Por Rafa Cotarelo.
Todo por las letras. Como la mayoría, tenía un relato propio o ajeno que contar. Supo hacerlo. En cada canción, un mundo; en cada recuerdo, un sentimiento, un guiño, una historia. La del Toi et moi o la del testimonio de otro tiempo, el de los veinte años y la esperanza, ayer mismo, de La Bohème. La de quien se ve en la cresta y habiéndolo ganado todo. Cómo no dejarse llevar al fin del mundo, cómo no implorarlo: Emmenez-moi, a ese país de maravillas en el que reina el sol y nada es más importante que vivir.
La vida está llena de momentos eternos.
Charles Aznavour los capturaba. Reconocía lo importante, alcanzaba el fondo, lo
condensaba y le daba forma puliéndolo sin por ello retirarle un ápice de
verdad. Aceptaba el dolor sin excusarlo y lo exhibía con la naturalidad del que
sabe que de todas las reacciones posibles la mejor es avanzar. «Lo
que hay que hacer es seguir firme y mirar adelante, un poco atrás por los
recuerdos, pero sobre todo mirar hacia delante»; «mirar hacia detrás no lleva a ninguna
parte»,
decía. Tres días antes de morir, en su última entrevista en televisión, recordaba su obsesión por escribirlo todo, una estrofa o un verso, una palabra
nueva, a veces nada. Preguntado entonces por la primera palabra que le viniera
a la cabeza, Aznavour agarró un boli y firme, imperativo, escribió y después subrayó
en la parte inferior de un papel en sucio: «Travaillez». Trabajó hasta el último
día y se ganó con esfuerzo el privilegio de fundir ocio y profesión en una
misma cosa. A pesar de todo. Porque no tuvo un comienzo fácil. Hijo de armenios
huidos del genocidio que acabó con la vida de cerca de dos millones de personas,
una enfermera del hospital parisino en que nació decidió llamarlo Charles
porque su nombre registrado, Shahnourh, era demasiado difícil de pronunciar. La
última vez que fue al colegio tenía diez años. Era bajito, feo, anguloso; su
voz parecía velada, algo lejana. En aquel tiempo la crítica lo maltrató y lo
condenó al fracaso. Él la ignoró. Obstinado, consiguió una carrera
de más de setenta años de acción y de escenarios.
Aznavour fue un personaje en casi todos
los sentidos. Tenía un estilo propio, ora nervioso y electrizado, ora tranquilo e impasible. Qué gestos, las manos agitadas anunciando un puñetazo al aire o dibujando, los brazos extendidos terminados en temblorosa garra. Qué muecas. Pero siempre esas cejas y esos ojos, unos ojillos negros y
brillantes que le daban la expresión triste, permanentemente irónica, a veces
asustada, de la memoria irrenunciable y la emoción. Un testigo incansable, un
viajante universal, un hacedor. Charles Aznavour era, ante todo, la idea justa entregada a cada inteligencia. Porque,
como le gustaba decir, lo importante está en sus letras: de la vida, del tiempo, de la alegría, sobre el amor.