Por Íñigo Madrid.
Mariano Rajoy saluda a Pedro Sánchez, recien elegido séptimo presidente de la democracia. [Foto de Uly Martin] |
Siempre fue más hábil de lo que muchos creían. Le criticaron por vulgar, le escribieron editoriales reprochándole su falta de principios, le echaron. Pero él, extraordinariamente estoico, volvió. Pedro Sánchez muestra una extraña conjura entre mediocridad e inteligencia. Es un líder político falto de cualidades, pero audaz.
Mariano Rajoy cayó. Tras siete años de
gobierno, el ejemplo del conservadurismo personificado fue expulsado de La
Moncloa por 180 diputados, una conspiración sui
géneris que ha demostrado que todo tiene fin, hasta él. El líder socialista
ganó una moción de censura oportuna, realmente inteligente; y, también es verdad,
tuvo suerte.
Hay correlaciones parlamentarias que solo
se dan en contados momentos, y eso lo sabía Pedro Sánchez. Han sido muchos factores,
muchos matices, todos bien leídos. Fue la sentencia del caso Gürtel el
desencadenante que ha provocado la caída de un Gobierno en tan solo una semana.
El contexto era perfecto, y la moción inevitable.
Fue también decisiva la colocación del
debate: a una semana todos los actores se vieron obligados a posicionarse, sin un
mínimo tiempo para el relato; Sánchez había colocado exactamente la dicotomía
de “moción o corrupción”. Ciudadanos intentó reaccionar, pero nada pudo hacer
Rivera contra una censura que también iba contra él: es su partido otro de los
grandes perjudicados por la disyuntiva.
La amenaza de Pablo Iglesias con otra
moción si fracasaba la de Sánchez obligó al Partido Nacionalista Vasco a
posicionarse a favor –como reconoció el mismo Iglesias el jueves. Los intereses
del resto de partidos nacionalistas terminaron por hacer el resto; solo quedaba
un factor clave, que Rajoy no dimitiera. Sánchez lo evitó pidiéndoselo. Ya era
presidente.
La democracia parlamentaria permite estas
cosas, pero Sánchez debe tener cuidado. A pesar de que el procedimiento es
perfectamente constitucional, lo que importa en política son las percepciones:
la calle no entiende de precisiones jurídicas. Debe conjugar la perfecta
legitimidad de su nombramiento con una narración que permita entender por qué
es presidente alguien que no es ni diputado, ni el más votado.
Además, desde Moncloa va a tener que
lidiar con una muy dura oposición. Por la izquierda tendrá presionando a un
Iglesias, mientras es él quien tiene que cumplir con las obligaciones de
Bruselas. Ciudadanos tendrá que reinventarse y trazar una estrategia que puede
ir por recoger al socialista desencantado por los vaivenes nacionalistas de
Sánchez mientras mantiene al votante de centro-derecha que lleva acumulando
estos meses. El Partido Popular, mientras se regenera, tendrá el relato de
víctima expulsada por el “frente popular”, un discurso que puede movilizar
exponencialmente al votante conservador.
Sánchez, supongo, gobernará a base de
simbolismo –hoy mismo ha jurado el cargo sin crucifijos ni Biblias–, un
gobierno de fachada que puede eludir responsabilidades futuras con un “no me
dejaron”. Este corto período puede beneficiarle electoralmente si sabe
desactivar los ataques al mismo tiempo que construye su imagen presidencial. El
cómodo –e irresponsable– sofá de la oposición se ha quedado atrás; veremos si
acaba su mandato como un inteligente estadista; o si, por el contrario, acaba
como rehén de sus propias contradicciones. En todo caso, démosle, como al reo,
el beneficio de la duda.