El día que estreché la mano a Zapatero

Era una tarde de noviembre, realizaba un periodo de prácticas en un periódico y me aburría porque no tenía gran cosa que hacer, como ocurría a menudo. Por aquel entonces pensaba que el periodismo consistía en cubrir lo que te mandaban, como sucedía en las películas, pero pronto descubrí que dependía mucho más de lo que yo me moviera, las noticias que yo propusiera... Esa tarde me mandaron a la presentación de un libro sobre los grandes discursos de Manuel Azaña. El motivo era que a la misma acudía invitado el entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero. Y allí fui yo a ver si sucedía o se decía algo interesante.

La presentación transcurrió sin novedad. El libro parecía interesante, el autor habló sobre el proceso de investigación y el presidente agradeció con cortesía haber sido invitado. A continuación se ofreció un pequeño tentempié y, por casualidades de la vida, aún no sé cómo aparecí a solas frente al presidente, mientras una nube de periodistas entraba en ese momento en la sala y el jefe de prensa los retenía porque supuestamente no se iba a permitir hacer preguntas al presidente. Tenía que aprovechar esa carambola así que me presenté al presidente, le pedí permiso para hacerle una pregunta, él me estrechó la mano e improvisé rápido una pregunta antes de que alguien se diera cuenta de que yo no debía estar allí. ¿Por qué los políticos de ahora no hacen grandes discursos, tan admirables como los de la época de Azaña?

Zapatero afirmó entonces que en esta época en la que la información se consume tan rápido, en televisión no da tiempo a emitir todas las intervenciones de los diputados, ni siquiera una de ellas completa, pero que si asistiéramos diariamente al Congreso, comprobaríamos que aún hay ciertas intervenciones que merecen la pena. Y tenía razón. Al menos en lo primero.

Da la sensación de que en lugar de consumir medios de información, somos nosotros los consumidos. La política debería ser una tarea de ritmo lento, argumento razonado y pelea de posicionamientos bien fundamentados y me niego a creer que ninguno de nuestros políticos crea en esto. Pero es evidente que la inmediatez y los focos de los medios de comunicación han cambiado el guion. Se podría decir que hemos pasado del criterio al griterío. 

Hace poco leí que en España no debatimos, discutimos. Y me pareció acertado. La discusión parece que tiene un punto más de grito, de pelea por llevar la razón, mientras que el debate implica exponer la postura de cada uno y ver si existe algún punto en común. Sería fantástico (¿y utópico?) pensar que no siempre hay que llevar la razón. Que basta con exponer tus ideas y tratar de convencer con ellas al votante. Escucha, estas son mis ideas, ¿estás de acuerdo con ellas? ¿Quieres votarme?

Hoy parece más importante enterrar las ideas del otro, ponerle a caer de un burro, que erigir tus propias ideas (¿o será que no son defendibles?, ¿o será que no tienes claras cuáles son tus ideas?). En una de estas discusiones que tanto se dan en Facebook, un usuario compartía una opinión en la que afirmaba que Vox era una partido anticonstitucionalista. Otro usuario, afín al partido, respondía fieramente (en mayúsculas): "¿y acaso Podemos no lo es también?". Esto es la política española que vemos por los medios. Si tú me criticas yo no desmiento lo que dices de mí, te ataco. Eso no es debatir; eso no es hacer política. Es circo. Y cuanto más circo haya, menos política veremos y menos control tendremos sobre el ejercicio de la soberanía popular. Porque, sí, tenemos derecho a votar y decidimos hacerlo o no, pero si nuestra educación política solo es aquella que consumimos a través de los medios de comunicación y las redes sociales, si nuestro voto depende de que me caiga bien o mal tal político o de quién grita más, es como quien tiene la pornografía como única educación sexual (cosa que también sucede, por cierto).

Espero que sea cierto que hay buenos discursos y políticos con las ideas bien claras y que saben debatir y hacer política, señor presidente, le habría dicho hoy. Ese día le di las gracias, recibí un nuevo apretón de mano (blando, por cierto) y me marché a la redacción a contar lo que había sucedido por si tenía cabida en algún rincón del periódico.

Nunca llegué a escribirlo. Hasta hoy.

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