Todas las posibilidades

Puerto con el embarque de Santa Úrsula, de Claudio de Lorena. *

Por Rafa Cotarelo 

Hay en el mismo centro de Londres un puerto fluvial, no muy grande, para embarcaciones de recreo. Veleros medianos y otros barcos similares a los que se ven en cualquier pueblo de veraneo en la costa, con nombres como Rebel Lady, Catalina, Amusant o Blue Star. Principalmente blancos y azules, con algún elemento verde, brillantísimos todos en una nitidez de cera que contrasta con el agua turbia en la que se duplican los cascos. El lugar, dividido en tres o cuatro espacios irregulares por medio de pasarelas y compuertas de hierro, está delimitado por varios edificios de ladrillo barato que hasta hace no tanto aún servían como almacenes y depósitos de té, de café, de especias y de tantas mercancías llegadas de ultramar, de los lugares de más allá de las fronteras de la metrópoli y también del imperio. Esos mismos edificios, ya reformados, muchos con la fachada de un cristal transparente, son ahora con toda probabilidad el último elemento tangible, la única infraestructura que resiste en el activo de las corporaciones que los utilizan hoy como sede y centros de trabajo.

El puertecito es, pues, un espacio de contrastes; de tensión histórica y de modernidad mezcladas con ocio, placer y ensoñaciones. No es difícil, mientras se escucha de vez en cuando un graznido de gaviotas, imaginarse allí un olor que viene de antes, aunque de no hace tanto, a humo de chimenea y a carbón, a industria; el crujido de la madera de los pantalanes, las campanas y el tensar de cabos, cables y velamen; las bocas de dientes negros y casi putrefactos de los marineros y de los estibadores. Pero en ese entorno es más sencillo aún dejarse llevar a otros lugares. En verano, a última hora de la tarde, entre la calima y la ligereza reflejada sobre el Támesis, uno puede ver ponerse el sol en medio del Atlántico o escuchar cómo rompen las olas en una playa de Tailandia. Hasta ese puerto llegan entonces las fragancias de la Cartagena arrebatada o las de un Oriente lleno de seda y de jazmín, de naranjos por la noche. El calor del desierto, la sed de exploración, la ansiedad por la riqueza, el ardor de la filantropía y de la ciencia. En invierno, la lluvia y los cacahuetes al caramelo flotan bajo la piedra azulada de un puente que es antes puerta y barrera, el símbolo y la última defensa de un tipo concreto de civilización.

En el extremo de uno de los muelles, planificado de forma oblicua a modo de espigón para proteger una de las esquinas del interior del puerto, hay un edificio de planta circular rodeado de unas columnas blancas que apuntalan una cúpula de óxido. La construcción, que quizás fuera en su momento un pequeño observatorio o más probablemente un almacén o un faro, tiene una apariencia tan religiosa que recuerda a uno de esos templos clásicos que la pintura cubre de historias como la de Santa Úrsula embarcando en el río Tíber al amanecer; o, en términos paganos, al oráculo de alguna deidad griega o romana. Tanto da, porque el lugar lo ocupa hoy una cafetería de las que, encadenadas internacionalmente, ofrecen café con leche de forma sistemática. Por algún motivo, por simple rutina, por memoria, por algún detalle o por afecto, y porque no siempre el gran capitalismo había de resultar enemigo de la belleza, a un amigo mío le gusta pasar por allí cuando viaja a Londres; empezar o acabar el día sentado en el segundo piso de la torrecilla y hacer como que lee cuando en realidad tan solo observa o utiliza el móvil y sobre todo se distrae a través de la redonda cristalera.

Me cuenta mi amigo que la última vez que estuvo allí fue hace un par de meses, y en ese sitio se encontró con una conocida a quien no veía desde hacía un par de años. Descubrieron que por causas distintas ambos estaban en la ciudad y en seguida planearon verse. Fue a media tarde, detalla mi amigo, aunque por estar en Inglaterra y en esas fechas ya había anochecido, y todo en el ambiente hacía pensar en una lluvia imposible. La humedad del aire a esas horas era feroz y, mientras esperaba delante del templo simulado la llegada de su amiga, un estremecimiento de frío y nervios complicó esa respiración hormigueante que antecede a los reencuentros ilusorios. Cuando, minutos antes de la hora acordada, finalmente apareció, se abrazaron con la sinceridad y la fuerza de quienes han compartido un tiempo cuya explicación no corresponde por entero al azar, sino a una cierta dosis de imprevisibilidad forzada.

Hablando de cosas generales, del futuro, recordando anécdotas, explicando comportamientos, mi amigo apreció ciertas cosas que creyó no haber notado en su momento y que quizás ella no quiso o no pudo mostrar entonces. Aquella tarde, sentados y con una taza de café encima de la mesa, demostraba la misma ironía aplastante y el mismo ingenio de siempre, pero también cierta despreocupación y a la vez ganas, ternura y acaso incertidumbre. Percibió algún cambio profundo en ella y así se lo dijo, y anotó cómo su antiguo estado de permanente misterio se había transformado en algo mucho menos grave, casi pacífico, por razones bien fundamentadas. Hablaba con el acento encantado que el Caribe envuelve de nostalgia, pausado y melancólico, aunque a ratos asombrosamente lleno de potencia, como si de tanto en tanto una necesidad de reafirmación involuntaria surgiera para acortar las distancias propias de este mundo. Pero sobre todo escuchaba con sus ojos grandes y redondos, tan negros -aún más oscuros y brillantes en aquel ambiente de luz escasa- que parecen recordarlo todo con sensibilidad y destreza.

Cuando regresaron a la calle, la lluvia, esperada y tan fina como si fuera polvo mojado, llevaba cayendo ya un buen rato. A los dos les había vencido la pereza y mucho antes, al salir de casa, cada uno por su cuenta había supuesto que valía la pena arriesgarse y confiar en que la descarga de agua no acabara por producirse sin con ello se evitaba llevar el peso insoportable de un paraguas en la mano. Sin siquiera cubrirse la cabeza, decidieron aun así caminar un poco alrededor del puerto y seguir conversando. Fue así como descubrieron los nombres de los barcos. Pero poco a poco las gotas de lluvia se iban haciendo más gruesas y los charcos que formaba más amplios y profundos, y el viento más helado, con lo que a esas alturas sólo una firmeza profundamente temeraria constituida en la cabezonería misma hubiera estado dispuesta a aplazar la vuelta por más tiempo. Anduvieron todavía un poco más, por cuanto no tenía sentido recurrir al transporte público en aquella zona, y para cuando se despidieron sus cabezas rebosaban tanta agua como si hubieran estado buceando durante horas. En el límite del soportal de un edificio del lado opuesto del río se dijeron adiós con el conocimiento inevitable de no volver a verse en un futuro próximo y, antes y después de desearse suerte a través de otro abrazo último y prolongado,  mi amigo intentó esforzarse en recordar la cara suave y dibujada de ella y esos mismos ojos que por casualidad había contemplado por primera vez la mañana de un domingo, hacía más de dos años, en medio del olor a rancio y a madera vieja de una biblioteca.

A menudo resulta angustioso pensar en cuánta gente así, interesante y cautivadora, aparece por casualidad en nuestra vida y pasa sin mayor consecuencia que un recuerdo o una historia contada. Ocurre, sobre todo, en experiencias cortas pero intensas, cursos, viajes, momentos en los que la emoción y el compartir forman una realidad paralela. Pero también en los ambientes más cotidianos, el amigo de un amigo, una visita puntual, alguien en una fiesta, la abuela que hace ya sesenta años consiguió acabar una carrera en ciencias económicas. Uno entonces se pregunta cuántas personas formidables se irán difuminando por culpa de un contexto encogido en el que no da tiempo a casi nada, o tal vez sólo a lo más superficial y efímero. Entristece saber que muy probablemente la mayoría de todas esas personas formidables, inteligentes, con las que se comparte alguna idea y a la que se dedican varios pensamientos, difícilmente volverán a cruzarse. Fastidia que todo sea sin remedio a trocitos, que también lo bueno se disipe y la mayor parte de este conocimiento potencial quede reducido al deseo; que, para producirse, acabado su contexto original, cualquier repetición necesite de excusas, tan inestables siempre. Agota tener que condensar todas las posibilidades en una buena o mala impresión muy al principio, en unas cuantas palabras al inicio de un saludo o de una conversación, a veces llenas de vergüenza y de muchas cosas vacías, o muy de vez en cuando también otras de apariencia más profunda, cuando lo que ocurre es que uno rabia de ganas por no parecer profundo ni vacío sino de darse con tranquilidad y franqueza. O ni siquiera eso, otras situaciones en las que no se da ni un cruce momentáneo, ni un breve intercambio, ni un solo encuentro. 

Porque cuántas son las personalidades que jamás conoceremos, aunque hubiera de ser por referencia o a trazos de pincel. Cuántas las mentes que podrían despertar nuestra curiosidad y nuestra admiración si dispusiéramos del suficiente tiempo y a las que no tendremos acceso ni podremos seguir la pista, de las que no quedará conocimiento alguno. Personas extraordinarias cuyos pensamientos nos serán del todo ajenos, a las que no será posible amar llegado el caso. Pero incluso cuando cualquier intento de poner remedio a esta dispersión constante parece inútil, aún quedan espacios para ponerse al día. Una tregua en medio de la nada. Al fin y al cabo el mundo es un buen lugar para estar acompañado; o a lo mejor, pienso en mi amigo, para volverse a ver de vez en cuando. Para poder contarle a alguien las cosas. Esos mismos viajes, las preocupaciones, algún chiste y muchas tonterías, la persistencia en un plan imposible. Para esperar que a uno lo entiendan.


*Fuente de la imagen: Wikimedia.