recoge el periódico por las mañanas.

No te lo perdonaré jamás, Walt Disney, jamás.

A menudo nos creamos expectativas con respecto al amor, a las amistades, a la vida, que nunca llegan y nos genera frustración. ¿Por qué solo me cruzo con tíos idiotas? ¿Por qué mis amigos son un desastre? ¿Por qué no puedo vivir en un ático enfrente del Retiro? ¿Por qué, por qué, por qué? Pues os diré por qué: porque la vida perfecta no existe.

Como decía Aladdín, debemos dejar de pretender ser algo que no somos. Aprender a ser felices con nosotros mismos, pero sobre todo con nuestras circunstancias. No voy a mentiros, muchas veces resulta harto complicado porque la vida no te lo pone fácil. Pero mi amiga Dory me recordaba que ante las derrotas hay que seguir nadando y a Dumbo le dijeron que aquellas cosas que te hicieron estar abajo son las que te llevarán hacia arriba. Todas esas frustraciones deberíamos desterrarlas y tomar ejemplo de la niñera que todos quisimos tener, que amaba lo que hacía y hacía lo que amaba.

Por cierto, hablando de amar...Quizá también debamos dejar de buscar al hombre perfecto, nuestra media langosta (Phoebe dixit). Porque en realidad no necesitamos a alguien que nos complete, necesitamos (bien lo sabía Rapunzel) alguien que nos acepte completamente. Y es muy posible que de estas experiencias hayamos salido escaldadas y no queramos volver a intentarlo. Porque sí, el pasado puede doler, pero tal y como lo ve Rafiki, podemos huir de él o aprender. Y porque quizá no exista el hombre ideal, pero siempre habrá personas a las que mires y sientas que estás en casa, personas por las que valga la pena derretirse.

Los años pasan, la vida pasa...A veces pienso como Woody y sé que no puedo impedir crecer, pero tampoco me lo perdería por nada del mundo. Porque el crecimiento es descubrir tu verdadera identidad, lo que nos hace diferentes, como a aquel elefante orejón. Aunque la vida no resulte como esperábamos es importante ser nosotros mismos en todo momento y seguir el ejemplo de Robin Hood: mantener siempre la cabeza alta. Y siendo nosotros mismos es cuando podremos buscar lo más vital, lo que es necesidad no más, y saber que detrás de cada preocupación hay una solución. Todo contra tiene un pro, ¿no es así, Merlín?

Lo que está claro es que lo único predecible que tiene la vida es que es impredecible (ya nos lo decían en Ratatouille) y que todo tiene una moraleja, solo nos falta saber encontrarla (quizá con ayuda de algún sombrerero loco). Para ello quizá debamos hacer caso a aquel sauce llorón que nos advertía de que algunas veces el camino correcto no es el más fácil, pero en Chesire saben a ciencia cierta que siempre se llega a alguna parte si se camina lo suficiente. A lo mejor deberíamos dejar más a menudo que nuestra conciencia, nuestro Pepito Grillo, sea nuestra guía, y así ser lo suficientemente “valientes” para ver cuál es el destino que vive en nosotros. Porque para llegar al infinito y más allá el único límite es nuestra alma.

Después de todo, igual sí te lo perdono, querido Walt...



Por Ana Marinas