Para estudiar
en una biblioteca de cualquier ciudad, digamos de mediana en adelante, es imprescindible estar en buena forma.
Hay que hacer mucho, desear bastante y esperar poco rendimiento. Si es por la
mañana, conviene despertarse, una, dos, tres (o cuatro) alarmas, levantarse,
ducharse, vestirse, desayunar al menos un café bebido, un té, un colacao, salir
de casa, coger el coche o la bici o andar, caminar al metro, al autobús, al
tranvía, y luego esperar, correr, apretarse, oler -olerlo todo, en el mejor de los
casos perfumes y colonias moderados (vainilla, jazmín, a veces chocolate, algún
cítrico sutil y evocador, al menos algo fresco), pero también lociones rancias,
ungüentos pegajosos, chamusquina; aunque todo significa también oler los
alientos, las axilas y los intestinos, las corrientes cálidas de la ventilación
y el aire sugerente de los tubos de escape -,
mirar arriba, mirar abajo, abandonar la lectura por un empujón al libro,
colocarse, descolocarse, recolocarse, permitir con paciencia y civismo que la
persona de al lado o de detrás le cotillee a uno la pantalla del móvil, husmear
en la pantalla del móvil de la persona de delante, y por fin bajarse, seguir
andando y alcanzar la biblioteca. Inspirar, resoplar y entrar, buscar sitio,
esperar sitio, suplicar un sitio y preguntarse seriamente si de veras toda esa
gente que está allí vive en el mismo mundo, si utiliza el mismo medio de
transporte que uno mismo porque, aunque hoy no se haya dado mal, no había
huelgas ni paros convocados ni tampoco averías, lo cierto es que hace
veinticuatro minutos que han abierto y no hay una silla libre.
Se está entonces a punto de abandonar, de dar el día y
quizás la semana por perdidos, nadie necesita asentarse tanto como la angustia
planificada, y justo cuando la idea de tomar un café para probar suerte más
adelante aparece como la más razonable, alguien, al fondo, baja la pantalla del
ordenador, recoge sus cosas y se levanta. En ningún caso favorece evidenciar la
vacante y hacerse notar antes de tiempo por culpa de las prisas, pero mientras
se determina con inocencia que ningún ser vivo ocupará el destino es necesario
ir estrechando la distancia, acercarse a la mesa pegada a la ventana salvando
cuerpos, patas, cables y caras serias hasta dejar caer el bolso o la mochila
con la dignidad intacta. Ninguna sensación, nada que tranquilice más que el
sonido de los brazos saliendo por las mangas del abrigo, la satisfacción de la
misión casi cumplida a pesar de todo, sentarse y contemplar la realidad de otra
manera, con calma y con deseo, porque estudiar en una biblioteca es una
vocación, una silenciosa pero seductora llamada a la necesidad y al postureo
que necesita de un espíritu optimista, de emprendimiento y de búsqueda de la
felicidad en el deber tan acusados que sólo les es concedido experimentar a
ciertas personas en la faz de la tierra.
Una vez redecorado el santuario -erigir una botella de
agua aporta distinción-, aún queda por delante el grueso de la empresa. Se
comienza poco a poco, se leen y se subrayan algunas páginas o se refresca el
procedimiento de alguna solución, pero ninguna batalla puede ganarse con el
estómago punzando, es ciertamente una irresponsabilidad, así que como la salud
es lo primero uno debe salir en busca de auxilio nutritivo.
Satisfecha esta necesidad, y después de responder a
los últimos mensajes en el móvil, nada impide dedicarse enteramente a la obra.
Media vuelta, una vuelta entera de las agujas a la superficie del reloj en los
días buenos, una y media en el más brillante de todos, hasta que una segunda
necesidad aparece, remota al principio, pero gradual y en constante aumento
llegando a convertirse en algo imperioso, jamás antes ha dolido tanto, quizás
en aquel viaje en que no había gasolineras, pero nunca más hasta este momento.
La concentración perdida hace rato, probablemente demasiado, pero desde luego
no es esa ahora la mayor de las preocupaciones. Levantarse, correr la silla con
sigilo mal disimulado y apresurarse al baño. Después regresar en paz, reconciliado
con la calma y el sentido de la obligación. La disposición del alma como nueva
y sin un cuerpo del que ocuparse hasta dentro de un tiempo, la amenaza
reaparece y la tarea se reinicia, pero a pesar de las técnicas de concentración
y de las covers acústicas, a pesar del
miedo sobre todo, hace tiempo que la banda ancha de la atención dejó de
conducir. Acaso sea el aumento de la temperatura o de la densidad del aire
concentrado, puede que sólo una cuestión de aburrimiento, pero uno no deja de
levantar los ojos, primero, y la cabeza entera, después. Los coches aparcados
en la calle, las luces que cuelgan, el parpadeo del detector de humos, los
planos de las salidas de emergencia, el chico que se pone de pie y se marcha,
la chica rubia que pasa por el pasillo, la chica morena que pasa por el
pasillo, las miradas -interesantes, atractivas, vacías, aburridas, pero miradas por
todas partes-, el anciano que se bambolea con toda la sección de prensa en la
mano rumbo al sillón de la primera planta, los cacahuetes de la mesa de
delante, el viaje por Europa de ese idiota, la intuición de que algo ha pasado
en el mundo y de que hay que mirar las noticias, la desilusión porque no ha
pasado nada destacable. Un mensaje, una respuesta, una conversación.
Es probable que a esas alturas uno sienta hambre hasta
desfallecer y, aún con dudas, decida interrumpir todo el proceso. Bastante se
ha hecho ya, mucho más que en casa por lo menos; desde luego queda mucho, pero
no tanto como cuando hace unas horas se abandonó la cama contribuyendo al
devenir del mundo, no está mal así. Y el camino inverso, recuperar y guardar
las herramientas, levantarse, el placer de estirarse y de empujar los brazos
por las mangas del abrigo, acomodárselo. Contemplar sitios vacíos, no
codiciarlos, no necesitarlos, retroceder y salir, abandonar de verdad el
edificio a otra hora y en otras circunstancias sin haber logrado más que una candidatura a la desesperación y un viaje al abismo, ir a casa, a la cafetería o a
cualquier parte, engañarse para distraerse con seguridad y confianza, esta
tarde más o quizás no, esta noche o ya mañana, sin resistencia y otra vez.