Campechana
y sonriente, era una anciana de lo más agradable. Era amante de la buena prensa
(decía que no soportaba las noticias populistas ni las mentiras) y fan acérrima
del Dúo Dinámico, que lo escuchaba cada vez que podía en su vieja radio. Tenía
los ojos de un azul tan profundo como las arruguitas que daban vida a su
expresión, todo ello enmarcado en una cara redonda que puede hacernos una idea
sobre su descomunal atractivo quizá unos años atrás. Nunca hablaba demasiado
pero cada vez que lo hacía, todos la escuchaban. Era una mujer sumamente
interesante.
A Vicenta le era indiferente estar allí: tenía la mayor parte de cosas que quizás en ocasiones echaba de menos su casa; su cocina, su baño, su televisor de antena… pero en verdad a quienes extrañaba era a sus hijos. Se sentía como cuando de pequeña su tío Ernesto separó a las crías de gato de su madre porque esta había contraído una enfermedad infecciosa y necesitaba ser sacrificada. Se sintió como aquella gatita: débil, olvidada y profundamente sola. Se había instalado en aquella residencia de ancianos porque ninguno de sus hijos podía hacerse cargo de ella. Había comenzado a perder la memoria y a veces tenía unos cambios de humor un tanto extraños; de no ser por eso, era la misma alegre mujer de siempre. Le habían diagnosticado un principio de Alzheimer y no podían cuidarla durante los días. Al principio se le hizo duro convivir con tantas personas extrañas las 24 horas del día. Sin embargo, poco a poco fue haciéndose a la idea de que le iba a tocar asentarse allí hasta el fin de sus días.
Vicenta leía el periódico semanalmente. En el de aquella semana las noticias eran bastante variadas: nuevas sobre el Brexit, posibles pactos de gobierno, conferencias sobre el cambio climático… y vio una en la que se detuvo especialmente a leerla detenidamente: un anciano de 95 años había sido hallado en su casa muerto en un avanzado estado de descomposición. Tras hacerle diferentes estudios forenses se vio que llevaba aproximadamente 5 años difunto y en ningún momento ningún conocido ni familiar se dio cuenta de ello. Resulta que una posible alarma pudo ser la gran cantidad de facturas sin pagar, o la ingente montaña de cartas que se agolpaban en su buzón y que nadie acudía a retirar. Durante 5 años, nadie le echó de menos hasta el punto de comprobar si verdaderamente seguía vivo… Se conoce que desde que enviudó, se le perdió la pista por completo a pesar de que nunca se movió de su casa.
Aunque
pueda parecerlo, la noticia que leyó nuestra protagonista no se trata de un
fenómeno aislado. En Japón ya le han asignado un nombre a aquellas personas de
tercera edad que mueren solas en sus domicilios sin que nadie se percate de
ello: kodokushi. Este término podría ceñirse de forma perfecta a la
noticia que leyó Vicenta y que no le dejó indiferente en absoluto. Provocó en
ella una oleada de sentimientos encontrados: por un lado, un extraño alivio al
pensar que ella no moriría en esas condiciones en las que casi parece que uno
muere en vida al ser olvidado por todos y por otro, una profunda tristeza al
imaginar hacia dónde va nuestra sociedad cuando dejamos que sucedan esta clase
de cosas.
Pensó que
quizás podía tratarse de un problema de deshumanización en las
relaciones familiares. Un problema que radica en el profundo rechazo que
sentimos hacia todo lo que depende de uno; hacia lo que se presenta al mundo
como frágil y vulnerable, hacia lo que “no aporta”. Porque el cuidar a estas
personas con alguna dependencia no implica menos que un aterrador
compromiso. También se le pasó por la cabeza qué podían estar haciendo mal
los servicios sociales para olvidarse de un ser humano en esas condiciones.
Apareció
por su mente Julia, su amiga de la residencia desde el primer día en que llegó
y cómo seguía esperando ilusionada cada sábado la llegada de unos nietos que la
habían abandonado definitivamente en aquel lugar. Pero al menos Julia nunca
volvería a estar sola, o al menos no mientras Vicenta viviera.
Había oído
hablar de algunos programas contratados por su residencia que tenían la
iniciativa de acompañar a personas de la tercera edad de forma voluntaria; pero
más sentimental y afectivamente que en un sentido puramente asistencial. Alguna
de ellas tenía un nombre tan divertido como Adopta un Abuelo, y ofrecían
de forma gratuita ese servicio. Con proyectos como ese, Vicenta volvía a
recuperar la fe en la humanidad. Daban la posibilidad de recibir afecto y
compañía por parte de jóvenes dispuestos a ello. Por su parte, los “abuelos”
compartían con ellos infinidad de experiencias y de sabiduría: justamente cosas
de las que carecen los jóvenes en comparación con ellos
Terminó de
leer aquella noticia y se quitó sus gafitas de lectura. Al volver a dejar el
periódico sobre la mesa, se dio cuenta de que sentía una humedad muy
característica en sus posaderas.
Vicenta se
orinó encima. Tocó la campanita y en seguida vino su enfermera favorita a
asistirle. Y fue ahí cuando el vago sentimiento de soledad se evaporó de su
mente.
Por: Clara Luján Gómez