Conste que no es tan fácil


 

Por Rafa Cotarelo.

Estudiantes en una biblioteca

Para estudiar en una biblioteca de cualquier ciudad, digamos de mediana en adelante, es imprescindible estar en buena forma. Hay que hacer mucho, desear bastante y esperar poco rendimiento. Si es por la mañana, conviene despertarse, una, dos, tres (o cuatro) alarmas, levantarse, ducharse, vestirse, desayunar al menos un café bebido, un té, un colacao, salir de casa, coger el coche o la bici o andar, caminar al metro, al autobús, al tranvía, y luego esperar, correr, apretarse, oler -olerlo todo, en el mejor de los casos perfumes y colonias moderados (vainilla, jazmín, a veces chocolate, algún cítrico sutil y evocador, al menos algo fresco), pero también lociones rancias, ungüentos pegajosos, chamusquina; aunque todo significa también oler los alientos, las axilas y los intestinos, las corrientes cálidas de la ventilación y el aire sugerente de los tubos de escape -,  mirar arriba, mirar abajo, abandonar la lectura por un empujón al libro, colocarse, descolocarse, recolocarse, permitir con paciencia y civismo que la persona de al lado o de detrás le cotillee a uno la pantalla del móvil, husmear en la pantalla del móvil de la persona de delante, y por fin bajarse, seguir andando y alcanzar la biblioteca. Inspirar, resoplar y entrar, buscar sitio, esperar sitio, suplicar un sitio y preguntarse seriamente si de veras toda esa gente que está allí vive en el mismo mundo, si utiliza el mismo medio de transporte que uno mismo porque, aunque hoy no se haya dado mal, no había huelgas ni paros convocados ni tampoco averías, lo cierto es que hace veinticuatro minutos que han abierto y no hay una silla libre.

Se está entonces a punto de abandonar, de dar el día y quizás la semana por perdidos, nadie necesita asentarse tanto como la angustia planificada, y justo cuando la idea de tomar un café para probar suerte más adelante aparece como la más razonable, alguien, al fondo, baja la pantalla del ordenador, recoge sus cosas y se levanta. En ningún caso favorece evidenciar la vacante y hacerse notar antes de tiempo por culpa de las prisas, pero mientras se determina con inocencia que ningún ser vivo ocupará el destino es necesario ir estrechando la distancia, acercarse a la mesa pegada a la ventana salvando cuerpos, patas, cables y caras serias hasta dejar caer el bolso o la mochila con la dignidad intacta. Ninguna sensación, nada que tranquilice más que el sonido de los brazos saliendo por las mangas del abrigo, la satisfacción de la misión casi cumplida a pesar de todo, sentarse y contemplar la realidad de otra manera, con calma y con deseo, porque estudiar en una biblioteca es una vocación, una silenciosa pero seductora llamada a la necesidad y al postureo que necesita de un espíritu optimista, de emprendimiento y de búsqueda de la felicidad en el deber tan acusados que sólo les es concedido experimentar a ciertas personas en la faz de la tierra.  

Asegurado el dominio sobre ese reino de la personalidad que florece en tal espacio -limitado al este y al oeste por la pesadumbre, al sur con una espalda sin rostro y, al norte, con el inalterable cuerpo de la angustia-, comienza un proceso de movilización y de despliegue instrumental. Lo principal en esas circunstancias es tener a mano y bien visibles un ordenador, apuntes propios y prestados, fotocopias, ejercicios, casos prácticos, a ser posible algún examen tipo test desempolvado por herencia, muchos folios en blanco, cuadernos cuadriculados, a rayas o lisos; bolígrafos, bolis azules, bolis negros, bolis rojos, bolis verdes, bolis rosas, bolis grises, bolis naranjas; subrayadores y rotuladores planos, redondos, cortos, largos o en paquete; lápices. Conviene al menos disponer de goma y sacapuntas, correctores de tinta (líquidos, de bobina o brocha), pósits, clips y una buena grapadora por si acaso. Hay quien utiliza tapones para las orejas, quien se sirve de cascos y de música y quien, por el contrario, prefiere luchar en soledad ambiente.

Una vez redecorado el santuario -erigir una botella de agua aporta distinción-, aún queda por delante el grueso de la empresa. Se comienza poco a poco, se leen y se subrayan algunas páginas o se refresca el procedimiento de alguna solución, pero ninguna batalla puede ganarse con el estómago punzando, es ciertamente una irresponsabilidad, así que como la salud es lo primero uno debe salir en busca de auxilio nutritivo.

Satisfecha esta necesidad, y después de responder a los últimos mensajes en el móvil, nada impide dedicarse enteramente a la obra. Media vuelta, una vuelta entera de las agujas a la superficie del reloj en los días buenos, una y media en el más brillante de todos, hasta que una segunda necesidad aparece, remota al principio, pero gradual y en constante aumento llegando a convertirse en algo imperioso, jamás antes ha dolido tanto, quizás en aquel viaje en que no había gasolineras, pero nunca más hasta este momento. La concentración perdida hace rato, probablemente demasiado, pero desde luego no es esa ahora la mayor de las preocupaciones. Levantarse, correr la silla con sigilo mal disimulado y apresurarse al baño. Después regresar en paz, reconciliado con la calma y el sentido de la obligación. La disposición del alma como nueva y sin un cuerpo del que ocuparse hasta dentro de un tiempo, la amenaza reaparece y la tarea se reinicia, pero a pesar de las técnicas de concentración y de las covers acústicas, a pesar del miedo sobre todo, hace tiempo que la banda ancha de la atención dejó de conducir. Acaso sea el aumento de la temperatura o de la densidad del aire concentrado, puede que sólo una cuestión de aburrimiento, pero uno no deja de levantar los ojos, primero, y la cabeza entera, después. Los coches aparcados en la calle, las luces que cuelgan, el parpadeo del detector de humos, los planos de las salidas de emergencia, el chico que se pone de pie y se marcha, la chica rubia que pasa por el pasillo, la chica morena que pasa por el pasillo, las miradas -interesantes, atractivas, vacías, aburridas, pero miradas por todas partes-, el anciano que se bambolea con toda la sección de prensa en la mano rumbo al sillón de la primera planta, los cacahuetes de la mesa de delante, el viaje por Europa de ese idiota, la intuición de que algo ha pasado en el mundo y de que hay que mirar las noticias, la desilusión porque no ha pasado nada destacable. Un mensaje, una respuesta, una conversación.

Es probable que a esas alturas uno sienta hambre hasta desfallecer y, aún con dudas, decida interrumpir todo el proceso. Bastante se ha hecho ya, mucho más que en casa por lo menos; desde luego queda mucho, pero no tanto como cuando hace unas horas se abandonó la cama contribuyendo al devenir del mundo, no está mal así. Y el camino inverso, recuperar y guardar las herramientas, levantarse, el placer de estirarse y de empujar los brazos por las mangas del abrigo, acomodárselo. Contemplar sitios vacíos, no codiciarlos, no necesitarlos, retroceder y salir, abandonar de verdad el edificio a otra hora y en otras circunstancias sin haber logrado más que una candidatura a la desesperación y un viaje al abismo, ir a casa, a la cafetería o a cualquier parte, engañarse para distraerse con seguridad y confianza, esta tarde más o quizás no, esta noche o ya mañana, sin resistencia y otra vez.