¿Cómo te sientes?
¿Sabrías responderme a esa pregunta elaborando tu respuesta más allá de un automático
y simple “bien”? ¿Te sientes cómodo conectando con tus emociones a un nivel más
profundo? ¿Qué importancia y cuidados le das a tu salud mental?
Quizá estas preguntas son nuevas para ti, y no sería raro. A pesar de que
las emociones y la salud mental son temas que nos incumben a todos,
paradójicamente son grandes desconocidos, por lo que mi principal intención en
este artículo será intentar darlos a conocer, resaltar su importancia y generar así un interés que motive a cualquiera
que lo lea a adentrarse un poco más en el mundo de las emociones y, por
consiguiente, en sí mismo.
Regulación emocional
La regulación emocional es un proceso básico dentro de la inteligencia
emocional, definida como el conjunto de procesos que nos permiten alcanzar un conocimiento
y control eficaz de nuestras propias emociones. El camino hacia una mejor autorregulación
supone una inversión considerable de tiempo, voluntad y paciencia, y a lo largo
de todo él se debe mantener en mente la individualidad de cada persona y
respetar sus distintos ritmos y métodos. Además, a pesar de las mejoras que aparecerán
con el tiempo, es importante conservar siempre la mente abierta a la
deconstrucción, es decir, al crecimiento, al cambio y a la evolución continua
de aspectos que quizá en un principio considerábamos dominados y eficaces pero
que ahora nos replanteamos, por lo que el feedback de las personas que nos
rodean es un factor relevante.
Todo comienza por aprender a ser conscientes de la forma que toma cada
emoción en el propio cuerpo, tanto a nivel físico como a nivel cognitivo. ¿Las
pulsaciones suben o bajan? ¿Los músculos se tensan o se destensan? ¿Cómo es tu
expresión facial? ¿Qué pensamientos pasan por la cabeza? Una vez se haya
evaluado esto, llega uno de los pasos más complicados: darles nombre. No es
difícil darse cuenta de la gran carencia de vocabulario emocional que tenemos, reflejada
en la simplificación y reducción de nuestras respuestas a las seis emociones
básicas: alegría, ira, miedo, tristeza, sorpresa y asco. Pero la verdad es que asignar
a las distintas sensaciones una emoción concreta es fundamental para entender el
desencadenante y la manera de gestionarlas, aunque esto también deba ir
acompañado de la habilidad para gestionar la incertidumbre cuando es difícil
comprender lo que sucede.
De las seis mencionadas antes surgen infinidad de emociones secundarias, conocidas
pero ignoradas: admiración, placer, calma, diversión, impotencia, inseguridad,
frustración, preocupación, rencor, decepción, soledad y un largo etcétera. Ampliar
nuestro repertorio nos ayudará a tener un mayor entendimiento de nosotros
mismos y de nuestra manera de reaccionar ante cada situación, lo cual está
vinculado con el siguiente paso: determinar en la medida de lo posible el
origen o el detonante de estas emociones, así como su significado. Por último,
validar y aceptar cada una de las emociones es imprescindible. Tiene que quedar
claro que no hay emociones positivas y negativas, o buenas y malas, y que no se
debe obviar o evitar ninguna. Todas sin excepción son adaptativas, es decir,
cumplen una función informativa y de guía de la conducta con fines evolutivos y
de supervivencia. El miedo no es de cobardes, ni la tristeza de débiles, sino
que el primero nos pone alerta ante situaciones extraordinarias y potencialmente
peligrosas (aunque es muy importante reconocer cuándo es desproporcionado y
conduce a la aparición de fobias y trastornos desadaptativos) y la segunda disminuye
nuestra activación para facilitar así la introspección y reflexión acerca de la
situación y manda además señales al entorno que avisan de la necesidad de apoyo
social.
Dicho todo esto, cabe destacar que una mayor experiencia y dominio en este
ámbito se traduce también en una mejor habilidad para tomar conciencia de las
emociones del resto, lo cual se nos suele olvidar, pero es más necesario de lo
que creemos. Interésate, pregunta y escucha.
Check-in diario
Incluir como hábito rutinas introspectivas al final del día puede ser muy
positivo para mantener y mejorar esta regulación. Si es una novedad para ti,
puedes empezar probándolo un par de veces a la semana para ir así cogiendo la
costumbre de incorporarlo en tu vida cada vez más frecuentemente. Algunas ideas
serían analizar qué has sentido ese día siguiendo el procedimiento mencionado
anteriormente, qué te energiza y qué no, o de qué estás agradecido y qué crees
que no funciona y deberías cambiar y por qué. Todo esto ayuda a marcar la
diferencia entre estar inmerso en tus pensamientos, dejándote llevar y manejar
por ellos, o simplemente observarlos, tomando un punto de vista lo más objetivo
posible, parecido al de alguien externo, para evitar que las emociones te
dominen. Estas dos situaciones se podrían relacionar con la proactividad y la
reactividad, respectivamente. La primera hace referencia a la toma de control por
parte del sujeto de sus propios pensamientos, palabras y acciones, siendo
consciente de la capacidad que tiene para afrontar cada situación de la manera
en la que decida y crea conveniente, y dirigiendo sus acciones de una manera
consciente y racional. La segunda, en cambio, representa una actitud pasiva guiada
por un sentimiento de incapacidad del sujeto, haciéndole pensar que no está en
sus manos decidir sobre lo que sucede en su vida y, por lo tanto, extinguiendo
cualquier posible voluntad de intentar tomar el control de la situación y
actuar.
Considero necesario mencionar también el autocuidado. Este engloba
cualquier conducta que tenga la finalidad de mantener el equilibrio y la salud,
tanto física como mental, del individuo. Puede tomar forma de acciones “físicas”
como hacer deporte o llevar una alimentación saludable, pero a pesar de que
estas sean las que primero vienen a la cabeza no se deben olvidar las infinitas
posibilidades “psicológicas”. Entre las más importantes destacaría, además de
todo lo ya comentado, aprender a identificar nuestros límites y aquello que no
estamos dispuestos a consentir para tener claro dónde situar las barreras que
el resto debe respetar, y aceptar que a veces la opción más dura ante una
decisión es la más beneficiosa de cara al futuro. Claramente, no es una tarea
fácil y rápida, por lo que detectar y valorar cuándo se necesita acudir al
psicólogo es fundamental. Eliminemos de una vez por todas el estigma que rodea
a esta profesión y a sus pacientes. No tienes que estar “loco” para ir al
psicólogo. Aunque la gran mayoría de casos conocidos sean de sujetos con
trastornos mentales o en situaciones muy complicadas (los cuales tampoco están
“locos”), a veces simplemente necesitamos sentirnos realmente escuchados o
sentimos que estamos atascados en ciertos aspectos de nuestra vida y buscamos
otros puntos de vista y otras maneras más eficaces de gestionar esas mismas
situaciones. El trabajo de un psicólogo abarca todo esto y más, pudiéndose
resumir en “tratar aspectos que interfieren en el transcurso normal del día a
día del sujeto y le impiden llevar a cabo una vida plena y adaptativa”. Y a
pesar de que mucha gente opine que es demasiado caro, creo que al final es
cuestión de prioridades y de dónde coloque cada uno su salud mental respecto a
otras actividades cotidianas como pueden ser salir de fiesta o ir de compras. Al
fin y al cabo, la mente y todo lo que sucede ahí arriba condiciona cualquier
aspecto de nuestra vida de una manera u otra, por lo que a la larga saldrá más
caro el haberla descuidado durante muchos años.
Espero sinceramente que todo esto os haga reflexionar y os incite a realizar
algún cambio, avanzar un poco más y tomar alguna decisión importante. Empecemos
a valorar y a prestar más atención a los momentos en los que las emociones nos
invaden; después de todo, es más fácil llevarse bien con ellas que intentar huir.
Por Beatriz García Valverde