Por Rafa Cotarelo
El Gusto, 1618. Brueghel El Viejo y Rubens. Museo Nacional del Prado.
«Bienvenido seas (…) si es
para cenar.
Si
es para otra cosa, hablaremos de ella otro día».
El
Banquete, Platón.
Todo
depende del momento, que es esa mezcla de oportunidad, tiempo, dinero y ganas
que jamás se distribuye a partes iguales. Improvisada, madurada durante meses, a
solas, con gente, la ocasión de ir a un restaurante puede darse un lunes, tal
vez un martes. O un miércoles. Es más probable, sin embargo, que acabe por
ocurrir un jueves o, sobre todo, un viernes o un sábado, días preferibles para casi
todo el mundo, como también lo son los domingos a la hora del aperitivo o de
comer. En el fondo, la oferta es tanta como restaurantes existen. O casi,
porque se aferra a esta realidad una clase de establecimientos no transitables,
ni siquiera en teoría imaginables, a los que solo se recurre en caso de engaño
o de urgente necesidad, y a los que por razones de salud pública no cabe
amparar bajo esa original ley de libertad de De gustibus non est disputandum,
que en una licencia poética del castellano viene a significar eso de que para
gustos hay colores.
Excluidos
estos lugares, acudir a un restaurante por gusto aparece como una buena idea, atractiva,
excelente incluso, porque nada gratifica más el espíritu de la mayoría que
verse liberado precisamente de las cargas propias de la mayoría. Aunque no faltan quienes
parecen haber descubierto hoy un arte en lo que siempre fue una obligación.
Quienes entienden la cocina como objeto de museo, de admiración estética, de valores.
Así, para estas personas los alimentos se convierten en elementos dirigidos a
un fin superior; el fogón, en escenario de lucha existencial; el horno, en instrumento
de expiación de culpas y penas; el plato, en reflejo y posterior expresión de
lo íntimo. Una obscenidad. Por suerte, para la gente normal, en cambio,
desayunar, comer o cenar fuera de casa, no cocinar acaso por una vez constituye un respiro que bien puede elevarse a la categoría del lujo necesario o, al
menos, del placer puntual.
Pero como toda ilusión es susceptible de ser rota y toda certeza digna de enturbiarse, una vez que se ha confirmado la intención de salir de casa, no preparar nada y pasar un buen rato surgen los inconvenientes. Porque, en ausencia de un lugar de referencia hecho a base de asiduidad y costumbre —el bar de Manolo, por ejemplo, o el sitio de las tortitas—, lo normal es que una primera duda brote de manera natural: «Y, ¿adónde vamos?». Es una pregunta clara, directa, radical, que a pesar de todo ningún ser humano cabal y con un mínimo de empatía puede responder con inmediata sinceridad. Hay insultos, desplantes y maldades varios que resultan muchísimo más perdonables que la grosería de elegir un restaurante o un bar antes de tiempo. Es necesario, conforme a reglas no escritas de civismo, incluso en los mayores niveles de intimidad, que se produzca un intercambio contradictorio de expresiones de indiferencia —me da igual, donde tú quieras, cualquier sitio me vale—, un debate circular repleto de formalismos y buena educación.
Pero
si este es un paso previo indispensable, no lo es menos de altísimo riesgo. El
rodeo inicial encuentra su razón de ser en la sofisticación, en la búsqueda de
la paz social por medio de un savoir faire fundamental. Es un intento
consciente de apartar el egoísmo. De cortesía. Y por ello ha de ser breve. El
problema es que en ocasiones ese rodeo sobrepasa su propia esencia, se enquista
y se convierte en una circunvalación infinita hacia ninguna parte, y lo que en un
principio era buena voluntad puede terminar por encender una pelea por la
victoria del orgullo sin remedio.
Incluso
sin llegar a este extremo, el atasco en la elección abre un camino de ausencia
e incertidumbre. Entonces, pero solo entonces, para salir del escollo se
despliegan ideas, se abren aplicaciones, se calculan distancias, se comparan
precios y horarios; se debate en torno a la conveniencia o no de una azotea, de
una terraza a pie de calle o no, mejor dentro, que hace frío, aunque con una
chaqueta no tanto; se argumenta a favor o en contra de optar por un lugar
seguro o de lanzarse a descubrir nuevos espacios. Cualquier propuesta es
válida. Las hay lógicas, prudentes, descabelladas, sinceras, ingenuas,
inocentes, osadas, admirables, gloriosas.
Así,
cualquier ciudad avanzada —cosmopolita, que se dice— dispone de un elevado número de lugares a considerar. En España, por ejemplo,
hay restaurantes de los de toda la vida. Tradicionales. Asadores de mantel
blanco amarillento, morcilla de Burgos, cochinillo cortado a platazo limpio y
cuajada con miel o leche frita bien espolvoreada con azúcar blanco; de vino, licor
y copa, pero sin gilipolleces ni colorines ni hierbecitas dentro; de
reflujos y vaivenes, apneas, resoplidos, vértigos; de salir a trompicones con
la vista nublada. En el extremo opuesto cabe sopesar los restaurantes environmentally
friendly —expresión
anglófona que se reduce al singular acto de empaquetar una comida muy verde, muy
sosa y muy aparatosa en una aparente caja de cartón— en
todas sus vertientes y con todos sus matices y confluencias, reinos (o
repúblicas) de zumos y sonrisas bajo el dominio del tofu y la zanahoria en cogobierno
estrecho con la quinoa, alimento cumbre en la nueva gastronomía urbana que
unifica la individualidad ancestral del arroz y la fuerza colectiva de la
sémola.
A
medio camino entre ambos extremos se abre el abismo de todo lo demás.
Restaurantes razonables con raciones sensatas; restaurantes más o menos
eclécticos de ladrillo visto, bombillitas al raso y pijotadas de pitiminí como “patatitas
baby con salsa de romero tierno”, salida de tono permisible siempre y
cuando las croquetas no desaparezcan de la carta, que de todo hay; también restaurantes
temáticos en los que por alguna razón suelen abundar los huevos; y, claro está,
restaurantes o cadenas norteamericanos, italianos, chinos, japoneses,
tailandeses, libaneses, etíopes, venezolanos, mejicanos, indios, rusos: mejores
o peores, casi cualquier país o región dispone de su particular embajada de comedor.
Son,
pues, tantas las posibilidades que al cabo de cinco, diez, quién sabe cuántos
minutos, el resultado se condensa en un catálogo de destinos tan amplio como
inútil, porque si en más de una ocasión la búsqueda podría nutrir una guía
profesional de ocio y tiempo libre, lo cierto es que la mayoría de las veces no
sirve absolutamente para nada. Así, la decisión final suele determinarse por
puro hastío, y en no pocas ocasiones viene dada más por el cansancio y
la soberbia que por las iniciales ganas de pasar el rato.
A
pesar de todo llega la elección. Conviene que sea firme, sin posibilidad de
disidencias, irrevocable cueste lo que cueste. Se acude entonces con cansancio al
lugar convenido, pero con el ánimo renovado, porque ya por fin se acerca el
momento, el hambre aprieta y mira qué hora es, pero no, no hay prisa ya, una
vez aquí vamos a relajarnos y a disfrutar de veras. La conversación fluye, se
respira con calma e incluso la risa parece posible, pero de pronto un nuevo
obstáculo se manifiesta. No, no sabes lo que quieres, porque llevas un cuarto
de hora ojeando la carta sin interés ni concentración, pasando la vista por
encima de decenas de platos y todavía no has decidido. Cabe compartir algo, uno
o dos entrantes, y luego un plato individual, aunque tal vez sea demasiado; o acaso
sea mejor compartirlo todo directamente, pero entonces qué, al menos la
primera opción ofrece menor complejidad.
Se
inicia entonces un segundo debate, un tira y afloja emocional quizás mucho más
arduo que el anterior: uno sabe lo que no quiere pero duda sobre lo que le
apetece. Se descarta, se ordena, se readmite algún descarte, se piensa y
califica, se vuelve a pensar, a ordenar. Se intenta racionalizar la decisión y calibrar
qué es lo que siempre está disponible en casa. Parece obvio decantarse por algo
distinto. Pero no. El camarero del principio, el mismo que hace media hora
preguntó por las bebidas —«y
una jarra de agua, por favor»— regresa: dos minutos más, si no es inconveniente. Luego vuelve y, muy paciente,
aconseja y desaconseja, y responde a preguntas tan elementales, a detalles
tan imposibles que solo quedaría invitarlo a sentarse en la mesa para que se
sintiera uno más en medio de ese caos incontestable. Como el momento apremia
(es probable que quede poco para que cierren la cocina), condensas tus energías
y, en un último movimiento de entrega, te rindes, decides, cierras la carta y
la abandonas. Sabes que tenías que haber pedido otra cosa, es una intuición
bastante bien fundamentada, pero no importa, lo verdaderamente relevante es
haber pasado el momento. La conversación se retoma, la risa reaparece; el
tiempo avanza, la vida sigue.
Decidir
implica renunciar, decir adiós a una realidad entera y posible, perfecta en sí
misma, y escoger en cambio lo evidente, lo sensible, siempre incompleto,
mejorable. Terrible. En efecto, llegan los platos y las sospechas se confirman —sin
duda lo otro habría sido mejor, ay, si estuviéramos donde Manolo—.
Con todo, y a pesar de la elección, es posible descansar, distraerse, olvidarse
del mundo y descubrir en la conversación algún punto interesante, profundizar
una amistad, hastiarse del interlocutor, enamorarse, sentir el corazón
acelerarse en su presencia, asistir al nacimiento de una idea brillante, tal
vez soñar... ¡pero joder, que queda elegir el postre!