Por Rafa Cotarelo.
Me enteré de la anécdota hace pocos
meses, mientras veíamos la tele a última hora de la tarde, en uno de esos intervalos
de transición que amortiguan y dibujan las partes de un día. Estábamos sentados
en el salón, ella con las piernas cruzadas y en ropa de andar por casa,
sujetando el mando, y yo recién duchado y a punto de salir. Hacíamos de vez en
cuando algún comentario sobre el programa de la tele, la comida del domingo o
el tiempo en la costa norte, y fue precisamente en uno de esos intercambios
cuando, distraído, le pregunté de nuevo acerca de París para escuchar otra vez,
por gusto, el inicio de lo que en tantas ocasiones me había contado de forma general.
Durante más de veinte años, en los
meses de primavera, viajó con su hermana pequeña y compañera desde su pueblo de
balleneros vizcaínos hasta la primera ciudad de Francia -en
autobús al principio y, más tarde, cuando pudieron permitírselo, en tren- para
asistir a unos cursos de peluquería. Siempre se alojaron en el mismo sitio: una
pensión modesta en el centro y cerca de la Madeleine, con número en una calle
repleta de pequeños hoteles que temporada tras temporada vieron cerrarse en la soledad
de los años de la globalización. Eran, para Francia y para el mundo, los tiempos
tardíos del existencialismo, de la nueva cultura, de los descubrimientos
vitales. Édith Piaf y Camus, infortunados, acababan de morir. El resto, Foucault,
Sartre y Beauvoir, Malraux, también los extranjeros -Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa-, permanecía. Era la época de la
revolución permanente, del Partido Comunista (o de los partidos comunistas);
del final del reinado del general de Gaulle. El momento de
la ruptura, de los rêveurs con su folie, en que una parte del mundo parecía
haber empezado a mirar hacia delante, trotando o de paseo, acaso simplemente
enamorada: «Tous les garçons et les
filles de mon âge/ se promènent dans la rue deux par deux/ tous les garçons et
les filles de mon âge/ savent bien ce que c´est d´être heureux», que diría
Françoise Hardy. Ella, mientras tanto, llevaba muchos años ganándose la vida.
-¿Cuándo
fue la primera vez que fuiste?- le pregunté.
Miró hacia arriba y se pasó la mano
por la boca, girando la cabeza. Pensó. La primera vez faltaban unos meses para
que cumpliera veintinueve años. Hicimos cálculos y nos aseguramos. Llegaron
en mayo. La temperatura media de aquel mes -hay registros oficiales- fue
tres grados y medio por debajo de lo habitual y, aunque sin mucha lluvia, un
eco de tormenta empezó a condensarse el ambiente.
Había en el Barrio Latino, no lejos del
Panteón, un establecimiento donde solían comprar instrumentos y cosméticos para
la peluquería. Hasta allí se desplazaban después de las demostraciones y clases
del curso para encontrar lo que en España resultaba más caro o era directamente
inexistente. Un día, al salir de la tienda, las dos hermanas se encontraron con
gente, con muchísima gente, con un torrente de gente huyendo desbocada de la policía, aunque hay quien dice
que también y en cierto modo todas esas personas corrían delante del
aburrimiento. Sin comprender nada, las dos hermanas se apresuraron por el
Bulevar Saint-Michel, entraron en la estación de metro más cercana y volvieron
a su pensión inquietas y cargadas con las bolsas llenas de champú. «Aquello me parecía de terror. Yo no
sabía qué estaba pasando»,
me dijo con los ojos muy abiertos y la voz sincera de la sorpresa.
Percibieron revuelo en la pensión
cuando llegaron. La propietaria del hotelito escuchaba una radio en la
recepción mientras hablaba con otra mujer. No manejaban todavía el francés, de modo
que cuando se les intentó explicar algo no lo comprendieron. Decidieron entonces
refugiarse en su habitación. Sin poder entender los periódicos, al día siguiente
su ceguera ante la realidad continuaba. Tanteaban imágenes y titulares negros en
las primeras páginas propios de acontecimientos tan graves como los que
reflejan el temblor de los cimientos de un estado. Peor aún, algunas palabras
aisladas, captadas por semejanza, iluminaban las suposiciones más oscuras.
Solo cuando regresaron a casa conocieron
la noticia que durante días de aislamiento habían estado contemplando sin necesidad
de intermediarios. París parecía sucumbir ante un levantamiento de estudiantes.
Las fábricas se habían contagiado y los obreros y sindicatos llamaban a la
huelga general en toda Francia. El mundo aguantaba la respiración preocupado o
lleno de esperanza. Un rumor de cambio marcaba el paso con incertidumbre. A ellas
sus vecinos les preguntaban lo que habían captado con sus propios ojos y les demandaban,
incrédulos y jocosos ante su desconocimiento, los detalles de un suceso
histórico que no fueron conscientes de presenciar. Lo cuenta ahora, regalándome su historia, con su nervio
natural. Con su energía obstinada. Divertida y con algo de orgullo, recuerda con su
propia memoria cómo para ellas, dos jóvenes vascas que por entonces no alcanzaban
los treinta años, aquel mes de mayo de 1968 fue, ni más ni menos, el tiempo en
que visitaron París por vez primera en un viaje de trabajo.