La atracción predilecta

Tengo que aprender a hablar tamil, me digo mientras maldigo mi pálido rostro de turista occidental. Son las tres de la mañana, acabo de soltar la mochila sobre la cama y he vuelto a pagar de más por una habitación cutre a las afueras del pueblo. Y todo por eso, por ser extranjero. 

Es soltarnos el autobús en la oscura estación y aparece el personaje, generalmente entrado en años, que con una amable sonrisa se ofrece a buscarte alojamiento. Ya sea por el cansancio del viaje y el macuto o con ayuda de la policía local -"no podeis estar aquí a estas horas"- acabas sentado en su tuk-tuk camino del hostal con peor calidad/precio de la zona. 
Este ancho pueblo, asentamiento de casas de colores que se despeñan por la colina como el agua de las cascadas, es, sin duda, un atractivo turístico tanto para la gente del país como internacionalmente. Apiladas unas sobre otras dan lugar a un sentimiento de comodidad, casi familiar por lo cálido de la imagen. El pueblo discurre entre montañas y no tiene límite sino que en su continuidad va a encontrarse con el siguiente pueblo. Sus calles, una hilera de puestos en los que se reparten artículos de toda índole. Chapa, tabla y algo de cacharrería componen los principales puestos de comida rápida, así como las «cafeterías», en las que se sirven vasitos de té con leche hábilmente especiado y agitado. Luego encuentras otro tipo de establecimientos algo menos precarios, donde se venden pañuelos, joyas de toda clase y artículos de la cultura Inida que tarde o temprano terminarán siendo el capricho de un ricachón de larga cartera.

De esta forma llega uno a su nuevo hogar. Que es hogar por la compañía no por el lugar. Dispones todo para darle tu último pensamiento al sueño: mañana intento lavar algo de ropa. Al despertar, las zapatillas teñidas de barro y talco a partes iguales mantienen su humedad como si hubiesen sido sumergidas esa misma noche en los limos del río. Una ventana abierta sopla hacia dentro el fresco viento de la montaña provocando un leve acurrucamiento bajo la manta. Limitado todavía por la pereza y el sueño abro un ojo. Lo cierro. Después abro los dos casi al mismo tiempo y acierto a ver la hora en el móvil. 

Son las once de la mañana y en la calle ya bulle el gentío. Todo es un ir y venir de motos, tuk-tuks y personas de todas las clases. A pesar del ritmo álgido que presenta, el poblado parece algo tranquilo. Es temporada baja y los locales tienen tiempo para charlar entre cliente y cliente o incluso para echar una cabezadita. El monzón ahuyenta en parte al turista. ¿Quién querría irse de vacaciones al hogar por excelencia de las heavy rains? Pero aquí nadie altera sus hábitos. Se sigue rezando en el templo, vendiendo en la calle y conduciendo todo tipo de vehículo. Incluso los camiones más pesados mantienen sus rutas a través de las más intrincadas carreteras de todo el país. 

Así, con el mundo ya encendido, con la hoguera social viva y pujante por quemarte, sales a la calle. De nuevo la vista cae sobre la pareja de blancos que viste lungui y no deja indiferente a nadie. A nuestro paso las sonrisas y comentarios, a cuál menos discreto, van haciendo de nosotros la atracción predilecta.



Por Juan Cabrera