Ficción.
La
mañana del día de la Asunción, Evelio Quiroga, marinero y coleccionista de
relojes, se levantó de la cama, caminó hasta el baño con las legañas blandas y
aún descompuestas para satisfacer sus primeras necesidades, se recortó los
lugares más desafortunados del bigote, se lavó, se vistió y después se peinó
sin mucho éxito los efectos del sueño. Luego fue a la cocina y se preparó una
taza de café solo y sin azúcar que acompañó con dos rebanadas de un pan blanco correoso
por la humedad de la noche. Ese era su desayuno, cada mañana y sin importar la
hora, desde el día en que una tempestad lo sorprendiera en alta mar sin nada en
el estómago a lo que agarrarse, y pasó tres días vomitando un aire fétido con
recuerdos de bilis.
Comió y
bebió de pie apoyado en la encimera de la cocina, como siempre que estaba en
casa, porque nada le incomodaba más que sentarse frente a una mesa sin gente. En
su particular entendimiento de las cosas, la imagen de una mesa vacía, incluida
la de la cocina, no era solo el ejemplo de una incontestable soledad, sino la
expresión máxima de su perpetuación voluntaria. Para él, al que en todos los
sentidos cabía considerar como un paisano de mundo, que había visto y había oído,
un hombre podía tenerse a salvo de la derrota final siempre y cuando no se
resignara a comer sentado con la sola compañía de sí mismo. El único momento en
que se permitía arrimar una silla y colocarse delante de una mesa desamparada
era la noche de los jueves, pero entonces no cenaba solo sino acompañado de
muchos otros como él, hombres y mujeres concretos con una vida de carencias
acumuladas, de esperanzas perdidas, de fracasos cantados, deseosos de conversar
en el silencio de su pasado melancólico.
Ese era
el día en que una radio de la provincia contaba en su repertorio con un
programa dedicado a consultas de amor. Durante casi dos horas decenas de
oyentes telefoneaban al programa para exponer sus dudas y sus miedos, sus
proyectos y sus inseguridades en la materia. El conductor, ayudado por dos o
tres colaboradores pretendidamente capaces, certificaba los hechos narrados,
acumulaba pruebas de afecto o de desdén de la persona pretendida, extraía
detalles imperceptibles pero concluyentes de las confesiones más parciales, y posteriormente
ordenaba toda la información disponible, comprendida la implícita, con una
conciencia de salvador, para enjuiciar la realidad y dictar, al fin, una
resolución firme sobre el estado de las cosas y los pasos a seguir. Así, los
jueves por la noche el mar y las estrellas, las rías y sus playas, los islotes
e islas cercanos, los faros, las colinas y los campos, los arroyos, los bosques
de eucaliptos y los robledales, los viñedos de uvas verdes y ácidas, los muros
de granito de las ermitas, los vestigios celtas, toda la realidad de la
provincia se veía surcada de unas ondas de frecuencia modulada por
recomendaciones varias, invitaciones diversas y otras recetas insólitas para
provocar el derrumbe de los recelos del corazón.
De vez
en cuando algún oyente llamaba para comunicar una alegría y dar las gracias al
programa por haber encaminado sus acciones hacia un éxito rotundo. Surgían
entonces solteros de carrera felizmente casados, mujeres con varios y
satisfactorios amantes, o matrimonios con hijos recién nacidos cuya concepción había
sido alentada por los tres sabios del micrófono. Un día, cerca ya de las once,
la emisora recibió la llamada de alguien que se identificó anónimamente como un
conocedor de las aspiraciones más profundas del ser humano. No cupo duda: la
voz apresurada que agradecía haber conquistado el alma objeto de su devoción
gracias a los consejos del consultorio era la del párroco de Puentehiguera. No
hubo asunto que ocupara más los pensamientos de los habitantes de la provincia
en los meses siguientes, pero si casi nadie se atrevió a comentarlo en voz alta
no fue por una ejemplar discreción o por respeto hacia la vida privada de un
conciudadano, ni siquiera por un temor empático a las represalias de la Iglesia
contra el desliz de su servidor temporal en la zona, sino por la vergüenza de
admitir con ello que no había otra cosa que hacer los jueves por la noche que
escuchar las nocivas aspiraciones de un cura de pueblo. Las únicas que se
atrevieron a tratar la aventura sin un atisbo de pudor fueron las pescaderas,
que bajo las bóvedas metálicas de los mercados, en medio del olor a pescado y
del ruido de guillotina de las tijeras, desparramaron acusaciones y vertieron risotadas
tan llenas de entrañas y de maldad que hubieran podido provocar por
equivalencia con la magia negra la vuelta a la vida de los lenguados, congrios
y sardinas, así como de todas las demás criaturas inertes a su alrededor.
Resultó,
sin embargo, que alguien en el obispado también había oído la confesión pública
del pobre hombre. Se le llamó a capítulo y un procedimiento de disciplina
canónica le fue abierto con el resultado de una condena a la remoción. No fue
hasta dos años después cuando, presa de un remordimiento feroz por haber
malogrado una trayectoria impecable de más de treinta años, un trabajador de la
red de ferrocarriles aficionado al teatro reconoció con cierto orgullo haber
sido capaz de imitar a la perfección la voz del santo varón con el mero
propósito de gastar una broma. El párroco fue restituido en sus funciones, que
volvió a ejercer con ejemplaridad y buen nombre, pero un tiempo después
desapareció dejando una nota encima de su escritorio en la que declaraba su
voluntad de evadirse con la señora viuda de notario.
Así es
que una vez por semana, cuando no se encontraba alrededor del mundo en su
puesto de capitán de buque de la marina mercante, Evelio Quiroga se concedía la
licencia de sentarse a cenar frente a la mesa desierta de su comedor y
escuchaba acompañado la emisión del programa. Comía poco y sin prisa, con el
corazón encogido por las historias y las penas de amor. Luego de dar el último
bocado, siempre sin descuidar la atención de cuanto se decía en la radio, se
levantaba y, tras recoger el único plato usado, el vaso, y los cubiertos
doblaba el pequeño mantel individual y su servilleta de tela y los guardaba en
un cajón hasta la semana siguiente. Acudía entonces a un viejo aparador
recibido en herencia, y de un compartimento extraía con cuidado una botella de
aguardiente del país, se servía una copa diminuta, y después sacaba una caja de
cigarros puros adquiridos personalmente en Santiago de Cuba durante sus escalas
transoceánicas. Una vez encendía uno de ellos regresaba a la mesa, la copa de
aguardiente en la mano, y se sentaba de nuevo mientras expelía densas nubes de
humo amargo.
Escuchaba
la radio con los brazos cruzados y la mirada anclada en algún lugar,
mordisqueando sin fuerza la cabeza del cigarro. En ocasiones emitía un gruñido de
emoción o una sonrisa lenta si algo bueno había ocurrido, o encomendaba, casi a
modo de oración, un suspiro quejoso y algo ronco ante una injusticia perpetrada
contra algún ser que él considerara inocente. Toda buena noticia era
silenciosamente celebrada por él como una victoria sin matices de la humanidad
contra sus monstruos; pero incluso los rechazos, los desdenes, las caídas y los
tropiezos, los atrevimientos mal trazados, las cartas devueltas, cada uno de
los dramas del amor eran para él una muestra de dignidad y grandeza; para Evelio
Quiroga, que había visto y había oído, nada era más importante en la biografía
de un ser humano que la conformación de una historia de amor que mereciera ser
contada: y todas lo eran.
Un
cuarto de hora antes de la medianoche, a punto de finalizar el programa, el
locutor anunciaba la última sección, que era sin duda la más esperada por los
oyentes desde su inauguración cinco meses antes. A uno de los colaboradores,
insatisfecho con su labor de sabio consejero después de varias debacles
afectivas por causa de su mala visión, se le había ocurrido una novedosa manera
de dar credibilidad y continuidad al programa: era necesario acelerar los
contactos. Atender las confidencias íntimas de oyentes de buena voluntad estaba
bien, pretender dar respuesta o sosiego a las inquietudes de personas heridas
en el alma era en sí un hecho loable; pero que todo ello dependiera de una
actitud pasiva, de una espera ociosa frente a circunstancias del entorno de
todo punto incontrolables, como el suceder natural de las cosas o peor, el
encuentro fortuito de dos seres en medio de un universo infinito, era un riesgo
tan evidente como innecesario.
La idea consistía
en ofrecer a sus oyentes o, por medio de ellos, al público en general la
posibilidad de emparejarse. El método era sencillo. Todo se iniciaba al remitir
al programa una ficha que contuviera el nombre de pila, la ocupación, en su
caso los estudios, las principales aficiones y, en fin, toda una lista de
respuestas a preguntas relacionadas con la personalidad, copiadas directamente
de un famoso cuestionario de la época victoriana que el mismo Marcel Proust ya
cumplimentara en las décadas tardías del siglo XIX. Así, durante esos últimos
quince minutos de emisión se leían algunos perfiles —en
ocasiones, más por asegurar la supervivencia del programa que por el celo de la
privacidad, se omitían respuestas tan evidentes que hubieran podido identificar
sin esfuerzo a la persona que hubiera enviado el documento, si así se
solicitaba— con la intención de que
fueran escuchadas por algún hombre o mujer lo suficientemente sensible como
para responder a la exposición. Ante un perfil concreto, cualquier persona podía
manifestar su condición de interesada, y entonces, junto con una motivada
declaración del ánimo que inspirara su proceder, debía enviar un documento con sus
propios rasgos individuales. Para asegurar la mayor sinceridad de ese ánimo,
quedaba prohibida la inclusión de cualquier fotografía. El programa se
encargaba luego de tramitar el interés haciendo llegar la declaración y la
nueva ficha a la persona cuyo perfil se había hecho público, y era entonces
cuando esta persona decidía aceptar o rechazar a su aspirante. En caso de
asentimiento, se organizaba un encuentro en un lugar siempre público y un
tiempo convenientes para ambos, y de ese modo continuaba la partida de dados,
esta vez con las probabilidades trucadas.
Un jueves de mediados de julio a Evelio
Quiroga, que había visto y había oído, le sucedió algo que jamás le había llegado
en sus casi sesenta años de supervivencia: se enamoró perdidamente. Lo hizo a
punto ya de levantarse de la mesa, cuando escuchó una de esas invitaciones a
fondo perdido. Con el cigarro humedecido dentro de la boca, con los ojos
entrecerrados y la mirada aún pausada, descubrió que todo el interés sostenido
hasta entonces por las historias de amor, sus escasas relaciones —la
última mantenida veinticinco años antes con una maestra granadina que lo
abandonó para casarse con un catedrático de economía—, sus
anhelos y carencias hundían sus razones más en criterios lógicos y ensoñaciones
de autocomplacencia que en la profundidad sin sentido del puro amor. A pesar de
sus tendencias románticas, sus aseveraciones internas en cuestiones
sentimentales habían sido hasta entonces consecuencia del seguimiento de los
postulados de otros. No había sido consciente de ello hasta esa noche del mes
de julio, pero durante toda su vida su imagen del amor, el gusto maquinal por
sus historias, su visión poética y trágica, el asunto de la biografía, todo eso
dependía de una creencia asimilada, realmente incomprendida, sobre la que jamás
había reflexionado con acierto. Sin saberlo, para Evelio Quiroga el amor era
bueno porque así había sido siempre, porque así se había dicho y escrito, porque
tenía que serlo; y si el sentido de la vida dependía en última instancia de la
presencia de ese amor era porque otros así lo habían formulado. De ese modo,
sin saberlo había buscado de manera incesante un amor distorsionado en origen, e
incluso varias veces, incluida su experiencia con la maestra, creyó haber
llegado al término definitivo de sus anhelos. Pero siempre fracasaba. Lo único
que a pesar de todo se había mantenido íntimamente a salvo de la influencia de
terceros era su soledad honesta y una ausencia total de resignación: nunca, en
sus más de cinco décadas de soltería crónica interrumpida, había renunciado a
la posibilidad de morir sujetando la mano de un amor verdadero.
Solo
cuando escuchó en la radio la descripción de … comprendió que había estado equivocado
toda su vida. El anuncio lo dejó en una situación de temblor helado, y durante
varios minutos no produjo un solo movimiento, hasta que por fin se levantó para
apagar la radio. Se acercó despacio a una ventana, y frente al reflejo amarillo
en el cristal de la única lámpara encendida en el salón contempló la oscuridad
completa del cielo y de los montes del otro lado de la ría. Permaneció de pie, oyendo
el mecanismo aparentemente único de los más de cien relojes sincronizados para
evitar lo que de otro modo habría constituido un caos de grillos. Todos juntos
rasgaban con un mismo chasquido de segundero el ambiente de la casa, y aquel
sonido agregado era el resultado de horas de cuidadosa preparación.
Cada vez
que regresaba de sus ausencias prolongadas, y más tarde con la debida
periodicidad, Evelio Quiroga pasaba días enteros configurando uno a uno sus
relojes, engrasando ruedas dentadas y piñones, avanzando agujas, dando cuerda,
esperando el momento oportuno para soltar un péndulo en un proceso de aggiornamento
que era sin duda una de las creaciones artísticas más importante de la comarca.
En una ocasión un periodista británico viajó desde Londres con intención de
hacer un reportaje de más de cuatro páginas con fotografías sobre aquella obra
de carácter; pero Evelio Quiroga, después de haberlo invitado cortésmente a
tomar un café —y aquella había sido la
última vez que se sentó un lunes en la mesa del salón—, le dio
las gracias y lo despidió diciendo que él no estaba para esas cosas, aunque
fuera para el primer suplemento cultural de la Gran Bretaña. Apenado por no
haber podido dar forma al reportaje, pero entusiasmado con lo que él entendía
como una actitud ‘poderosísimamente artística y provocadora’ del capitán, el
periodista publicó una columna narrando su experiencia, alabando la colección, y
al poco tiempo gentes de todo el mundo, eruditos, turistas, y también algún que
otro personaje con intenciones dudosas empezaron a llamar a la puerta de una
pequeña casa con jardín y palmeras al borde de la playa de una provincia remota
de la península ibérica para ver la impresionante colección de relojes de Mr.
Quiroga.
De pie
frente a la ventana, con la mandíbula suspendida y el puro entre los dientes
casi terminado, las manos frías en los bolsillos, Evelio Quiroga repasó uno a
uno los atributos y cualidades mencionados minutos antes por el locutor. Todos
juntos, de forma semejante a los relojes, daban creación a una configuración unitaria,
a una imagen definida, colorida y llena de olores bien formados. La información
disponible pasó a ser la única existente y, en su imaginación convencida, la
persona que había contestado y enviado la ficha que él acababa de escuchar se
convirtió en un ser atemporal, perfecto y, sin embargo, infinitamente humano.
Poco a poco se repuso de la sorpresa. Dejó de temblar. Recuperó el calor en las
manos. Pero no había tampoco rastro de euforia ni sensación de triunfo; en
medio de aquella noche tranquila Evelio Quiroga sentía una calma insondable. Sus
emociones eran en ese momento similares a las de las olas que se deslizan sobre
la arena de la línea de costa un día de buena mar, cuando pausadas, ligeramente
espumosas, refrescantes, dejan al retirarse un terreno
de consistencia plana y reafirmante.
Aquella
noche no logró dormir. Acostumbrado a no dejar un instante para la ociosidad,
fue incapaz de hacer nada verdaderamente productivo durante todo el día
siguiente. Obnubilado en sus pensamientos, se ausentó de las partidas de dominó
con sus amigos pescadores en la lonja. No le dijo nada a nadie por temor a
exponerse a un ridículo seguro. Enamorarse a punto de cumplir sesenta años debía
de ser para muchos, sin duda, un desorden natural; pero hacerlo a ciegas, sin
más causa que unas palabras pronunciadas en la penumbra de una noche de verano,
era simplemente una necedad de principiante. A lo largo de dos o tres días se
le vio deambular despacio en toda la longitud de la playa; cada cierto tiempo
se sentaba en la arena o se perdía entre un conjunto de rocas, y allí pasaba
horas enteras mirando al mar y al vacío, contemplando el amanecer y la caída del
sol. En verdad no tenía otra cosa mejor que hacer. Rumiaba ideas de forma
constante, siempre en calma, perseguido por una sensación de certeza confiada. Rebuscó
entre los armarios y logró rescatar un viejo cuaderno de bolsillo con las tapas
azules que utilizara para garabatear poemas mucho tiempo atrás, cuando pasó
varios meses seguidos en una planta petrolífera del Mar del Norte y se
encaprichó desconsoladamente de una ingeniera danesa que acudía a inspeccionar
cada dos semanas el sistema de extracción. Los encontró simples y vacíos, y esa
misma tarde quemó el cuaderno sin un ápice de tristeza. Al contrario, sentía
misericordia de sí mismo.
Lo que
entonces experimentaba no podía compararse con nada que hubiera sentido hasta ese
momento, por la simple razón de que todas sus ideas anteriores contenían un
vicio de origen. Repasó su biografía, y en ella solo encontró unas historias
pasajeras que ya no le parecieron dignas de ser contadas, porque no todas las historias lo eran. Había
sido afortunado por momentos, sí, pero aquello no eran verdaderas historias de
amor sino ensayos de todo cuanto estaba por venir. Habiendo deseado toda su
vida encontrar a alguien con quien compartir su existencia, Evelio Quiroga creyó
darse cuenta, y así se lo reprochó a sí mismo, de que había cometido el mismo
error fundamental que todas las personas que algún día merecieran su compasión
de soltero descontento: creerse enamorado sin estarlo. Pero ahora todo era
distinto. Siguió repasando y repitiéndose las virtuosas cualidades durante más
de dos días. No lo necesitaba, pero por temor a olvidarlas decidió dejarlas por
escrito en una hoja de papel, que guardó dentro de un bolsillo de sus
pantalones, y más tarde en otra, y la colocó en la puerta del frigorífico por
si acaso la primera se le perdía.
Y al fin
se decidió. Poco tiempo después, habiendo recitado, observado y apreciado una y
otra vez todas las cualidades, en medio de una noche de temporal enfurecido,
resolvió ponerse en contacto con la radio. Escribió despacio sus motivos y las
respuestas a las cuestiones necesarias para enviar su comunicación. Por
supuesto que temía no ser bien valorado, porque acaso entonces toda su
existencia se vendría definitivamente abajo ante el rechazo; pero en aquel
momento se veía tan confiado y seguro de sus posibilidades que nada hubiera
podido provocar en él un cambio de opinión. No solo se encontraba con el ánimo
tranquilo y sólido, sino que además sentía el deber de responder a una
oportunidad que era sencillamente única.
Contestó
con sinceridad a todas las preguntas, mostrándose tal y como era, sin disimular
ninguna rareza ni contradicción, con la convicción de que un alma tan magnífica
como la que él estaba seguro de haber configurado al detalle a partir de esas
mismas cuestiones entendería cualquier defecto. Cuando hubo terminado, dobló
los cuatro pliegos que ocupaba su personalidad entera en estado de transparencia,
los metió en un sobre, lo cerró, y a la mañana siguiente fue a la oficina del
servicio postal y mandó su futuro por correo certificado.
Entonces
sí creyó desesperar. Pasó varios días sin hablar con nadie con excepción del
cartero, a quien abordaba a la menor oportunidad para preguntarle si no habría
llegado algo para él. Igual que antes, dejó de acudir a jugar al dominó, pero
esta vez por causas mucho menos alegres. Se sentía con los nervios atacados,
ansioso por recibir algún tipo de respuesta que, a ser posible, confirmara su
solicitud. Caminaba con pasos inseguros, hablaba solo. Acudía a las rocas y
contemplaba el atardecer, pero ahora sentía una inmensa pena al verse allí, desamparado frente a la inmensidad de una creación que parecía no tenerlo
en cuenta.
No
dormía, a penas comía ni bebía, y hubiera renunciado a toda esperanza en el
porvenir si no hubiera sido porque el quinto día de agosto, demasiados después
de su envío, a las once y veinte de la mañana, apareció el cartero en su
bicicleta y le entregó, contento al fin de deshacerse de su pesada carga, un
sobrecito de papel con un telegrama firmado por la emisora de radio. Lo abrió
al instante, pero solo después de elevar los ojos al cielo lo leyó. Las órdenes
eran precisas. Evelio Quiroga debía telefonear ‘a la mayor brevedad posible’ a
la emisora y confirmar o solicitar una modificación de la propuesta que esta
hacía sobre el lugar y la hora del encuentro, programado para el día quince de
ese mismo mes, en café de La Peregrina, situado en la capital de la
provincia, a las doce en punto del mediodía.
Así es
que el día de la Asunción, después de desayunar, el capitán Evelio Quiroga salió
de casa con antelación suficiente y fue en autobús hasta la ciudad. En el
trayecto tuvo tiempo para pensar en su situación, pero también y sobre todo
para repasar su aspecto. Aventuró que quizás hubiera sido conveniente afeitarse
el bigote, porque no a todo el mundo le gustan los bigotes; pensó que le
faltaba pelo en la cabeza y que sus entradas eran demasiado amplias; se observó
las manos y le parecieron rudas en extremo, acaso descuidadas; puede que el
jersey no hubiera sido una buena elección, habría sido mejor una chaqueta, algo
más formal en cualquier caso; le pareció que el aliento le olía especialmente
mal, y supuso que sería cosa de los nervios, pero no del tabaco. Luego se dijo
que estaba bien, que a sus casi sesenta años no podía esperar una conquista por
combate, sino en todo caso ofrecer una propuesta diplomática sincera. Había
visto y había oído, aunque fuera como consecuencia de su trabajo. Leía
bastante, manejaba el inglés y el alemán y chapurreaba oportunamente y con
bastante decencia el francés; de vez en cuando iba al teatro o a algún
concierto; sabía de jardinería, de carpintería, de mecánica y, por supuesto,
era un experto reconocido internacionalmente en materia de relojes. Aquello era
mucho más de lo que muchos podían ofrecer. Además, ella había tenido que
manifestar su conformidad con un encuentro.
Pero no
logró reconfortarse por completo. Cuando llegó aún le sobraba tiempo. Como era festivo,
la mayor parte de los comercios no había abierto, y tan solo algunos bares y
cafeterías, como La Peregrina, mantenían su actividad, complementándose
con las iglesias. Decidió dar un paseo por la alameda, y allí se sentó en un
banco y observó los edificios construidos a su alrededor. En apenas varias
decenas de metros, a ambos lados del parque, se concentraban casi todas las
instituciones de gobierno de la provincia. Como tantos otros lugares, aquellos
edificios eran el recuerdo de un mundo a punto de desaparecer, de fiestas y bailes,
de protocolos perdidos, de antiguas familias con apellidos compuestos de
orfebrería dorada, de flores olorosas, de voluntades firmes. Aquel era un
universo en retirada, y esas construcciones de piedra sólida y gris, con sus
contraventanas blancas preparadas para la lluvia, habrían de ser su última
defensa. Como Horacio sobre el Tíber, ellas guardarían el puente de la
civilización.
Compró
un periódico en un quiosco cercano, que ojeó empezando por el final, como acostumbraba
a hacer con normalidad. Vio que la semana siguiente una orquesta extranjera daría
un concierto en el Ateneo; si todo iba bien, quizás pudieran ir juntos, aunque la
música fuera sin duda lo de menos. Luego se detuvo en el anuncio de unos
prismáticos de fabricación alemana que serían enviados por correo, y encontró
entre sus necesidades la justificación inmediata para comprarlos. Le hizo
gracia el monigote de un pequeño pirata con pata de palo, garfio y sable en alto
impreso en una de las esquinas superiores de la última página. Aquel dibujo
diminuto, tocado de un bicornio y completado con un parche en el ojo derecho,
le infundió un ánimo renovado. Era una figurita de aspecto entrañable y tierno,
sin nada que pudiera evocar la amenazante realidad de la piratería y, como él
ahora y siempre, se encontraba solo ante el peligro, suspendido frente a todo
lo demás.
Veinticinco
minutos antes de la hora acordada se levantó con lentitud y se puso en camino
hacia el café de La Peregrina. Empezaba a hacer calor, pero no se quitó
el jersey por miedo a descubrir unas arrugas que de ningún modo hubiera podido
ver en la camisa, porque la víspera había pasado más de cuarenta minutos planchándola
a conciencia. Se sentía más cómodo así, protegido, como el pequeño pirata, por
su propia casaca de paisano. Caminó esquivando a cada paso a las muchísimas
personas que a esas horas habitaban las calles esperando disfrutar de un día de
fiesta. Había gente por todas partes: niños jugando a la pelota, hombres y
mujeres vestidos con ropa de domingo, ancianos con bastón siguiendo, para no extraviarse
por el camino, la línea de las casas cercanas; pero también mendigos, músicos —acordeonistas,
guitarristas, violinistas cada veinte o treinta metros—, estatuas
humanas, malabaristas y, en fin, toda una serie de artistas callejeros que
habrían fascinado por su colorido y situación al periodista de aquel suplemento
cultural británico.
Antes de entrar en la plaza en que se situaba
el café pasó por delante de la fachada amigable y combada de una iglesia construida
en tiempos de la revolución en Francia. No estaba en sus planes, pero entró en el
edificio subiendo por uno de los lados de sus escaleras simétricas, y se mantuvo
de pie, cerca de la entrada, durante unos instantes. Quiso rezar, pero ya fuera
por falta de práctica, o por la notable agitación sísmica de sus ideas en aquel
momento en particular, tan solo fue capaz de encomendarse con desesperada
convicción a la imagen de una Virgen con cara de verdadera madre blanda y
exigente.
El café
de La Peregrina estaba al otro lado de una plaza amplia y a doble altura
en la que, con evidente ventaja sobre las personas, cientos de palomas deambulaban
a su libre voluntad. Evelio Quiroga atravesó la plaza, dudó sobre dónde debía permanecer,
y finalmente se decidió a entrar en la cafetería y sondear al encargado ante la
posibilidad de que ya lo estuvieran esperando. No era así, y entonces le dijo
su nombre por si eventualmente alguien preguntaba por él en los mismos términos.
Se colocó en una mesa lejos de la entrada, pero mirando en esa dirección, al
fondo, apoyó las manos juntas encima de la mesa y se preparó. Sin duda el lugar
era agradable, olía a masa recién horneada y sobre todo a café, el sol entraba con
abundancia por unos ventanales que siempre le habían parecido imprescindibles;
pero Evelio Quiroga no era entonces capaz de sentir nada de todo aquello, o lo
hacía con prisa y lamentándolo, porque en esos momentos su cabeza estaba
ocupada en otra cosa.
Se
imaginó siendo juzgado de manera desfavorable, y de inmediato su orgullo
despertó una sensación de tristeza histórica que le provocó unas irrefrenables ganas
de llorar. Comenzó a temblar de nuevo como si un viento polar hubiera alcanzado
de algún modo sus nervios: sus mandíbulas se entrechocaban y sus dedos
tamboreaban difuminados sobre la madera. Experimentó una ausencia de sí mismo y
deseó que nadie acudiera a la cafetería para sentarse frente a él en aquella
mesa apartada. Pensó que quizás ella se arrepentiría, al fin y al cabo nadie se
debía nada. Tanto mejor. Se dijo así que la situación era absurda y pueril, tan
irrisoria como forzada. Un eco de inseguridad rugió en el terreno invisible de
su personalidad. En el momento menos conveniente, dadas las circunstancias, se
impuso en Evelio Quiroga una racionalidad al límite de la intransigencia, y
desmontó uno a uno todos los argumentos que en cualquier otra ocasión hubiera tenido
por afortunados. Despreció su flaqueza emocional y su ingenuidad en los asuntos
del corazón, aborreció su ligereza y su espíritu mundano, señaló su falta de
juicio. Era un viejo miserable sin sentido del ridículo alguno, expuesto por
esa razón al estrépito total por causa de las inclemencias más leves. Sopesó embarcarse
al día siguiente en un buque cubriendo la baja de algún compañero y desaparecer
durante siglos. Era inevitable. Debía aceptar por fin, con entereza y sin giros,
el acto de comer en soledad, abandonando sus propósitos de soñador
insatisfecho. Lo que sobre todo tenía que hacer, si aún le quedaba una fibra de
consideración hacia sí mismo, era levantarse de la mesa, abandonar la cafetería
y regresar a casa.
Aún dudó un último
instante. Una mota de esperanza sobrevoló junto al polvo del ambiente, definida
por un rayo de sol. Era posible que, contra todo el anterior pronóstico, la
cosa saliera bien. La ansiedad se iría calmando poco a poco porque la
conversación correría con fluidez, acaso solo interrumpida por unos silencios
dulces, el enamoramiento sería recíproco, y pronto empezaría una vida nueva.
Dejaría de sentarse solo a la mesa, y entonces lo haría verdaderamente
acompañado, lejos de la artificiosa presencia de un programa de radio. Como
mucha gente antes, sería la persona más afortunada de la tierra, con la
diferencia de que en esta ocasión esa persona sería él y no otra. Pero no sirvió
de nada. Había escogido tomar un camino concreto, decidido transitar sendas
diferentes de una vez por todas. Despacio, con una dignidad a punto del
derrumbe, Evelio Quiroga se puso de pie y pasó entre una fila de mesas donde otros clientes
ajenos a sus luchas disfrutaban de un día suelto de
preocupaciones; empujó la puerta de la cafetería y justo cuando estaba a punto
de salir se cruzó con una mirada y la expresión de una sonrisa que le habrían hecho creer en toda la felicidad y las posibilidades del mundo.
Por Rafa Cotarelo