Por Fernando Santos.
Nápoles se abre al mar agradecida, como quien sabe que siempre ha tenido en él un refugio, sin perder de vista por el rabillo del ojo al antaño -y hoy todavía- temido Vesubio. Sorprendentemente sucia, familiarmente caótica, no puede evitar ser tan empinada como abierta al recién llegado.
Hace poco pude visitarla brevemente y me llevé tres imágenes que, seguro, ofrecen una vision parcial de la ciudad, pero no dejan de ser piezas de puzle veraces, escenas de una tragicomedia realista pero incompleta.
Tres taxis
Cuando, ya de noche, se montan en el taxi que los lleve del aeropuerto al restaurante, él y ella van vigilantes, precavidos por la fama universal de timadores que tienen todos los taxistas. Llegados al lugar, el taxímetro marca 15 euros. Otro pequeño marcador -suponen que es el suplemento de aeropuerto- marca diez euros. Pero el taxista descarga las maletas y afirma rotundo: son 29 euros, por el aeropuerto, las maletas... Y lo que quieras añadir, piensa ella. Entregan 30 euros y el conductor sonríe sobreentendiendo la propina y se marcha, dejando en el aire un aroma a bienvenida a la cruda realidad.
La siguiente noche, después de varias porciones de pizza y unas copas de vino espumoso, otro taxi compartido entre cinco personas los acerca al piso alquilado. Diez minutos de travesía; el taxímetro a cero, no lo ha activado. Al llegar, el taxista espeta: 25 euros; y sonriendo para vestir de alguna manera su sinvergonzonería, añade: cinco personas, cinco euros cada uno...
Quizás por ser las ocho de la mañana o porque también gente honrada deambula por este mundo, el taxista que les lleva de vuelta al aeropuerto el domingo carga sus maletas, conduce con cierta prudencia, utiliza correctamente el taxímetro, les cobra 24 euros y cuando recibe 25 enseguida saca y entrega el euro de vuelta.
Que no me lleven al hospital
La comida familiar discurre con normalidad. El restaurante Transatlantico, a orillas del Mediterráneo, compone un escenario gustoso. El blanco del vestido de la novia compite con el elegante pelo encanecido de la abuela. Sus 92 primaveras y las emociones del día le provocan un desvanecimiento.
Ya en la entrada del restaurante le avisan de que viene una ambulancia, pues lo más prudente es acercarla a un hospital. A pesar de lo pálido de su piel, sus ojos trasmiten viveza cuando pide: que no me atienda un médico del sur...
E finito
No sé si existe una manera de decir juguetona en francés pero ella, ante su plato de pasta con pescado, lo iba a ser. Aun sabiendo que iba a generar cierta controversia, hizo un gesto al camarero y con un italiano sin apenas acento -como le reconocieron los lugareños más tarde- pidió: ¿me puede traer un poco de parmesano?
- No.
- ¿No tienen?
- Mmmm, no te voy a traer parmesano. En Italia no se le echa queso al pescado.
- Pero yo soy francesa...
- Fa niente
- Pero...
- E finito.
No hay.
No hay.