Esta historia comienza en una calurosa noche de finales de mayo. Un grupo de
amigos se sientan frente a la televisión, dispuestos a entretenerse con una película
rápida antes de dar el día por acabado. El grupo quiere comedia. Después de un
par de sugerencias que son acogidas sin demasiado entusiasmo, uno de ellos se
levanta y dice: “¿Habéis visto el documental de Netflix sobre los terraplanistas?”
Algunos de ellos niegan con la cabeza, mostrando interés. Otros asienten con
una sonrisa. El que había hablado coge el mando de la televisión y accede a su
cuenta de Netflix. “Ya veréis. Es de lo más gracioso que he visto en mi vida”.
El largometraje, titulado "Behind the Curve" ("La Tierra es plana" en español), presenta
la epopeya de un pequeño grupo de personajes obsesionados con desmontar el
paradigma astronómico actual, que ellos consideran una gran conspiración construida
por el gobierno americano, la NASA y la comunidad científica. Según los
seguidores de esta doctrina, la Tierra es un disco que viaja por el universo, el
Polo Norte es el centro del planeta y la Antártida es una gran muralla de hielo
que nos separa del vacío cósmico que hay al otro lado (lo cual explica que esta
zona no haya sido reclamada de forma efectiva por ningún país, según ellos).
Hay grupos diferentes que discuten sobre si el disco está cubierto por una cúpula,
por un cubo o por un vacío infinito, o sobre el lugar que nuestro disco terráqueo
ocupa exactamente en el universo. Sin embargo, el documental solo trata estas
diferencias de una forma tangencial. Un usuario de IMDb, la base de datos
online que recoge información sobretodo tipo de películas y producciones,
resume la esencia de este documental de una forma muy adecuada: “Me da la sensación
de que muchos de los análisis que hay aquí vienen del punto de vista de que
este es un documental sobre por qué la Tierra es plana. La realidad es que este
es un documental sobre la gente que sostiene y comparte esta creencia”. En vez de
centrarse en la teoría del terraplanismo, su surgimiento en 1956 y los
principios “científicos” (si bien extremadamente defectuosos) que utiliza para respaldar
su teoría, el documental se centra en la personalidad de sus seguidores, unos
individuos capaces de realizar auténticas contorsiones mentales para justificar
su versión del universo.
Mark Sergeant contemplando un modelo del universo terraplanista. Justin Burnett (The Record), cortesía de SOUTH WHIDBEY RECORD |
Si lo que se busca es comedia, el documental no decepciona. En los primeros
minutos se nos presenta a Mark Sergeant, un hombre de mediana edad con una
cierta relevancia en el mundillo del terraplanismo, andando por la costa de un
lago y hablando de por qué el planeta que habitamos no puede ser esférico. En
cierto punto, se gira hacia la cámara. “¿Ves esos edificios en la distancia?
Eso de ahí es Seattle. No deberíamos poder verlo, debería haber cientos de
metros de curvatura entre nosotros y ellos”, explica, ayudándose de un dibujo
realizado con la punta de un palo en la arena de la playa. “La razón por la que
estamos ganando frente a la ciencia es porque ella solo sabe lanzarnos matemáticas,
mientras que nosotros simplemente vamos y decimos: ‘Ah, por cierto, eso de ahí
es Seattle’. Eso es todo. Una imagen vale más que mil palabras”, concluye,
aparentemente ignorante de la tremenda ironía que suponen sus palabras grabadas
en video y transmitidas a millones de personas que se están llevando las manos
a la cabeza al escucharlo. Desde luego, una imagen vale más que mil palabras, y
el hecho de que esta sea la primera escena manda un poderoso mensaje sobre el
enfoque temático que va a desarrollar el documental.
A priori, el largometraje trata de ser rigorosamente neutral. En ningún
momento emite un juicio explícito contra las ideas o métodos de los
terraplanistas, y entrevista a muchos de ellos, dejándoles explicar sus motivos
y circunstancias. Entre escena y escena aparecen físicos, astronautas,
profesores y psicólogos que profundizan en el fenómeno del terraplanismo y la
irracionalidad desde múltiples ángulos, pero sin recurrir a la caricaturización
en ningún momento. De hecho, el documental contiene posos de autocrítica. En
una de las escenas más valiosas de "Behind the Curve" se nos presenta un pub
que acoge una noche de "Astronomy on the tap" (Astronomía de grifo), un evento
mensual en el que entusiastas de la astronomía se reúnen para compartir bebidas
y conversaciones y para observar ponentes que, al más puro estilo TED-talk, dan
charlas relacionadas con este campo de la ciencia desde un escenario. En ese momento, un joven
físico llamado Lamar Glover toma el micrófono para hablar sobre lo que llama “síndrome
de superioridad científica”. Después de una broma para romper el hielo, su
discurso toma un giro para recordar al público que la obsesión de los
terraplanistas por buscar la verdad con pruebas empíricas, razonamientos y
experimentos (por muy defectuosos que sean) no está tan alejada del espíritu
original de la ciencia, y anima a sus compañeros a identificarse con el
entusiasmo que ambos grupos comparten para guiar, no humillar, a aquellos que creen sinceramente que la Tierra es plana.
Lo interesante de este largometraje no es tanto su contenido como su forma.
Sobre el papel, el contenido que nos presenta el documental es neutro y
equilibrado (e incluso esto es bastante cuestionable), pero el producto final que nosotros consumimos es inseparable del proceso de grabado y edición. El director de una película
tiene control sobre lo que vemos y oímos a través de herramientas tales como planos de cámara, efectos de sonido o selección de escenas, y, como en todas las producciones cinematográficas, utiliza dichas herramientas para crear matices respecto al contenido explícito que vemos en la pantalla. La escena del lago de Seattle, descrita
anteriormente, es un buen ejemplo de una escena con una intencionalidad muy marcada, pero hay una cantidad infinita de pequeñas migas
de pan que nos dirigen hacia una conclusión predeterminada. Un zoom en un
momento concreto, que hace al entrevistado parecer un visionario demente. Un
plano de Mark Sergeant mirando al infinito mientras la voz de un psicólogo describe,
en un segundo plano, la atracción que esta clase de grupos ejercen sobre
individuos que buscan desesperadamente una forma de validarse. Una música de tintes
heroicos en ciertos momentos ridículos, haciendo que el protagonista resulte
todavía más paródico e infantil. Una escena que se alarga unos segundos más de
lo necesario después de un experimento fallido, de tal forma que las
contradicciones que asaltan a los personajes sean dolorosamente evidentes y su
empeño por seguir creyendo sea más ridículo si cabe. Independientemente de si
siente lástima o desprecio hacia los terraplanistas, o una mezcla de ambos, el
espectador no tendrá problemas en echarse unas risas con sus compañeros
mientras les observa darse cabezazos contra el muro de la realidad. El
documental está hecho para maximizar el entretenimiento del espectador en
detrimento de muchas de las personas que aparecen en él.
Pero una vez el humo se ha disipado y la tele se ha apagado (o incluso
antes, si se tiene la fortuna de prestar más atención durante el documental a
individuos como Lamar Glover en vez de al excéntrico Mark Sergeant), el
espectador quedará con ciertos descubrimientos incomodos que pueden amargarle
ligeramente la diversión. El primero de ellos es que, en nuestra época de
avance científico sin precedentes, donde cada vez más gente tiene títulos universitarios
(especialmente en el mundo desarrollado) y la información es más abundante y
accesible que nunca, siguen existiendo núcleos de irracionalidad flagrante en
el seno de nuestra sociedad que no sabemos cómo manejar. Es más, los últimos
años han visto el auge de movimientos “nuevos” que reabren debates sobre algunos
de los consensos científicos más básicos y aceptados, tales como la efectividad
de las vacunas o la esfericidad de la Tierra. Si estamos dispuestos a dudar de que
nuestro planeta es redondo, ¿cómo vamos a mantener un consenso sobre ideas
abstractas mucho más complejas como democracia, derechos humanos, genética o
robótica?
Los movimientos anti-intelectuales e irracionales como el terraplanismo o
los antivacunas, por poner dos ejemplos, son el elefante en la habitación (como
dicen los anglosajones) de nuestro legado racionalista ilustrado, que considera
que la sociedad puede liberarse y perfeccionarse gracias al conocimiento, que
nos permitirá hacer un uso verdaderamente correcto, o al menos lo más correcto
posible, de nuestra capacidad de decidir. Desde este punto de vista, el
racionalismo parece tener una buena respuesta sobre como garantizar un buen uso
del libre albedrío, que es uno de los problemas filosóficos más recurrentes en
la cultura occidental desde el auge del cristianismo. Una persona racional
puede entender la existencia de instituciones “irracionales” como la religión,
que llevan miles de años establecidas y hunden sus raíces profundamente en la
psique humana, o que una persona simule ser irracional o mantenga creencias
irracionales aun sabiendo que lo son si estas sirven a un propósito lógico. Lo
que una persona racional tiene extrema dificultad para entender es cómo un
individuo que ha nacido en una sociedad con una población altamente formada,
con una vibrante comunidad científica y con cientos de miles de horas de
contenido divulgativo a su alcance sobre absolutamente cualquier tema puede
tomar la decisión voluntaria de ignorar todo lo anterior y adoptar un
conocimiento que no solo es fácilmente refutable, sino que pone en riesgo sus
relaciones sociales, su reputación, sus ahorros y hasta su bienestar físico y
mental. Para un racionalista, los terraplanistas no solo usan horriblemente su
capacidad de decidir, sino que lo hacen de una forma plenamente consciente.
Esta realidad choca frontalmente con la presunción ilustrada de que el ser
humano es racional por naturaleza. Si aún estamos dispuestos a mantener este
precepto, nos vemos forzados a concluir que aquellas personas que son tan
sesudamente irracionales no son, en cierto modo, humanos, al menos en el significado
más absoluto de la palabra. El humano ideal de la Ilustración es una
persona que atiende a argumentos y razonamientos, que está dispuesta a
contrastar sus creencias frente a otras y así aportar a la mejora del
conocimiento colectivo, que cuanto más extenso y verídico sea mejores
decisiones nos permitirá tomar. Los terraplanistas, en cambio, no sólo no
aportan al conocimiento colectivo, sino que amenazan con corromperlo y frustran
a la gente racional con su intransigencia. Por si eso no fuera suficiente,
estas personas están desafiando el consenso científico por decisión propia. Puesto
que han renegado de su deber no escrito de colaborar en el progreso humano, o
al menos de no obstaculizarlo, no son merecedores de consideración o respeto. De
ahí el documental que prendió la chispa detrás de este artículo. Ridiculizar a
un grupo que queda en ridículo con cada una de sus declaraciones es tan fácil
como quitarle un caramelo a un niño, pero no nos parece igual de reprobable. Al
fin y al cabo, los terraplanistas han decidido ponerse una diana en la frente
ellos mismos.
Este artículo no pretende ser un monólogo moralista sobre el abuso de una
minoría indefensa por parte de una mayoría despiadada, aunque contiene ciertos
posos de esta reflexión. Simplemente, pretende ser un análisis profundo de uno
de los principales desafíos a los que nuestro mundo va a tener que enfrentarse
en el futuro cercano, que es la erosión del paradigma racionalista. Esto va más
allá del terraplanismo o de los antivacunas. El celebérrimo populismo, que ha
llevado a la elección de Donald Trump, Jair Bolsonaro y Mateo Salvini o el
chapucero cenagal del Brexit, bebe de la misma irracionalidad y hartazgo
popular que los movimientos anticientíficos. Al igual que los terraplanistas,
los seguidores del populismo han sido frecuentemente denostados y subestimados por
su irracionalidad. El populismo político puede convertirse rápidamente en
populismo económico, poniendo en riesgo la extensa pero sensible red de cooperación
e incentivos que posibilita nuestra prosperidad. Si el racionalismo quiere seguir
siendo el paradigma dominante, y por el bien de todos más nos vale que así sea,
va a necesitar adaptarse a una nueva época en la que la información y las
certezas son más fluidas y cambiantes que nunca, y para eso necesita ser más
humano y flexible, no más intransigente. Debemos combatir las ideas falsas y
nocivas, y la mejor forma de hacerlo es facilitar lo máximo posible que aquellos
que las respaldan puedan abandonarlas. ¿Qué beneficio personal obtendría un
terraplanista, un anti-vaxxer o un Trumpista si revisara sus creencias y
descubriera que no quiere seguir formando parte de ese colectivo? ¿Por qué iba
a romper con su nueva comunidad, en la que se siente valorado y nadie le juzga,
para volver a un mundo mainstream que le ha ridiculizado inmisericordemente? En
esta clase de situaciones, las ideas suelen trascender su significado y
convertirse en anclas para la identidad de aquellos que las siguen. Abandonar
la propia identidad es mucho más doloroso y complejo que abandonar una idea, y
es algo que debe ser tenido en cuenta a la hora de diseñar una estrategia que
reduzca esta problemática.
Puede que no logremos convencer al núcleo apostólico del terraplanismo
sobre lo ridículo de sus ideas, ni seamos completamente capaces de extinguir
las ascuas de irracionalidad que arden, con mayor o menor fuerza, en el corazón
de nuestra sociedad. Nuestro objetivo debería ser construir un paradigma más
humano y comprensivo sin renunciar al racionalismo que tan buenos resultados a
dado y sigue dando. La viabilidad de nuestra forma de vida podría depender de
ello.