Por Rafa Cotarelo.
A Jean d´Ormesson, escritor, filósofo, poeta
le gustaba repetir una cita de Goethe, el escritor, el filósofo, el poeta: «Wie
es auch sei, das Leben, es is gut». “Sea cual sea, la vida es buena”. O bella. Enfrente,
claro, están las penas, las catástrofes, las enfermedades; hay muerte por todas
partes. Es cierto que el mal reina a veces durante largos períodos convertido
en dueño y maestro de toda una generación o de una época. Existen ejemplos por
doquier. Cualquiera puede contar sin esmerarse la cantidad de noticias tristes
que se escucha a lo largo de un solo día, son decenas, cientos. Sin duda la realidad
es cruel. La vida es así y se acepta. Por eso parece lógico que el escepticismo,
uno de los muchos remedios contra la decepción, o la desconfianza rompan la
superficie amable y llana de la ingenuidad. Poco a poco las personas nos
acostumbramos a las contradicciones, a los golpes. Hay quien opina, más o menos
convencido, que con eso nos endurecemos y nos hacemos más fuertes.
Pero, al contrario, el mundo también puede
ser otra cosa. Hoy mismo voluntarios por todas partes arriesgan su tiempo e incluso
su vida para salvar del desastre a miles de personas que, por injusticia, por
la avaricia o la ambición de otros, o simplemente por cuestión de mala suerte
cuentan con menos oportunidades. He aquí una ruptura de la ley de la selva.
Lejos de la imposición, la comodidad se remueve y, alterada por algo más grande,
se desvanece. El Bien, pues, tiene cabida y la esperanza parece posible.
En un plano bien menos dramático, de
detalles sencillos, la realidad alcanza en ocasiones límites maravillosos de
ternura. En medio de esta naturaleza que a pesar de todo se regenera y se abre
paso con impulso, aleatoria y ordenada, llena de sensaciones, de gustos,
colores y formas, el Sol calienta, el viento sopla. Hay en un solo charco
millones de formas de vida distintas. Una pequeña grieta y un poco de agua
bastan para el nacimiento de una planta. Después, gradualmente, despacio, los
árboles, los animales, toda una creación autónoma pero dependiente, que
funciona. Mucho más tarde, casi en el último segundo, surgen las
civilizaciones, la cultura, las lenguas; se forman complejos sistemas de
organización social con reglas y valores, y posteriormente todo se destruye y
termina hasta que un nuevo orden —mejor,
peor, simplemente distinto— comienza de nuevo.
Hay, sin embargo, pocas certezas en el
mundo. Nuestra inteligencia y nuestra habilidad son limitadas y, a pesar de los
razonamientos de la ciencia y de todos nuestros esfuerzos por comprender el
origen de la vida somos incapaces de responder a las preguntas más elementales.
Sabemos por qué llueve, qué causa un terremoto o un tsunami, con una pastilla o
un jarabe azucarado curamos enfermedades letales hace apenas sesenta años,
recorremos en unas cuantas horas distancias que dos siglos atrás habrían
necesitado meses de viaje, la humanidad ha enviado transbordadores y personas
al espacio, parece que incluso empieza a aclararse de forma más o menos fiable
el mecanismo de los agujeros negros. Contamos para todo eso con una serie de
explicaciones más que convincentes. Porque sí, todo es abordable desde un punto
de vista científico. Todo es interacción física, química, reacciones, mera
transformación de una materia en constante cambio. Existen causas y resultados.
Pero, al contrario, aparece una sola pregunta que lo desajusta todo; primera,
definitiva: ¿qué hago aquí?
Poco importa entonces el resto. Llegados a ese
límite, nada ni nadie puede responder con seguridad. Porque podría, en efecto,
no haber nada. Ni estrellas, ni planetas —¿qué
es el oxígeno, sino una minúscula probabilidad?—, ni mucho menos mares, ríos, montañas; nada de insectos ni
de flores ni, desde luego —¿cuál era esta vez la posibilidad?— , seres humanos. Y sin ellos, sin
nosotros, nada de pensamiento, la maravilla con la que todo comienza y cuya
ausencia equivaldría al vacío absoluto. Nada de ideas o de emociones, nada de
sentimientos. Y, sin embargo, se mueve.
Esta vida extraña en la que casi todo cabe
de algún modo, en la que todo pasa y nada deja de existir y de la que tan solo
podemos aventurar el propósito está ahí y, al menos en la parte que nos toca, es
real. Aun en el caso de que no fuera descabellado, como muchos han formulado, que todo fuera un sueño, lo cierto es que a pesar de ello,
en un sueño o sin él, somos capaces de ver y de tocar; tenemos calor y frío;
lloramos, reímos, a veces incluso al mismo tiempo. Está el gusto por la música,
la calurosa sensación de un olor agradable, ese estremecimiento al chocar con
los ojos de un ser en concreto. Cuando, sentados a escasos metros de un
acantilado, miramos a los lados y descubrimos, frente a nosotros, la enormidad de
un mar o de un océano que golpea más abajo contra las rocas produciendo un
estruendo seco y potente, y al mismo tiempo vemos esa misma agua espumosa
expandirse y cubrir en otro punto, entonces relajada, la superficie de un
espacio que la marea aún no ha rebasado por completo; cuando, caminando bajo el
cielo puro de una tarde de verano, se contemplan tantos paisajes sublimes y se exclama:
“¡Qué belleza!”, entonces se tiene la sensación de formar parte de algo mucho
mayor y se logra, siquiera por un instante, creer en la grandeza de esta vida
única.
«No soy más que un viajero, un peregrino
de este mundo. ¿Sois vosotros algo más?», sentencia el protagonista de Las
desventuras del joven Werther, del mismo Goethe —el escritor, el filósofo, el poeta—, en medio de la incomprensión. Se lo dice
a su amigo y nos lo dice a todos. Nos movemos, cambiamos, existir nos empuja
siempre hacia adelante, irrefrenable, y el tiempo, que todo lo contempla, se
expande y se contrae con firmeza y propia voluntad. En todo este proceso
delicioso y terrible los altibajos surgen y el contraste funciona. Al mismo
tiempo, todo está tan repleto de claroscuros que la ambigüedad se levanta en norma.
Al final, como Werther, los habitantes de esta realidad inexplicable caminamos a
ciegas por un camino ondulado, divididos tal vez entre el gusto y el espanto, mientras
ocurre todo lo demás.
Fruto del asombro y de nuestra necesidad
de contar y dejar huella, los seres humanos hemos ingeniado maneras que, además
de la ciencia y sin contradecirla, intentan capturar y resolver el enigma de la
existencia de este mundo. Se dice que los artistas son descendientes directos
de aquellos individuos que en la Prehistoria permanecían, por su carácter
reservado, observador y solitario, o por su diferente complexión física,
incapaces de medirse con el cazador, al fondo de las grutas. Ellos inventaron
una forma diferente de vivir. Más sutil, por entonces menos ruidosa, pero sin
duda algo más duradera que la de sus semejantes. Porque el arte trasciende, remueve, sobrevive. Desde que aquel primitivo sapiens plasmó en la pared el contorno de una
mano hasta la actualidad más inmediata, la historia de la humanidad ha sido y
es un constante intento de superar lo tangible del presente material. De
expresar y transmitir; de perdurar.
La arquitectura, la escultura, el cine, la
fotografía, y por supuesto la pintura, la música, el baile y la literatura en
todas sus formas, cada disciplina artística se muestra así como una alternativa
de la misma pulsión universal. Lejos de contentarnos con admirar la realidad,
los seres humanos nos empeñamos en reproducirla o imitarla y, a veces, en
inventarla. Porque no nos basta solo con contemplar; el verdadero impulso, el
más poderoso e inabarcable de todos, se da en producir. La creación como esencia
última.
A pesar de todo, más allá de las preguntas
sin respuesta, de las intuiciones, de la realidad tal y como parece ser —compleja, fructuosa, inútil—, un sentimiento íntimo nos recorre y una
seguridad nos reconforta. Estamos aquí y vivimos. Nada más simple y a la vez
tan increíble. Y al final, la única quizás, una convicción. Un encuentro. Dentro de lo efímero, en ese
minúsculo rincón del Universo en que el ser humano se asienta con torpeza,
lleno de reflejos y de pensamientos en el aire, un sentimiento explicable pero
lleno de sutilezas nos abarca y nos conmueve, definitivo. Mucho antes de su desesperación,
entre admirado y convencido, lleno de sensibilidad y respeto por el regalo de
la existencia, el joven Werther, alter ego de Goethe —el escritor, el filósofo, el poeta—, escribe al mismo amigo: «Wilhelm, ¿qué
sería sin amor el mundo para nuestro corazón? ¡Una linterna mágica sin luz! ¡Apenas
pones la lamparilla aparecen sobre tu blanca pared imágenes de todos los
colores! ¡Y aun cuando no fuera más que eso, fantasmas pasajeros, constituyen
nuestra felicidad si los contemplamos como niños pequeños y nos extasiamos ante
esas apariciones maravillosas!». Nada nuevo.