Por Natalia Bru.
Recuerdo la época en la que no
sabía leer con fluidez: siempre reclamaba que me leyeran un libro por las
noches. Recuerdo que cuando no sabía leer para mí, en silencio, me parecía un
acto mágico ver a mis padres con un periódico en las manos sin tener que
entonar en voz alta. Recuerdo que para mí los mejores recreos eran en los que
me iba a la biblioteca a leer. Recuerdo, sencillamente, que vivía con los
libros. Y, si bien ha habido muchas cosas en las que he cambiado, me alegro de
saber que mi amor por la lectura sigue ahí, constante.
Sé que no mucha gente experimenta
esta pasión desde el principio. Y no quiero criticar a aquellos que no la
sienten desde siempre; nada más lejos de mi intención, en realidad. Acepto
completamente que haya gente a la que simplemente no le atraiga esta afición,
de la misma forma en la que otros comprenden que a mí no me gusten otras
actividades comunes. Hay que eliminar de nuestras cabezas el prejuicio de que
no leer literatura implica desconocimiento absoluto; otras aficiones conducen
al mismo nivel de saber.
Sin embargo, no escribo esto con
intención de desmontar el enaltecimiento exacerbado de la lectura y el elitismo
que hay entre algunos lectores, que podría perfectamente ser hilo conductor de
otro artículo. Hoy vengo aquí a demostrar mi indignación con un hecho que creo
que arrebata el amor de la lectura de muchas mentes jóvenes.
Algo que gusta nunca debe ser
impuesto, pues se pierde todo interés. Esa es una verdad que todos sabemos de
sobra. ¿Acaso alguien disfruta de una actividad cuando le obligan a realizarla?
La respuesta es no. El elegir la lectura sobre otras actividades debería ser
algo que surgiera de la propia persona, no de una necesidad para aprobar una
asignatura. Hasta a mí me cuesta leer cuando no tengo interés sobre un libro
que no me atrae. Por otro lado, tengo muchos conocidos que me confiesan que, de
no haberles machacado con el asunto en el colegio, se sentirían interesados en
los libros que les recomiendo. Pero claro, tienen asociada la idea de que leer
equivale a aburrimiento, porque en el colegio les obligaban a tratar con libros
que no les gustaban. ¿No es menos cierto el refrán de “para gustos, colores”
con la lectura o qué sucede?
De acuerdo, puede que haya libros
de lectura obligada debido a su impacto en la cultura, pero esos precisamente
deberían leerse una vez se ha cogido hábito de lectura. ¿Qué sentido tiene leer
el Quijote en primero de bachillerato cuando casi nadie va a terminar su
lectura? Es más, ¿qué sentido tiene leer nada en el colegio cuando el objetivo
de los alumnos es leerse míseros resúmenes que poco equivalen a la auténtica
experiencia de lectura?
“¡No hay tiempo, no hay tiempo!”
Permitidme que lo dude. Para algo que gusta de verdad, siempre se saca tiempo. Obviamente no vamos a censurar a los
alumnos por sus circunstancias temporales (las innovaciones técnicas, las
tablets, los móviles, etcétera, etcétera); a fin de cuentas, ellos no tienen la
culpa de tener un amplio abanico donde emplear su tiempo libre. Es tan solo que
la forma en la que nos acercan a la lectura desde pequeños no es la adecuada.
Nos lo hacen ver como una imposición, como algo anticuado, cuando no debería
ser así (por si no había quedado lo suficientemente claro con los anteriores
párrafos). ¿Y cómo podemos solucionarlo?
Bien, eso nos llevaría a un plan
de reformas sobre los libros que no es para nada tan complicado como nos
queremos creer. Son cosas muy simples, en realidad.
Comenzaríamos por ir acercando
suavemente a los chiquillos a la
lectura. En infantil y primaria se deberían conservar las lecturas grupales en
voz alta, y que se produjeran mínimo una hora por semana. Además, todas las aulas deberían disponer de
una pequeña estantería con algunos de los libros infantiles más populares,
estando a plena disposición de los alumnos en todo momento y para todo aquel
que se encontrara interesado en ellos. Los profesores comentarían brevemente la
sinopsis de cada uno, de manera que cada niño pudiera encontrar el más adecuado
de la mano de una figura de referencia (claro que esto exigiría que el profesor
se los hubiera leído de antemano). De esta forma, los más pequeños irían
preparándose para un acercamiento más íntimo, imbuidos por un cierto cariño
hacia esos compañeros de papel que siempre están ahí cuando los necesitan.
En la ESO comenzaría
algo más personal. Sería recomendable que las lecturas grupales se mantuvieran
durante algunos años. No obstante, el punto fuerte vendría en una inclusión de
subida de puntos por lecturas voluntarias mensuales (porque admitámoslo, los
alumnos mostramos interés cuando algo suma sí o sí, sin riesgo a perder nota en
el camino). Esas lecturas voluntarias
(ojo, voluntarias, lo contrario de obligatorias) no estarían condicionadas por
las elecciones del profesor, sino que serían propuestas y votadas por los
propios estudiantes, de manera que así se aseguraría que un porcentaje de los
mismos estuvieran interesados en los libros y no sufrieran rechazo. Por
supuesto, para balancear el asunto y no convertir esto en una explotación de
puntos extra, el sistema implicaría incluir un mínimo de cantidad de libros leídos
y un tope de puntuación adicional obtenible. Sin embargo, sería interesante ver
cómo se comportarían los alumnos si el tope de puntuación fuera creciendo con
el tiempo, de manera que en segundo de bachillerato fuera donde más puntos
pudieran sacarse con la lectura. Por otra parte, quizá resultaría
desaconsejable añadir más materia que leer a los ya de por sí estresados
estudiantes de ese curso.
Todo
esto lo sugiero en base a la
experiencia propia y la opinión general. No me sorprendería en absoluto
que
otras personas hayan llegado a conclusiones similares, visto el panorama
actual. Ya no solo los jóvenes dejamos de leer, sino también los
adultos. Por
ello también es muy importante que los padres colaboren en la educación
de sus
hijos intentando no dejar de leer, pues la cercanía de los libros es
otro factor relevante a la hora de crear hábitos. A fin de cuentas, los
niños son muy influenciables.