El fenómeno de Gabriel y don Ricardo



Por Rafa Cotarelo. 

«El abuelo era probablemente el ser más concreto que yo conocí, y sus historias eran las de la guerra civil, las peripecias de la política, y me hablaba a mí como si yo fuera un adulto. Cuando el abuelo murió, su mundo se acabó, pero el recuerdo del abuelo (…). Es difícil olvidar un abuelo así».
Gabriel García Márquez


Descubrí a Gabriel García Márquez de una manera algo convencional: por obligación y con cierta indiferencia, como casi todo el mundo que vive y estudia en este país e imagino que en muchos más, especialmente en los hermanos que comparten nuestra lengua. A diferencia de los encuentros únicos, que el azar cubre con el gusto memorable de lo que sólo ocurre por casualidad, la suerte no influyó demasiado en el hallazgo. Fui, al principio y como tantos otros, instruido teóricamente acerca de la genialidad del escritor y, más tarde, examinado sobre la lectura de alguna de sus obras. Por esta razón, de Crónica de una muerte anunciada apenas si recuerdo verme de pie, en el metro, con un ejemplar en edición de bolsillo de letra grande y hoja gruesa, volviendo a casa en la primavera del último año de secundaria. Leía entonces a marchas forzadas para cumplir con el trámite, incapaz de ponerle una cara definitiva a su autor y confundiendo su nombre con el de otros escritores de los que obligatoriamente aparecen en esas listas que fuerzan a emparejarlos con sus títulos de forma abrupta y sin matices, como si de un juego de memoria se tratara. Fuera de aquello, y exceptuando tal vez el previsible final de Santiago Nasar -o acaso también la impresión del puerto de una ciudad sofocante a la que había de llegar un obispo en visita oficial-, no soy capaz de rescatar argumento o sensación algunos. Quizás viniera después un intento poco concienzudo de abordar los Doce cuentos peregrinos, de los cuales solamente logré interesarme, en aquel momento, por uno cuyo protagonista era un antiguo presidente de la América meridional y en el que se narraba su vida de exiliado en la ciudad suiza de Ginebra.

En cualquier caso, no volví a saber nada más de García Márquez hasta dos años después, cuando, de nuevo en forma de lectura obligatoria y a razón de algo más de uno o dos capítulos por semana, me hicieron visitar por vez primera el pueblo de Macondo. En el intervalo, la mañana del trece de abril de un año antes, a dos días exactamente de su setenta y siete cumpleaños, mediaba la muerte de mi abuelo. Flotaba por eso en mi particular ambiente de aquellas semanas esa cualidad amarga y única que aparece sin nombre ante el recuerdo solemne del final de una vida. Ese ánimo concreto influyó con fuerza en la percepción de lo que ocurrió entonces. Durante la lectura de Cien años de soledad, el diecisiete de abril, un año y cuatro días después de aquel acontecimiento familiar -precisamente cuarenta y ocho horas más tarde de la eventual fecha en que mi abuelo hubiera alcanzado los setenta y ocho años-, el mundo conoció la triste noticia de la muerte de Gabriel García Márquez.

La extraña simetría de ambas fatalidades quebró mi entendimiento, y de algún modo encontré en aquella coincidencia una íntima comprensión, una ligera conciencia de que estaba presenciando un hecho de suave y extraordinaria belleza. Al mismo tiempo que gran parte de mi tristeza se desvanecía, separándose así la maleza del recuerdo alegre, petrificándose la agradable memoria de los actos de amor, las circunstancias me invitaron a conocer realmente a Gabo. Descubrí, porque nunca ha de subestimarse el poder de la parafernalia, las bondades de las flores amarillas. Me acerqué a la figura de García Márquez de manera distinta, y poco a poco me fue cautivando la poderosísima imagen del hombre tímido que defiende un tipo felicidad anclado en la nostalgia; un ser cuya fascinación por el mundo y sus implicaciones lo impulsaba a crear historias tan ciertas como la vida misma. Interpreté esas historias de manera distinta, e involuntariamente el recuerdo de mi abuelo y mi acercamiento a su propia vida comenzaron a dibujarse desde otra perspectiva.

En las tardes en que el cielo de Madrid se vuelve de un azul deslumbrante y metálico de pura intensidad, me resulta especialmente sencillo revivir ciertos detalles de mi abuelo. La seriedad permanente y el ceño fruncido de su cara, interrumpidos sólo ocasionalmente por sus ataques de risa repletos de lágrimas; su andar, sin violencia alguna, pero rítmico e imponente, avisador. También esa rara dualidad de su carácter ante la que, de un lado, se podía sentir el temor de confesar una ilusión o una idea (por mucho que uno la pensara una genialidad) que pudiera parecer ingenua a sus ojos, no digamos ya una gilipollez, -«capullo», habría de cortar con ese apelativo máximo-; y, al mismo tiempo, el orgullo maravillado en el caso de contar con su favor, porque entonces, y sólo en esas ocasiones he visto cómo resulta la ausencia de toda duda, uno era consciente de estar pensando o procediendo conforme a la razón, la prudencia y el buen juicio absolutos. Aunque puede que lo más fácil de recobrar sea la genialidad sin esfuerzo de una memoria de siglos y la comprensión innata y llena de experiencia del comportamiento humano. 

Ignoro si leyó alguna vez a García Márquez, porque más allá de la novela histórica sus gustos literarios tendían, principalmente y por unas descomunales ganas de conocimiento, a lo más serio o práctico en términos comunes, hasta el punto de que, según tengo entendido, una vez lo acompañó un manual de ingeniería de los materiales como lectura básica de veraneo. Pero lo cierto es que a pesar de todo se ha venido produciendo desde aquel mes de abril un extraordinario efecto, temo que bastante próximo a un encantamiento, que consiste en una fenomenal e incesante unión de paisajes, nombres, sensaciones y circunstancias procedentes de los complejos mundos de ambos hombres.

Cada vez que me acerco a una de sus novelas, cuando leo alguno de sus cuentos, veo en los orígenes del Gabriel Gabito la infancia de aquel Ricardo, don Ricardo, al que todavía hoy llaman Carín quienes lo conocieron en aquella época, y contemplo, como su particular Guajira, esa Asturias a la que nunca habría de renunciar a pesar de la distancia y cuyos caminos hoy recorre con un ronroneo eléctrico el coche que compró el mismo año de mi nacimiento. En mi imaginación descompongo las narraciones y las mezclo con elementos que sólo conozco en la antigua casa encalada y recubierta de pizarra que, dos generaciones antes de la llegada al mundo del abuelo, un viudo y apresurado padre compró para su hija, -todavía niña en aquel momento-, acaso Úrsula Iguarán, para que trabajara sus tierras junto con varios labriegos en sus ausencias de hombre de negocios.

Igualmente, en ningún otro lugar como allí rememoro con tanta claridad los personajes y entornos del maestro universal. Así, el jardín del doctor Juvenal Urbino tiene las mismas palmeras que las que hay plantadas en la huerta trasera de la casa, delante de las cuerdas de tender. En verano, cuando hay tormenta, temo que llueva tanto que los campos se inunden durante varias décadas y los habitantes de la zona hayan de construir barcazas o piraguas con trozos de madera a la deriva; cuando sale el sol, un húmedo bochorno impide respirar con la normalidad que se presupone a los aires del norte. Creo que los magnolios del jardín vallado han crecido tanto porque algo en la tierra los impulsa a liberarse sin dejar de proteger la intimidad de los vivos, y cada vez que los contemplo estoy tentado de colgar una hamaca y una jaula con un loro insolente de sus troncos. A veces, el sonido del tren en la distancia me sorprende asomado a la ventana del comedor, y entonces me acuerdo de cuando trajeron el ferrocarril o de la madre que fue a visitar la tumba de su hijo un martes a la hora de la siesta. De modo que, desde hace algunos años, poco después del inicio de la primavera, entre otras muchas cosas de las que suceden en abril, las figuras de Gabo y de Carín se entrelazan durante varios días y sus ideas se asoman con especial vehemencia, y entonces recuerdo con sorprendente nitidez aquella tarde remota en que mi abuelo me llevó a conocer cómo aparcan y despegan los aviones, aunque esa sea, quizás, otra historia.