Ficción
El autobús abrió de nuevo sus puertas minutos antes de
la medianoche dejando entrar una oleada de personas y del aire caliente
impregnado de humedad que confundía a Madrid aquellos días de finales de
agosto. La mezcla avanzó por el pasillo y entre las paredes del vehículo, y se
esparció cubriendo de forma amortiguada los asientos de terciopelo falso,
llenos de manchas de uso y de sudor viviente, hasta llegar a las últimas
plazas. Un picor doloroso me apretaba entre las cejas, debajo de la piel. Volví
a cerrar los ojos y apoyé la cabeza en el cristal de la ventana. De fuera
llegaba el sonido de una marcha atrás prolongada, e imaginé que la estación
debía de ser en aquel momento un enorme espacio de revuelo y ansiedad. Una
carcajada entre dos mujeres jóvenes me forzó a entreabrir los párpados. Observé
que iba con ellas otro chico y que se sentaban a mi lado con estruendosa
lentitud, dejando un asiento libre de por medio. Mientras terminaban de colocar
sus cosas sentí inquietud y algo de vergüenza, y esperé que ni siquiera
hubieran de notar mi presencia acurrucada. Miré a Lucien. Su cabeza, como la de
Gautier, sobresalía dos filas de asientos por delante. Nos había crecido el
pelo desde que la señora Balla nos lo cortara la misma tarde anterior a que
saliéramos. «Cogeréis piojos», había dicho. «Los piojos se alimentan de
necesidades como las vuestras». Entonces sacó un taburete a la puerta de su
local e hizo que nos sentáramos allí mismo, delante de la calle transitada por
los últimos habitantes que iban al mercado. Nos puso ordenadamente una sábana
vieja encima de los hombros y pasó la maquinilla eléctrica por la superficie
llena de pelo con forma de caracolas negras de nuestras cabezas como si
estuviera segando unos campos redondos en miniatura. Al final Gautier se
levantó y se pasó la mano por el cráneo, sonriendo, y reconoció que así al
menos no tendría que preocuparse por ir a la peluquería durante el viaje.
A lo largo de toda aquella tarde la casa de mamá quedó
atrapada en un ir y venir de personalidades. Aparecieron los más habituales y
conocidos; también gentes del todo ajenas a quienes no había visto en mis casi
diecinueve años de existencia consciente. Me vociferaban consejos
contradictorios, me abrazaban con ruido y me aseguraban que no harían otra cosa
que rogar a Dios por nuestra suerte. Tanta gente coincidió en nuestra pequeña
casa aquel día que hubo incluso vecinos que después de lustros de convivencia
en una ignorancia armoniosa descubrieron mantener opiniones bastante
compatibles a cerca del Gobierno o sobre cómo cocinar el arroz con pollo y
especias para evitar reflujos en el esófago a la hora de la siesta.
Acudió también el viejo Sahir, un marroquí que llegó
al pueblo en una caravana de carros cargados con telas, semillas y relojes de
todos los tamaños dos semanas después de la independencia, cuando todo el valle
padecía las inundaciones que aún hoy estremecen el instinto de los animales y
la memoria de sus dueños más longevos. No llegaba entonces a los treinta años,
y desde aquel instante había mantenido con obstinación su creencia en Alá y en
los demás pilares en un territorio negro de vientos cristianos. Durante meses
corrieron chismes y rumores sobre sus costumbres extrañas, y un malestar
receloso tildó inicialmente de desperdicio que hubiera de utilizar tanta agua
con el único fin de lavarse los pies. Todos los días, al caer el sol, se le
veía caminar a saltitos estrechos por las calles de tierra, con la capucha de
la misma chilaba que utilizara durante más de cincuenta años cubriendo su calva
lisa y sus arrugas blancas y sin sombra, de vuelta de casa del maestro,
sosteniendo debajo del brazo, como si fuera una carpeta, el tablero y las
piezas de ajedrez con los que ambos jugaban mientras bebían una infusión de
hierbabuena. Acostumbraba a perder sus ojos grises, redondos y desprovistos de
cejas en una línea invisible que le permitía perforar todas las mentes y
atrapar las sutilezas mejor disimuladas. Mientras tensaba su bigote seco con
aspecto de gajo de mandarina endurecido aseguró que las travesías por el
desierto eran sin duda la cosa más terrorífica y hermosa que llegó a conocer en
su época de pastor trashumante en el protectorado.
Pasadas varias horas alguien conectó una radio a
pilas. El sonido de la música y el ritmo acabaron por encender el ambiente. Las
mujeres empezaron a batir palmas y a bailar con las niñas en medio del salón,
llegando hasta la calle; los niños y algunos jóvenes jugaban al fútbol; los
hombres, sentados en banquetas y sillas de plástico, echaban partidas de cartas
y hablaban alternativamente de coches y del estado de la cosecha. Algunos,
animados por las heridas arrastradas desde los tiempos en que vinieron a
llevarse a los esclavos, despotricaban contra los países blancos, hasta que un
aroma de tortas recién hechas llegó de la cocina en forma de un vapor cálido
que ablandó la memoria y el rencor de los más beligerantes.
Vi a Lucien bailar con Agnès en una esquina de la
habitación principal, cerca del hueco de la ventana. Poco después de que se
repartieran unos dulces los dos desaparecieron cogidos de la mano. Algo más
tarde volvieron con los ojos hinchados como cuatro sapos; Lucien agarraba a
Agnès por los hombros, dando la sensación de que un mismo cuerpo se hubiera
sometido por razón doble al apurado trámite de un llanto simultáneo.
La reunión continuó así hasta cerca de las once,
cuando mamá interrumpió el canto de los grillos, mandó apagar la radio e invitó
amablemente a todo el mundo a desalojar la casa: «Ya está bien de tanta fiesta;
los chicos tienen que descansar». Y dijo: «De todos modos no hay nada que
celebrar».
El comentario truncó la euforia de los asistentes y
todos, salvo el hijo recién nacido del carpintero, que continuó llorando en
brazos de su madre -tal vez suponiendo que él también merecería una fiesta como
aquella-, abandonaron comprensivos la estancia de la casa de ladrillos usados y
sin pintar que viera por primera vez el día de mi nacimiento.
El autobús perdía ahora velocidad con un zumbido de
turbina al aproximarse a una curva que tomó girando a la derecha. Empezaba a
amanecer por ese lado, y un resplandor rosa iluminaba el cielo de un color
claro y silencioso. A mi lado las dos chicas parecían bromear algo con su
compañero. Exceptuando unos momentos de fugaces cabezadas habían permanecido
toda la noche hablando. Lo hacían ahora, sin embargo, de manera más calmada,
con una tranquilidad punzante. Noté que el chico me miraba y fingí seguir
durmiendo. Pronto volví a escuchar su voz y después risas, e intuí que
recuperaba entre sus amigas el hilo de la conversación.
Quedaban pocos pasajeros cuando el vehículo se detuvo
en un aparcamiento de asfalto amplio y despejado. Me incorporé atento a mirar
por la ventana. Entonces Lucien se puso de pie y preguntó a un hombre con
pendientes si aquello era San Sebastián. «No, no. Irún», contestó el hombre.
«¿San Sebastián?», volvió a preguntar Lucien. «That was before; this, Irun;
Donosti, before», dijo una mujer moviendo una mano como si apartase una mosca
imaginaria que le rondara la oreja. Debimos de mirarnos con cara de ridícula
incomprensión, porque en ese momento el chico de mi derecha se levantó y nos
mostró con más detenimiento y en el aire que ya habíamos pasado por San
Sebastián y que aquella era la última parada de la línea.
Bajamos del autobús y el chico y sus amigas cogieron
unos macutos de la bodega. Completaron de ese modo su actitud de
excursionistas, y poco después nos explicaron que allí iniciaban por gusto y
caminando unas jornadas de ruta por aquella región en algo que vinieron en
llamar «Camino de Santiago». Resultó que el chico hablaba francés por causas
más bien desconocidas, razón por la que, tan pronto como descubrió nuestras
intenciones -e inspirado quizás por una amable resolución aventurera- se
ofreció para hacer de improvisado intérprete mientras sus amigas esperaban sin
queja en una cafetería. Pensábamos haber llegado primero a San Sebastián y
desde allí haber tomado un autobús hacia Burdeos, donde cogeríamos otro en
dirección París. El problema principal consistía, en este punto, en atravesar
la frontera evitando las redadas de policía. Descubrimos entonces la ausencia
de transporte a Burdeos desde aquella estación. Fuera, varios taxistas con
diferentes camisas de cuadros aguardaban para prestar servicio a eventuales
pasajeros. El chico se acercó a ellos y les habló durante unos instantes. Vi
que negaban con la cabeza y que después se encogían de hombros para acabar
señalando en otra dirección. Regresó el chico a nosotros y juntos modificamos
el plan. Habíamos de llegar en todo caso a Hendaya, y proseguir allí nuestro
itinerario original. Para ello resumió la concurrencia de dos alternativas.
Podíamos intentar cruzar a pie la frontera, cosa altamente arriesgada, o coger
una suerte de metro ligero que nos llevaría directamente a la estación de la
primera localidad francesa.
De camino al metro hablamos ligeramente y sin detalles
de nuestra llegada a Málaga. El chico hizo preguntas sobre nuestro viaje, pero
no encontré motivo alguno dentro de los límites del pudor y de la decencia para
revivir la angustia pobre de los últimos meses. Le explicamos que íbamos a
París porque allí un primo de mamá nos esperaba después de haber conseguido
trabajo en una empresa de reformas. Caminábamos los cuatro con prisa, pero aún
pude fijarme en las calles lisas y ordenadas, en las panaderías rebosantes de
dulces, en las casas de balcones con flores de colores de aquel pueblo alejado.
Pensé que habría sido un sitio bonito en otras circunstancias y que a Armelle
le gustaría. De nuevo recordé que al principio no quiso venir a despedirse
porque jamás había aceptado la idea de mi marcha. No apareció en ningún momento
de la víspera. Durante todo el día una congestión entristecida me ocupó la
nariz, provocando que el aire pasara en forma de vaho y de desazón a mis
pulmones. Solamente a última hora de la noche o a primera de la mañana, en la
soledad de mi colchón tirado sobre el suelo, sentí un chasquido cerca de la
ventana y el susurro de mi nombre pronunciado a través de la mosquitera de
soldadura. La oscuridad era completa, pero un segundo llamamiento, seguido de
un «Sal» mucho más afilado que el de otras veces me convencieron de la
inminente aparición. Obedecí la orden con sigilo y abandoné mi casa por la
entrada principal. Avancé en la penumbra hacia la derecha, llegando por fuera
hasta la misma altura de la ventana, y caminé después directamente a los
árboles en que habitualmente nos cobijábamos. Apenas nos encontramos durante
diez minutos. Le prometí volver o lograr que ella viniera cuando alcanzara yo
una posición suficiente. Habló sin escucharme a punto del llanto, pero un
orgullo rabioso de mujer descompuesta le impidió verter una sola lágrima.
Aguantó con la mirada baja mientras le sujetaba las dos manos, hasta que en un
movimiento rápido exhibió una dureza recobrada, alzó los ojos y como últimas
palabras añadió: «No se te ocurra morirte».
Llegamos a la parada de metro. Una encargada y un
vigilante de seguridad nos miraron con curiosidad omnisciente. El chico
seleccionó tres billetes en las máquinas y nos los entregó una vez impresos.
«No podrán pasar; la policía está por todas partes», amenazó con cierta
distancia la mujer. Pero al momento, acaso llevada por un desbocado impulso de
lástima, se delató y dijo: «Esperad». Cogió un teléfono oficial, marcó un
número y cruzó varias palabras con la persona al otro lado. Colgó, y antes de
que el chico se despidiera de nosotros con un apretón de manos definitivo,
resolvió:
—Los gendarmes acaban de pasar por la estación de
Hendaya, volverán dentro de una hora: tienen que montarse en el siguiente
metro.