Por Rafa Cotarelo.
El Cardenal Richelieu en el sitio de La Rochelle, Henri-Paul Motte (1881). (Imagen: Wikipedia). |
‛He who has seen what has happened
And who sees what is to happen.
The Rock. The Watcher. The Stranger.
The God-shaken, in whom is the truth
inborn’.
Él lo sabe. Siempre lo supo y la ciudad en la que hace tiempo los
habitantes empezaron a devorarse entre ellos (‛el hombre es un lobo para el hombre’, literalmente), la ciudad que
delante se ahoga y se arrastra, es ahora suya. No técnicamente —no todavía—,
quedan los detalles, cuestiones menores, aunque no por ello menos importantes,
sí incómodas, eso sin duda. ‛Habrá que entrar una vez que capitulen, y no sé
cuánto tardarán, pero acabará ocurriendo, con lo que ello supone, sobre todo más muertes. La diferencia es que entonces se
producirán en frío y ya no serán muertes por combate o hambre —imprecisas
en número por ahora (ya habrá tiempo para hacer recuento, de todas formas)—,
sino ejecuciones, más lentas, una a una. Soy consciente, pero alguien tiene que
hacerlo y quién mejor que yo, con seguridad cualquiera acabaría ablandándose o
resultando severo en exceso, no me fío, ahí es más difícil medir, calibrar
cuántas condenas son necesarias para dar ejemplo, cuántas para deshacerse de
los incómodos o de los peligrosos, también cuántas frenar o revocar en el
último instante con intención de aparecer magnánimo y compasivo y demostrar
clemencia, no hay que dejarse llevar por la crueldad, no por más de la
necesaria, me refiero, que sean otros los que disfruten con la sangre —no yo,
desde luego—, que se sientan poderosos con ella o mejor dicho dejando que
corra, después nunca saben qué hacer y enseguida el asunto se les escapa,
olvidan lo que pretendían y al final siempre pierden la compostura, se tornan
vulgares tiranos (eso si logran conservar su posición) y ordenan asesinatos sin
sentido, causan sufrimiento por impotencia y miedo, incapaces de dar lo que se
les demanda, protección y bienestar, principalmente’.
Calla. Mientras todos
hablan él ya no dice nada. Ha dado las instrucciones, las órdenes necesarias,
precisas, ‛nada se hará sin mi aprobación, no cabe alteración alguna en los
planes sin que yo la consienta antes, espero que haya quedado claro’.
No cabe fallar. Tiene proyectos que se verían
contrariados si las cartas no salieran esta vez, la Academia y sus inmortales (el último murió hace dos semanas). Y a
pesar de todo está tranquilo. Pocos se plantarían así, flemáticos o estoicos,
con los brazos cruzados ante el estruendo de la artillería que lo sobrevuela, encima de las olas que rompen, bajo la lluvia. El grupo de asesores o ayudantes que se
concentra a pocos metros vocifera — si uno se acerca con cuidado por el lado
izquierdo de la imagen probablemente oiga un rumor leve y de fondo, quizás
incomprensible, el momento es caótico, solo hay que pasar la vista por encima
de la escena para darse cuenta—, lo normal en esos casos y en tales circunstancias
parece eso, alzar la voz para hacerse oír; y, sin embargo, en él los
pensamientos fluyen con calma, suaves, no grita ni se inquieta, espera. Caerán.
Ha bajado la cabeza y continúa andando. El mentón casi apoyado en
el pecho. Las botas golpeando contra la piedra mojada. Despacio. Muy despacio. Sabe
que lo observamos con atención desde hace un rato. Ha movido antes los ojos (esos
ojos negros, pequeños, más bien diminutos) con sigilo y con demasiada rapidez como para
darnos cuenta, estaríamos concentrados en el fraile que sujeta su capelo o intentando
escuchar la conversación de los otros, el militar y los clérigos, les estará
explicando cómo la entrada al puerto ha sido bloqueada, era imposible que los
navíos superasen el dique y por eso se retiran, se habrían estrellado con toda
probabilidad, como mucho podrán intentarlo con las barcas, y estas a su vez
fracasarán, son endebles y volcarán pronto, eso si no las destrozan antes los
cañones: quedarán atrapadas en la bahía y no tendremos más que apuntar y
disparar y hacer blanco, y en cualquier caso si alguna consiguiera abrirse camino
contra todo pronóstico poco podría hacer, de nada servirían unos cuantos sacos
de harina a estas alturas, algo así les dirá. ‛Caerán’.
Despacio. Pronto saldrá de la imagen por la derecha, pasará de largo
y desaparecerá. Se perderá sin perderse nunca del todo, aunque ya no lo veamos
más ni conozcamos dónde, sabremos que está y que permanece. Y él también, como sucede
ahora ocurrirá más tarde y siempre. Hay gente que es así, capaz de perdurar en
el espacio eternamente o de causar esa impresión, quienes todo lo saben o al
menos lo aparentan, nada se les escapa y son conscientes de ello, incluso cuando
los suponemos distraídos o extraños ya han ido y han vuelto, han visto y oído. Sin
prisa. Permanecen seguros porque albergan la certeza de ganar, tarde o temprano nada se
les resiste; en el peor de los casos ocultan sus fragilidades con habilidad y disimulo,
sus desventajas, y hasta las explotan o las utilizan a su favor llegado el momento
y si es necesario. Igual que él. Así que ha venido para comprobar lo que ya sabe, lo que sabía de
sobra y lo que nunca dejará de saber, que la ciudad ha caído y que muchos, más tarde, querrán contar su historia.
**‛El que ha visto lo que ha
ocurrido
y el que ve lo que va a ocurrir.
El testigo. El crítico. El extraño.
El sacudido por Dios, en quien la
verdad es innata’.
T.S. Eliot. LA ROCA