En el café de La Peregrina

Por Rafa Cotarelo. 

Ficción. 



La mañana del día de la Asunción, Evelio Quiroga, marinero y coleccionista de relojes, se levantó de la cama, caminó hasta el baño con las legañas blandas y aún descompuestas para satisfacer sus primeras necesidades, se recortó los lugares más desafortunados del bigote, se lavó, se vistió y después se peinó sin mucho éxito los efectos del sueño. Luego fue a la cocina y se preparó una taza de café solo y sin azúcar que acompañó con dos rebanadas de un pan blanco correoso por la humedad de la noche. Ese era su desayuno, cada mañana y sin importar la hora, desde el día en que una tempestad lo sorprendiera en alta mar sin nada en el estómago a lo que agarrarse, y pasó tres días vomitando un aire fétido con recuerdos de bilis.

Comió y bebió de pie apoyado en la encimera de la cocina, como siempre que estaba en casa, porque nada le incomodaba más que sentarse frente a una mesa sin gente. En su particular entendimiento de las cosas, la imagen de una mesa vacía, incluida la de la cocina, no era solo el ejemplo de una incontestable soledad, sino la expresión máxima de su perpetuación voluntaria. Para él, al que en todos los sentidos cabía considerar como un paisano de mundo, que había visto y había oído, un hombre podía tenerse a salvo de la derrota final siempre y cuando no se resignara a comer sentado con la sola compañía de sí mismo. El único momento en que se permitía arrimar una silla y colocarse delante de una mesa desamparada era la noche de los jueves, pero entonces no cenaba solo sino acompañado de muchos otros como él, hombres y mujeres concretos con una vida de carencias acumuladas, de esperanzas perdidas, de fracasos cantados, deseosos de conversar en el silencio de su pasado melancólico.

Ese era el día en que una radio de la provincia contaba en su repertorio con un programa dedicado a consultas de amor. Durante casi dos horas decenas de oyentes telefoneaban al programa para exponer sus dudas y sus miedos, sus proyectos y sus inseguridades en la materia. El conductor, ayudado por dos o tres colaboradores pretendidamente capaces, certificaba los hechos narrados, acumulaba pruebas de afecto o de desdén de la persona pretendida, extraía detalles imperceptibles pero concluyentes de las confesiones más parciales, y posteriormente ordenaba toda la información disponible, comprendida la implícita, con una conciencia de salvador, para enjuiciar la realidad y dictar, al fin, una resolución firme sobre el estado de las cosas y los pasos a seguir. Así, los jueves por la noche el mar y las estrellas, las rías y sus playas, los islotes e islas cercanos, los faros, las colinas y los campos, los arroyos, los bosques de eucaliptos y los robledales, los viñedos de uvas verdes y ácidas, los muros de granito de las ermitas, los vestigios celtas, toda la realidad de la provincia se veía surcada de unas ondas de frecuencia modulada por recomendaciones varias, invitaciones diversas y otras recetas insólitas para provocar el derrumbe de los recelos del corazón.

De vez en cuando algún oyente llamaba para comunicar una alegría y dar las gracias al programa por haber encaminado sus acciones hacia un éxito rotundo. Surgían entonces solteros de carrera felizmente casados, mujeres con varios y satisfactorios amantes, o matrimonios con hijos recién nacidos cuya concepción había sido alentada por los tres sabios del micrófono. Un día, cerca ya de las once, la emisora recibió la llamada de alguien que se identificó anónimamente como un conocedor de las aspiraciones más profundas del ser humano. No cupo duda: la voz apresurada que agradecía haber conquistado el alma objeto de su devoción gracias a los consejos del consultorio era la del párroco de Puentehiguera. No hubo asunto que ocupara más los pensamientos de los habitantes de la provincia en los meses siguientes, pero si casi nadie se atrevió a comentarlo en voz alta no fue por una ejemplar discreción o por respeto hacia la vida privada de un conciudadano, ni siquiera por un temor empático a las represalias de la Iglesia contra el desliz de su servidor temporal en la zona, sino por la vergüenza de admitir con ello que no había otra cosa que hacer los jueves por la noche que escuchar las nocivas aspiraciones de un cura de pueblo. Las únicas que se atrevieron a tratar la aventura sin un atisbo de pudor fueron las pescaderas, que bajo las bóvedas metálicas de los mercados, en medio del olor a pescado y del ruido de guillotina de las tijeras, desparramaron acusaciones y vertieron risotadas tan llenas de entrañas y de maldad que hubieran podido provocar por equivalencia con la magia negra la vuelta a la vida de los lenguados, congrios y sardinas, así como de todas las demás criaturas inertes a su alrededor.

Resultó, sin embargo, que alguien en el obispado también había oído la confesión pública del pobre hombre. Se le llamó a capítulo y un procedimiento de disciplina canónica le fue abierto con el resultado de una condena a la remoción. No fue hasta dos años después cuando, presa de un remordimiento feroz por haber malogrado una trayectoria impecable de más de treinta años, un trabajador de la red de ferrocarriles aficionado al teatro reconoció con cierto orgullo haber sido capaz de imitar a la perfección la voz del santo varón con el mero propósito de gastar una broma. El párroco fue restituido en sus funciones, que volvió a ejercer con ejemplaridad y buen nombre, pero un tiempo después desapareció dejando una nota encima de su escritorio en la que declaraba su voluntad de evadirse con la señora viuda de notario.

Así es que una vez por semana, cuando no se encontraba alrededor del mundo en su puesto de capitán de buque de la marina mercante, Evelio Quiroga se concedía la licencia de sentarse a cenar frente a la mesa desierta de su comedor y escuchaba acompañado la emisión del programa. Comía poco y sin prisa, con el corazón encogido por las historias y las penas de amor. Luego de dar el último bocado, siempre sin descuidar la atención de cuanto se decía en la radio, se levantaba y, tras recoger el único plato usado, el vaso, y los cubiertos doblaba el pequeño mantel individual y su servilleta de tela y los guardaba en un cajón hasta la semana siguiente. Acudía entonces a un viejo aparador recibido en herencia, y de un compartimento extraía con cuidado una botella de aguardiente del país, se servía una copa diminuta, y después sacaba una caja de cigarros puros adquiridos personalmente en Santiago de Cuba durante sus escalas transoceánicas. Una vez encendía uno de ellos regresaba a la mesa, la copa de aguardiente en la mano, y se sentaba de nuevo mientras expelía densas nubes de humo amargo.

Escuchaba la radio con los brazos cruzados y la mirada anclada en algún lugar, mordisqueando sin fuerza la cabeza del cigarro. En ocasiones emitía un gruñido de emoción o una sonrisa lenta si algo bueno había ocurrido, o encomendaba, casi a modo de oración, un suspiro quejoso y algo ronco ante una injusticia perpetrada contra algún ser que él considerara inocente. Toda buena noticia era silenciosamente celebrada por él como una victoria sin matices de la humanidad contra sus monstruos; pero incluso los rechazos, los desdenes, las caídas y los tropiezos, los atrevimientos mal trazados, las cartas devueltas, cada uno de los dramas del amor eran para él una muestra de dignidad y grandeza; para Evelio Quiroga, que había visto y había oído, nada era más importante en la biografía de un ser humano que la conformación de una historia de amor que mereciera ser contada: y todas lo eran.

Un cuarto de hora antes de la medianoche, a punto de finalizar el programa, el locutor anunciaba la última sección, que era sin duda la más esperada por los oyentes desde su inauguración cinco meses antes. A uno de los colaboradores, insatisfecho con su labor de sabio consejero después de varias debacles afectivas por causa de su mala visión, se le había ocurrido una novedosa manera de dar credibilidad y continuidad al programa: era necesario acelerar los contactos. Atender las confidencias íntimas de oyentes de buena voluntad estaba bien, pretender dar respuesta o sosiego a las inquietudes de personas heridas en el alma era en sí un hecho loable; pero que todo ello dependiera de una actitud pasiva, de una espera ociosa frente a circunstancias del entorno de todo punto incontrolables, como el suceder natural de las cosas o peor, el encuentro fortuito de dos seres en medio de un universo infinito, era un riesgo tan evidente como innecesario.

La idea consistía en ofrecer a sus oyentes o, por medio de ellos, al público en general la posibilidad de emparejarse. El método era sencillo. Todo se iniciaba al remitir al programa una ficha que contuviera el nombre de pila, la ocupación, en su caso los estudios, las principales aficiones y, en fin, toda una lista de respuestas a preguntas relacionadas con la personalidad, copiadas directamente de un famoso cuestionario de la época victoriana que el mismo Marcel Proust ya cumplimentara en las décadas tardías del siglo XIX. Así, durante esos últimos quince minutos de emisión se leían algunos perfiles en ocasiones, más por asegurar la supervivencia del programa que por el celo de la privacidad, se omitían respuestas tan evidentes que hubieran podido identificar sin esfuerzo a la persona que hubiera enviado el documento, si así se solicitaba con la intención de que fueran escuchadas por algún hombre o mujer lo suficientemente sensible como para responder a la exposición. Ante un perfil concreto, cualquier persona podía manifestar su condición de interesada, y entonces, junto con una motivada declaración del ánimo que inspirara su proceder, debía enviar un documento con sus propios rasgos individuales. Para asegurar la mayor sinceridad de ese ánimo, quedaba prohibida la inclusión de cualquier fotografía. El programa se encargaba luego de tramitar el interés haciendo llegar la declaración y la nueva ficha a la persona cuyo perfil se había hecho público, y era entonces cuando esta persona decidía aceptar o rechazar a su aspirante. En caso de asentimiento, se organizaba un encuentro en un lugar siempre público y un tiempo convenientes para ambos, y de ese modo continuaba la partida de dados, esta vez con las probabilidades trucadas.  

 Un jueves de mediados de julio a Evelio Quiroga, que había visto y había oído, le sucedió algo que jamás le había llegado en sus casi sesenta años de supervivencia: se enamoró perdidamente. Lo hizo a punto ya de levantarse de la mesa, cuando escuchó una de esas invitaciones a fondo perdido. Con el cigarro humedecido dentro de la boca, con los ojos entrecerrados y la mirada aún pausada, descubrió que todo el interés sostenido hasta entonces por las historias de amor, sus escasas relaciones la última mantenida veinticinco años antes con una maestra granadina que lo abandonó para casarse con un catedrático de economía, sus anhelos y carencias hundían sus razones más en criterios lógicos y ensoñaciones de autocomplacencia que en la profundidad sin sentido del puro amor. A pesar de sus tendencias románticas, sus aseveraciones internas en cuestiones sentimentales habían sido hasta entonces consecuencia del seguimiento de los postulados de otros. No había sido consciente de ello hasta esa noche del mes de julio, pero durante toda su vida su imagen del amor, el gusto maquinal por sus historias, su visión poética y trágica, el asunto de la biografía, todo eso dependía de una creencia asimilada, realmente incomprendida, sobre la que jamás había reflexionado con acierto. Sin saberlo, para Evelio Quiroga el amor era bueno porque así había sido siempre, porque así se había dicho y escrito, porque tenía que serlo; y si el sentido de la vida dependía en última instancia de la presencia de ese amor era porque otros así lo habían formulado. De ese modo, sin saberlo había buscado de manera incesante un amor distorsionado en origen, e incluso varias veces, incluida su experiencia con la maestra, creyó haber llegado al término definitivo de sus anhelos. Pero siempre fracasaba. Lo único que a pesar de todo se había mantenido íntimamente a salvo de la influencia de terceros era su soledad honesta y una ausencia total de resignación: nunca, en sus más de cinco décadas de soltería crónica interrumpida, había renunciado a la posibilidad de morir sujetando la mano de un amor verdadero.

Solo cuando escuchó en la radio la descripción de … comprendió que había estado equivocado toda su vida. El anuncio lo dejó en una situación de temblor helado, y durante varios minutos no produjo un solo movimiento, hasta que por fin se levantó para apagar la radio. Se acercó despacio a una ventana, y frente al reflejo amarillo en el cristal de la única lámpara encendida en el salón contempló la oscuridad completa del cielo y de los montes del otro lado de la ría. Permaneció de pie, oyendo el mecanismo aparentemente único de los más de cien relojes sincronizados para evitar lo que de otro modo habría constituido un caos de grillos. Todos juntos rasgaban con un mismo chasquido de segundero el ambiente de la casa, y aquel sonido agregado era el resultado de horas de cuidadosa preparación.

Cada vez que regresaba de sus ausencias prolongadas, y más tarde con la debida periodicidad, Evelio Quiroga pasaba días enteros configurando uno a uno sus relojes, engrasando ruedas dentadas y piñones, avanzando agujas, dando cuerda, esperando el momento oportuno para soltar un péndulo en un proceso de aggiornamento que era sin duda una de las creaciones artísticas más importante de la comarca. En una ocasión un periodista británico viajó desde Londres con intención de hacer un reportaje de más de cuatro páginas con fotografías sobre aquella obra de carácter; pero Evelio Quiroga, después de haberlo invitado cortésmente a tomar un café —y aquella había sido la última vez que se sentó un lunes en la mesa del salón—, le dio las gracias y lo despidió diciendo que él no estaba para esas cosas, aunque fuera para el primer suplemento cultural de la Gran Bretaña. Apenado por no haber podido dar forma al reportaje, pero entusiasmado con lo que él entendía como una actitud ‘poderosísimamente artística y provocadora’ del capitán, el periodista publicó una columna narrando su experiencia, alabando la colección, y al poco tiempo gentes de todo el mundo, eruditos, turistas, y también algún que otro personaje con intenciones dudosas empezaron a llamar a la puerta de una pequeña casa con jardín y palmeras al borde de la playa de una provincia remota de la península ibérica para ver la impresionante colección de relojes de Mr. Quiroga.

De pie frente a la ventana, con la mandíbula suspendida y el puro entre los dientes casi terminado, las manos frías en los bolsillos, Evelio Quiroga repasó uno a uno los atributos y cualidades mencionados minutos antes por el locutor. Todos juntos, de forma semejante a los relojes, daban creación a una configuración unitaria, a una imagen definida, colorida y llena de olores bien formados. La información disponible pasó a ser la única existente y, en su imaginación convencida, la persona que había contestado y enviado la ficha que él acababa de escuchar se convirtió en un ser atemporal, perfecto y, sin embargo, infinitamente humano. Poco a poco se repuso de la sorpresa. Dejó de temblar. Recuperó el calor en las manos. Pero no había tampoco rastro de euforia ni sensación de triunfo; en medio de aquella noche tranquila Evelio Quiroga sentía una calma insondable. Sus emociones eran en ese momento similares a las de las olas que se deslizan sobre la arena de la línea de costa un día de buena mar, cuando pausadas, ligeramente espumosas, refrescantes, dejan al retirarse un terreno de consistencia plana y reafirmante.

Aquella noche no logró dormir. Acostumbrado a no dejar un instante para la ociosidad, fue incapaz de hacer nada verdaderamente productivo durante todo el día siguiente. Obnubilado en sus pensamientos, se ausentó de las partidas de dominó con sus amigos pescadores en la lonja. No le dijo nada a nadie por temor a exponerse a un ridículo seguro. Enamorarse a punto de cumplir sesenta años debía de ser para muchos, sin duda, un desorden natural; pero hacerlo a ciegas, sin más causa que unas palabras pronunciadas en la penumbra de una noche de verano, era simplemente una necedad de principiante. A lo largo de dos o tres días se le vio deambular despacio en toda la longitud de la playa; cada cierto tiempo se sentaba en la arena o se perdía entre un conjunto de rocas, y allí pasaba horas enteras mirando al mar y al vacío, contemplando el amanecer y la caída del sol. En verdad no tenía otra cosa mejor que hacer. Rumiaba ideas de forma constante, siempre en calma, perseguido por una sensación de certeza confiada. Rebuscó entre los armarios y logró rescatar un viejo cuaderno de bolsillo con las tapas azules que utilizara para garabatear poemas mucho tiempo atrás, cuando pasó varios meses seguidos en una planta petrolífera del Mar del Norte y se encaprichó desconsoladamente de una ingeniera danesa que acudía a inspeccionar cada dos semanas el sistema de extracción. Los encontró simples y vacíos, y esa misma tarde quemó el cuaderno sin un ápice de tristeza. Al contrario, sentía misericordia de sí mismo.

Lo que entonces experimentaba no podía compararse con nada que hubiera sentido hasta ese momento, por la simple razón de que todas sus ideas anteriores contenían un vicio de origen. Repasó su biografía, y en ella solo encontró unas historias pasajeras que ya no le parecieron dignas de ser contadas, porque no todas las historias lo eran. Había sido afortunado por momentos, sí, pero aquello no eran verdaderas historias de amor sino ensayos de todo cuanto estaba por venir. Habiendo deseado toda su vida encontrar a alguien con quien compartir su existencia, Evelio Quiroga creyó darse cuenta, y así se lo reprochó a sí mismo, de que había cometido el mismo error fundamental que todas las personas que algún día merecieran su compasión de soltero descontento: creerse enamorado sin estarlo. Pero ahora todo era distinto. Siguió repasando y repitiéndose las virtuosas cualidades durante más de dos días. No lo necesitaba, pero por temor a olvidarlas decidió dejarlas por escrito en una hoja de papel, que guardó dentro de un bolsillo de sus pantalones, y más tarde en otra, y la colocó en la puerta del frigorífico por si acaso la primera se le perdía.

Y al fin se decidió. Poco tiempo después, habiendo recitado, observado y apreciado una y otra vez todas las cualidades, en medio de una noche de temporal enfurecido, resolvió ponerse en contacto con la radio. Escribió despacio sus motivos y las respuestas a las cuestiones necesarias para enviar su comunicación. Por supuesto que temía no ser bien valorado, porque acaso entonces toda su existencia se vendría definitivamente abajo ante el rechazo; pero en aquel momento se veía tan confiado y seguro de sus posibilidades que nada hubiera podido provocar en él un cambio de opinión. No solo se encontraba con el ánimo tranquilo y sólido, sino que además sentía el deber de responder a una oportunidad que era sencillamente única.

Contestó con sinceridad a todas las preguntas, mostrándose tal y como era, sin disimular ninguna rareza ni contradicción, con la convicción de que un alma tan magnífica como la que él estaba seguro de haber configurado al detalle a partir de esas mismas cuestiones entendería cualquier defecto. Cuando hubo terminado, dobló los cuatro pliegos que ocupaba su personalidad entera en estado de transparencia, los metió en un sobre, lo cerró, y a la mañana siguiente fue a la oficina del servicio postal y mandó su futuro por correo certificado.

Entonces sí creyó desesperar. Pasó varios días sin hablar con nadie con excepción del cartero, a quien abordaba a la menor oportunidad para preguntarle si no habría llegado algo para él. Igual que antes, dejó de acudir a jugar al dominó, pero esta vez por causas mucho menos alegres. Se sentía con los nervios atacados, ansioso por recibir algún tipo de respuesta que, a ser posible, confirmara su solicitud. Caminaba con pasos inseguros, hablaba solo. Acudía a las rocas y contemplaba el atardecer, pero ahora sentía una inmensa pena al verse allí, desamparado frente a la inmensidad de una creación que parecía no tenerlo en cuenta.

No dormía, a penas comía ni bebía, y hubiera renunciado a toda esperanza en el porvenir si no hubiera sido porque el quinto día de agosto, demasiados después de su envío, a las once y veinte de la mañana, apareció el cartero en su bicicleta y le entregó, contento al fin de deshacerse de su pesada carga, un sobrecito de papel con un telegrama firmado por la emisora de radio. Lo abrió al instante, pero solo después de elevar los ojos al cielo lo leyó. Las órdenes eran precisas. Evelio Quiroga debía telefonear ‘a la mayor brevedad posible’ a la emisora y confirmar o solicitar una modificación de la propuesta que esta hacía sobre el lugar y la hora del encuentro, programado para el día quince de ese mismo mes, en café de La Peregrina, situado en la capital de la provincia, a las doce en punto del mediodía.

Así es que el día de la Asunción, después de desayunar, el capitán Evelio Quiroga salió de casa con antelación suficiente y fue en autobús hasta la ciudad. En el trayecto tuvo tiempo para pensar en su situación, pero también y sobre todo para repasar su aspecto. Aventuró que quizás hubiera sido conveniente afeitarse el bigote, porque no a todo el mundo le gustan los bigotes; pensó que le faltaba pelo en la cabeza y que sus entradas eran demasiado amplias; se observó las manos y le parecieron rudas en extremo, acaso descuidadas; puede que el jersey no hubiera sido una buena elección, habría sido mejor una chaqueta, algo más formal en cualquier caso; le pareció que el aliento le olía especialmente mal, y supuso que sería cosa de los nervios, pero no del tabaco. Luego se dijo que estaba bien, que a sus casi sesenta años no podía esperar una conquista por combate, sino en todo caso ofrecer una propuesta diplomática sincera. Había visto y había oído, aunque fuera como consecuencia de su trabajo. Leía bastante, manejaba el inglés y el alemán y chapurreaba oportunamente y con bastante decencia el francés; de vez en cuando iba al teatro o a algún concierto; sabía de jardinería, de carpintería, de mecánica y, por supuesto, era un experto reconocido internacionalmente en materia de relojes. Aquello era mucho más de lo que muchos podían ofrecer. Además, ella había tenido que manifestar su conformidad con un encuentro.

Pero no logró reconfortarse por completo. Cuando llegó aún le sobraba tiempo. Como era festivo, la mayor parte de los comercios no había abierto, y tan solo algunos bares y cafeterías, como La Peregrina, mantenían su actividad, complementándose con las iglesias. Decidió dar un paseo por la alameda, y allí se sentó en un banco y observó los edificios construidos a su alrededor. En apenas varias decenas de metros, a ambos lados del parque, se concentraban casi todas las instituciones de gobierno de la provincia. Como tantos otros lugares, aquellos edificios eran el recuerdo de un mundo a punto de desaparecer, de fiestas y bailes, de protocolos perdidos, de antiguas familias con apellidos compuestos de orfebrería dorada, de flores olorosas, de voluntades firmes. Aquel era un universo en retirada, y esas construcciones de piedra sólida y gris, con sus contraventanas blancas preparadas para la lluvia, habrían de ser su última defensa. Como Horacio sobre el Tíber, ellas guardarían el puente de la civilización.

Compró un periódico en un quiosco cercano, que ojeó empezando por el final, como acostumbraba a hacer con normalidad. Vio que la semana siguiente una orquesta extranjera daría un concierto en el Ateneo; si todo iba bien, quizás pudieran ir juntos, aunque la música fuera sin duda lo de menos. Luego se detuvo en el anuncio de unos prismáticos de fabricación alemana que serían enviados por correo, y encontró entre sus necesidades la justificación inmediata para comprarlos. Le hizo gracia el monigote de un pequeño pirata con pata de palo, garfio y sable en alto impreso en una de las esquinas superiores de la última página. Aquel dibujo diminuto, tocado de un bicornio y completado con un parche en el ojo derecho, le infundió un ánimo renovado. Era una figurita de aspecto entrañable y tierno, sin nada que pudiera evocar la amenazante realidad de la piratería y, como él ahora y siempre, se encontraba solo ante el peligro, suspendido frente a todo lo demás.  

Veinticinco minutos antes de la hora acordada se levantó con lentitud y se puso en camino hacia el café de La Peregrina. Empezaba a hacer calor, pero no se quitó el jersey por miedo a descubrir unas arrugas que de ningún modo hubiera podido ver en la camisa, porque la víspera había pasado más de cuarenta minutos planchándola a conciencia. Se sentía más cómodo así, protegido, como el pequeño pirata, por su propia casaca de paisano. Caminó esquivando a cada paso a las muchísimas personas que a esas horas habitaban las calles esperando disfrutar de un día de fiesta. Había gente por todas partes: niños jugando a la pelota, hombres y mujeres vestidos con ropa de domingo, ancianos con bastón siguiendo, para no extraviarse por el camino, la línea de las casas cercanas; pero también mendigos, músicos acordeonistas, guitarristas, violinistas cada veinte o treinta metros, estatuas humanas, malabaristas y, en fin, toda una serie de artistas callejeros que habrían fascinado por su colorido y situación al periodista de aquel suplemento cultural británico.

  Antes de entrar en la plaza en que se situaba el café pasó por delante de la fachada amigable y combada de una iglesia construida en tiempos de la revolución en Francia. No estaba en sus planes, pero entró en el edificio subiendo por uno de los lados de sus escaleras simétricas, y se mantuvo de pie, cerca de la entrada, durante unos instantes. Quiso rezar, pero ya fuera por falta de práctica, o por la notable agitación sísmica de sus ideas en aquel momento en particular, tan solo fue capaz de encomendarse con desesperada convicción a la imagen de una Virgen con cara de verdadera madre blanda y exigente.

El café de La Peregrina estaba al otro lado de una plaza amplia y a doble altura en la que, con evidente ventaja sobre las personas, cientos de palomas deambulaban a su libre voluntad. Evelio Quiroga atravesó la plaza, dudó sobre dónde debía permanecer, y finalmente se decidió a entrar en la cafetería y sondear al encargado ante la posibilidad de que ya lo estuvieran esperando. No era así, y entonces le dijo su nombre por si eventualmente alguien preguntaba por él en los mismos términos. Se colocó en una mesa lejos de la entrada, pero mirando en esa dirección, al fondo, apoyó las manos juntas encima de la mesa y se preparó. Sin duda el lugar era agradable, olía a masa recién horneada y sobre todo a café, el sol entraba con abundancia por unos ventanales que siempre le habían parecido imprescindibles; pero Evelio Quiroga no era entonces capaz de sentir nada de todo aquello, o lo hacía con prisa y lamentándolo, porque en esos momentos su cabeza estaba ocupada en otra cosa.

Se imaginó siendo juzgado de manera desfavorable, y de inmediato su orgullo despertó una sensación de tristeza histórica que le provocó unas irrefrenables ganas de llorar. Comenzó a temblar de nuevo como si un viento polar hubiera alcanzado de algún modo sus nervios: sus mandíbulas se entrechocaban y sus dedos tamboreaban difuminados sobre la madera. Experimentó una ausencia de sí mismo y deseó que nadie acudiera a la cafetería para sentarse frente a él en aquella mesa apartada. Pensó que quizás ella se arrepentiría, al fin y al cabo nadie se debía nada. Tanto mejor. Se dijo así que la situación era absurda y pueril, tan irrisoria como forzada. Un eco de inseguridad rugió en el terreno invisible de su personalidad. En el momento menos conveniente, dadas las circunstancias, se impuso en Evelio Quiroga una racionalidad al límite de la intransigencia, y desmontó uno a uno todos los argumentos que en cualquier otra ocasión hubiera tenido por afortunados. Despreció su flaqueza emocional y su ingenuidad en los asuntos del corazón, aborreció su ligereza y su espíritu mundano, señaló su falta de juicio. Era un viejo miserable sin sentido del ridículo alguno, expuesto por esa razón al estrépito total por causa de las inclemencias más leves. Sopesó embarcarse al día siguiente en un buque cubriendo la baja de algún compañero y desaparecer durante siglos. Era inevitable. Debía aceptar por fin, con entereza y sin giros, el acto de comer en soledad, abandonando sus propósitos de soñador insatisfecho. Lo que sobre todo tenía que hacer, si aún le quedaba una fibra de consideración hacia sí mismo, era levantarse de la mesa, abandonar la cafetería y regresar a casa.

       Aún dudó un último instante. Una mota de esperanza sobrevoló junto al polvo del ambiente, definida por un rayo de sol. Era posible que, contra todo el anterior pronóstico, la cosa saliera bien. La ansiedad se iría calmando poco a poco porque la conversación correría con fluidez, acaso solo interrumpida por unos silencios dulces, el enamoramiento sería recíproco, y pronto empezaría una vida nueva. Dejaría de sentarse solo a la mesa, y entonces lo haría verdaderamente acompañado, lejos de la artificiosa presencia de un programa de radio. Como mucha gente antes, sería la persona más afortunada de la tierra, con la diferencia de que en esta ocasión esa persona sería él y no otra. Pero no sirvió de nada. Había escogido tomar un camino concreto, decidido transitar sendas diferentes de una vez por todas. Despacio, con una dignidad a punto del derrumbe, Evelio Quiroga se puso de pie y pasó entre una fila de mesas donde otros clientes ajenos a sus luchas disfrutaban de un día suelto de preocupaciones; empujó la puerta de la cafetería y justo cuando estaba a punto de salir se cruzó con una mirada y la expresión de una sonrisa que le habrían hecho creer en toda la felicidad y las posibilidades del mundo.

Por Rafa Cotarelo