Roma Aeterna Est

Por Javier Díez.


Esta es la historia de una pequeña nación que un día se vería como líder incontestable del mundo conocido. Desde sus humildes orígenes, se expandió de una forma que sus fundadores nunca podrían haber soñado, y a pesar de que hubo momentos en los que estuvo cerca de ser vencida por las circunstancias, siempre se recuperó contra todo pronóstico y resurgió con más fuerza que antes. Sus ejércitos derrotaron a tribus e imperios por igual, absorbiendo sus territorios e imponiéndoles su cultura, mientras sus barcos surcaban las olas llevando la voluntad de esta nación a gobernantes lejanos. Pronto este incipiente estado se extendería, se asentaría y prosperaría, convirtiéndose en el centro económico, cultural y político del mundo. Cuando oleadas de inmigrantes acudieron a sus fronteras huyendo de la miseria o el peligro, ella los acogió, y por cada pueblo que acogía o absorbía, la cultura de esta nación se fue enriqueciendo con aportes de todas las demás para formar una identidad única. Esta es la historia de la nación cuyos espectáculos sorprendieron al mundo, cuyas ciudades están entre las principales de la humanidad y cuya impronta parece destinada a permanecer eternamente. 

Esta es la historia de los Estados Unidos de América.

Un momento. ¿De que estamos hablando? El titulo menciona claramente que este artículo trata sobre Roma. ¿Que tiene que ver Estados Unidos? La respuesta es: mucho más de lo que parece. La evolución histórica de la civilización romana y Estados Unidos es muy similar, como demuestra el primer párrafo de este artículo, por no mencionar los múltiples símbolos de origen clásico que plagan la vida diaria en Norteamérica como el famoso Capitolio. Incluso la mentalidad romana y americana son parecidas: Perseverante, adaptable, agresiva y pragmática, con un toque de orgullo y tradicionalismo. Además,  hay otra característica común muy llamativa: ambas culturas, en su origen, tenían una aberración profunda al poder unipersonal ejercido por reyes, tiranos o dictadores, y aunque  a veces cedieran el poder a un único individuo en situaciones excepcionales, sus sistemas políticos fueron diseñados para romper y dificultar el poder unipersonal. 

No sabemos como acabará la historia de Estados Unidos, pero si sabemos cómo acabó la de Roma y podemos extraer interesantes conclusiones de ella. Antes de ser un imperio, Roma también era una república gobernada por un Senado, que promulgaba leyes y elegía dos cónsules que actuaban como “presidentes” conjuntos del estado y comandantes supremos en caso de guerra. En la época final de la república surgieron dos grandes grupos ideológicos dentro del Senado: los optimates (inmovilistas) y los populares (populistas). Este periodo estuvo caracterizado por la desigualdad económica, la conflictividad social y la corrupción generalizada, lo que supuso una progresiva pérdida de respeto de los romanos hacia sus instituciones. Este contexto de caos creó el terreno perfecto para la aparición de figuras tales como Pompeyo o Julio César, hombres ambiciosos que prometían a sus seguidores estabilidad y la prosperidad que el Senado no podía darles. Lo que permitió la llegada de estos personajes al poder, y la caída de la república, no fue únicamente su habilidad, sino la descomposición del tejido social por la lucha constante entre optimates y populares. La corrupción y la inefectividad del Senado, junto con muchos otros factores, superó el disgusto de los romanos hacia el poder unipersonal, allanando el camino hacia la época de los emperadores. 

Hoy en día podemos ver un proceso similar dentro de los EEUU. El desgaste provocado por el sistema político binario, en el que dos partidos se enfrentan y se bloquean sistemáticamente para socavar la posición del otro en el Congreso y el Senado, ha desgastado las posiciones moderadas, la quintaesencia de la democracia moderna. El resurgimiento de los ideales que representa Trump es una prueba de ello, pero no deberíamos temer por la caída inminente de la democracia americana. En el pasado apenas existían mecanismos como la división de poderes, el estado de derecho o la participación ciudadana, ni los valores ilustrados que la sustentan. Pero pase lo que pase, hay una cosa clara: si un sistema no se adapta periódicamente para acoger nuevas realidades, las consecuencias pueden ser peligrosas e imprevisibles; y Trump, por desgracia, no es precisamente Octavio Augusto.