¡Es el fascismo, estúpido!

Reducir un mundo tan complejo como el nuestro a conceptos dualistas me resulta irritante. Muy pocas cosas son blancas por completo o completamente negras. El fascismo parece ser el tono blanco de moda, ese que se quiere puro y libre de todo lo ajeno, que, al parecer, es lo oscuro. La respuesta ante este deleznable grupo de puretas está dejando que desear. Por parte de los políticos, por descontado. Por parte de los medios, por rancios y vendidos al mejor postor. Por parte de la sociedad, y esta es la peor de las partes, por incompetencia y rabia desatada.

Está de moda identificar y criticar comportamientos fascistas igual que está de moda la palabra fascismo. De pronto, en política, todo ha de situarse a un lado o al otro de esta difusa línea. ¡Es el fascismo, estúpido! El maldito determinismo copando nuestras reflexiones y nuestros análisis de la sociedad. Si preguntásemos a Marx, nos diría que el problema es la economía. Freud nos corregiría diciendo que es un simple caso de histeria tratable a través del subconsciente. Y aquí estamos nosotrxs, que creemos haber entendido los problemas del s.XX mientras seguimos reduciendo todo a fascismo sí o fascismo no. Si CDRs, fascismo en las calles; si políticos presos, fascismo en el estado; si me caes mal, fascista cabrón. Y así... 
Pero esperen, aún queda lo más gracioso. Cuando realmente nos encontramos de cara con él, nos quedamos callados, no vaya a ser que identificar el fascismo ante una audiencia de ocho millones de personas vaya a generar controversia.

La idea, la verdad, el pensamiento, son elementos móviles y desagradables que nos torturan a lo largo y ancho de la existencia. Solo al fijar una verdad parece que las tensas cuerdas del pensamiento se relajan. En esto se basa el progreso y el ansia de conocimiento. Pero, qué verdad debemos fijar, nos preguntamos. 

Para ciertos individuos con altura de miras y amplios recursos culturales, es decir, para los autodenominados intelectuales, esta tensión resulta útil. El ansia de verdades se presenta como un gran nicho de negocio del que obtener abundantes ganancias. Aspirantes a intelectuales se agolpan a las puertas de las bibliotecas en busca de ideas caducas que reutilizar en sus discursos. Desentierran estos profetas, ávidos de poder y reconocimiento, los más oscuros productos del pasado. Los discursos más atractivos para el público, los más mediáticos, los más podridos también. Quizás los únicos de los que, en definitiva, la hastiada masa social es capaz de alimentarse. Así, cuando las cosas no van bien, cuando el mundo real se tambalea, el intelectual de turno rebusca entre la basura. Es el momento adecuado, piensa. Ante el caos y la incertidumbre, la gente será capaz de tragar cualquier mierda que se les eche con tal de no perecer ante el abismo. 

Solo necesitas una propuesta atractiva, una moral muy baja y un grupo de individuos desesperados para moldear la realidad social de un país. Con el tiempo y la masificación, las ideas desaparecen y queda un remanente de sentimientos. Una estructura mucho más fácil de vender. Una estructura inmensa pero inestable, que se tambalea peligrosamente de un lado al otro.

Ante la propagación de estas formas de pensamiento y de acción, pero también, frente al simplismo y el determinismo obcecado,  necesitamos herramientas que como individuos nos permitan defendernos de lo que hay ahí fuera. Bombardeos ideológicos, apelación al miedo y reclutamiento de los más indefensos. Comenzando en la escuela (y sin dejar de hacerlo a lo largo de nuestras vidas) debemos aprender a desarrollar la capacidad de análisis. Y no solo hemos de tener capacidad sino intención. Querer entender los complejos mecanismos que rigen una sociedad y actuar en consecuencia ha de ser la base sobre la que se asienten nuestras críticas. 

Sea frente el fascismo o frente a cualquiera de sus hermanos totalitaristas, señalar a diestro y siniestro será tan peligroso como obviar su existencia. Sin una identificación clara, estas ideas caducas seguirán correteando por nuestras calles. Cómodas, saltando de cabeza en cabeza, sin miedo a ser descubiertas.