Por Rafa Cotarelo
Hay en el mismo centro de Londres un
puerto fluvial, no muy grande, para embarcaciones de recreo. Veleros medianos y
otros barcos similares a los que se ven en cualquier pueblo de veraneo en la
costa, con nombres como Rebel Lady, Catalina, Amusant o Blue Star.
Principalmente blancos y azules, con algún elemento verde, brillantísimos todos
en una nitidez de cera que contrasta con el agua turbia en la que se duplican
los cascos. El lugar, dividido en tres o cuatro espacios irregulares por medio
de pasarelas y compuertas de hierro, está delimitado por varios edificios de
ladrillo barato que hasta hace no tanto aún servían como almacenes y depósitos
de té, de café, de especias y de tantas mercancías llegadas de ultramar, de los
lugares de más allá de las fronteras de la metrópoli y también del imperio.
Esos mismos edificios, ya reformados, muchos con la fachada de un cristal
transparente, son ahora con toda probabilidad el último elemento tangible, la
única infraestructura que resiste en el activo de las corporaciones que los
utilizan hoy como sede y centros de trabajo.
El puertecito es, pues, un espacio de
contrastes; de tensión histórica y de modernidad mezcladas con ocio, placer y
ensoñaciones. No es difícil, mientras se escucha de vez en cuando un graznido
de gaviotas, imaginarse allí un olor que viene de antes, aunque de no hace
tanto, a humo de chimenea y a carbón, a industria; el crujido de la madera de
los pantalanes, las campanas y el tensar de cabos, cables y velamen; las bocas
de dientes negros y casi putrefactos de los marineros y de los estibadores.
Pero en ese entorno es más sencillo aún dejarse llevar a otros lugares. En
verano, a última hora de la tarde, entre la calima y la ligereza reflejada
sobre el Támesis, uno puede ver ponerse el sol en medio del Atlántico o
escuchar cómo rompen las olas en una playa de Tailandia. Hasta ese puerto
llegan entonces las fragancias de la Cartagena arrebatada o las de un Oriente
lleno de seda y de jazmín, de naranjos por la noche. El calor del desierto, la
sed de exploración, la ansiedad por la riqueza, el ardor de la filantropía y de
la ciencia. En invierno, la lluvia y los cacahuetes al caramelo flotan bajo la
piedra azulada de un puente que es antes puerta y barrera, el símbolo y la
última defensa de un tipo concreto de civilización.
En el extremo de uno de los muelles,
planificado de forma oblicua a modo de espigón para proteger una de las
esquinas del interior del puerto, hay un edificio de planta circular rodeado de
unas columnas blancas que apuntalan una cúpula de óxido. La construcción, que
quizás fuera en su momento un pequeño observatorio o más probablemente un
almacén o un faro, tiene una apariencia tan religiosa que recuerda a uno de
esos templos clásicos que la pintura cubre de historias como la de Santa Úrsula
embarcando en el río Tíber al amanecer; o, en términos paganos, al oráculo de
alguna deidad griega o romana. Tanto da, porque el lugar lo ocupa hoy una
cafetería de las que, encadenadas internacionalmente, ofrecen café con leche de
forma sistemática. Por algún motivo, por simple rutina, por memoria, por algún
detalle o por afecto, y porque no siempre el gran capitalismo había de resultar
enemigo de la belleza, a un amigo mío le gusta pasar por allí cuando viaja a
Londres; empezar o acabar el día sentado en el segundo piso de la torrecilla y
hacer como que lee cuando en realidad tan solo observa o utiliza el móvil y
sobre todo se distrae a través de la redonda cristalera.
Me cuenta mi amigo que la última vez que
estuvo allí fue hace un par de meses, y en ese sitio se encontró con una
conocida a quien no veía desde hacía un par de años. Descubrieron que por
causas distintas ambos estaban en la ciudad y en seguida planearon verse. Fue a
media tarde, detalla mi amigo, aunque por estar en Inglaterra y en esas fechas
ya había anochecido, y todo en el ambiente hacía pensar en una lluvia
imposible. La humedad del aire a esas horas era feroz y, mientras esperaba
delante del templo simulado la llegada de su amiga, un estremecimiento de frío
y nervios complicó esa respiración hormigueante que antecede a los reencuentros
ilusorios. Cuando, minutos antes de la hora acordada, finalmente apareció, se
abrazaron con la sinceridad y la fuerza de quienes han compartido un tiempo
cuya explicación no corresponde por entero al azar, sino a una cierta dosis de
imprevisibilidad forzada.
Hablando de cosas generales, del futuro,
recordando anécdotas, explicando comportamientos, mi amigo apreció ciertas
cosas que creyó no haber notado en su momento y que quizás ella no quiso o no
pudo mostrar entonces. Aquella tarde, sentados y con una taza de café encima de
la mesa, demostraba la misma ironía aplastante y el mismo ingenio de siempre,
pero también cierta despreocupación y a la vez ganas, ternura y acaso
incertidumbre. Percibió algún cambio profundo en ella y así se lo dijo, y anotó
cómo su antiguo estado de permanente misterio se había transformado en algo
mucho menos grave, casi pacífico, por razones bien fundamentadas. Hablaba con
el acento encantado que el Caribe envuelve de nostalgia, pausado y melancólico,
aunque a ratos asombrosamente lleno de potencia, como si de tanto en tanto una
necesidad de reafirmación involuntaria surgiera para acortar las distancias
propias de este mundo. Pero sobre todo escuchaba con sus ojos grandes y redondos,
tan negros -aún más oscuros y brillantes en aquel ambiente de luz escasa- que
parecen recordarlo todo con sensibilidad y destreza.
Cuando regresaron a la calle, la lluvia,
esperada y tan fina como si fuera polvo mojado, llevaba cayendo ya un buen rato.
A los dos les había vencido la pereza y mucho antes, al salir de casa, cada uno
por su cuenta había supuesto que valía la pena arriesgarse y confiar en que la
descarga de agua no acabara por producirse sin con ello se evitaba llevar el
peso insoportable de un paraguas en la mano. Sin siquiera cubrirse la cabeza,
decidieron aun así caminar un poco alrededor del puerto y seguir conversando.
Fue así como descubrieron los nombres de los barcos. Pero poco a poco las gotas
de lluvia se iban haciendo más gruesas y los charcos que formaba más amplios y
profundos, y el viento más helado, con lo que a esas alturas sólo una firmeza
profundamente temeraria constituida en la cabezonería misma hubiera estado
dispuesta a aplazar la vuelta por más tiempo. Anduvieron todavía un poco más,
por cuanto no tenía sentido recurrir al transporte público en aquella zona, y
para cuando se despidieron sus cabezas rebosaban tanta agua como si hubieran
estado buceando durante horas. En el límite del soportal de un edificio del
lado opuesto del río se dijeron adiós con el conocimiento inevitable de no
volver a verse en un futuro próximo y, antes y después de desearse suerte a
través de otro abrazo último y prolongado, mi amigo intentó esforzarse en
recordar la cara suave y dibujada de ella y esos mismos ojos que por casualidad
había contemplado por primera vez la mañana de un domingo, hacía más de dos
años, en medio del olor a rancio y a madera vieja de una biblioteca.
A menudo resulta angustioso pensar en
cuánta gente así, interesante y cautivadora, aparece por casualidad en nuestra
vida y pasa sin mayor consecuencia que un recuerdo o una historia contada.
Ocurre, sobre todo, en experiencias cortas pero intensas, cursos, viajes,
momentos en los que la emoción y el compartir forman una realidad paralela.
Pero también en los ambientes más cotidianos, el amigo de un amigo, una visita
puntual, alguien en una fiesta, la abuela que hace ya sesenta años consiguió
acabar una carrera en ciencias económicas. Uno entonces se pregunta cuántas personas
formidables se irán difuminando por culpa de un contexto encogido en el que no
da tiempo a casi nada, o tal vez sólo a lo más superficial y efímero. Entristece
saber que muy probablemente la mayoría de todas esas personas formidables,
inteligentes, con las que se comparte alguna idea y a la que se dedican varios
pensamientos, difícilmente volverán a cruzarse. Fastidia que todo sea sin
remedio a trocitos, que también lo bueno se disipe y la mayor parte de este
conocimiento potencial quede reducido al deseo; que, para producirse, acabado
su contexto original, cualquier repetición necesite de excusas, tan inestables
siempre. Agota tener que condensar todas las posibilidades en una buena o mala
impresión muy al principio, en unas cuantas palabras al inicio de un saludo o
de una conversación, a veces llenas de vergüenza y de muchas cosas vacías, o muy
de vez en cuando también otras de apariencia más profunda, cuando lo que ocurre
es que uno rabia de ganas por no parecer profundo ni vacío sino de darse con
tranquilidad y franqueza. O ni siquiera eso, otras situaciones en las que no se
da ni un cruce momentáneo, ni un breve intercambio, ni un solo encuentro.
Porque cuántas son las personalidades que jamás conoceremos, aunque hubiera de
ser por referencia o a trazos de pincel. Cuántas las mentes que podrían
despertar nuestra curiosidad y nuestra admiración si dispusiéramos del
suficiente tiempo y a las que no tendremos acceso ni podremos seguir la pista,
de las que no quedará conocimiento alguno. Personas extraordinarias cuyos
pensamientos nos serán del todo ajenos, a las que no será posible amar llegado
el caso. Pero incluso cuando cualquier intento de poner remedio a esta dispersión
constante parece inútil, aún quedan espacios para ponerse al día. Una tregua en
medio de la nada. Al fin y al cabo el mundo es un buen lugar para estar
acompañado; o a lo mejor, pienso en mi amigo, para volverse a ver de vez en
cuando. Para poder contarle a alguien las cosas. Esos mismos viajes, las
preocupaciones, algún chiste y muchas tonterías, la persistencia en un plan
imposible. Para esperar que a uno lo entiendan.
*Fuente de la imagen: Wikimedia.