Scuola di Atene

Por Íñigo Madrid


Sanzio, R. (1510-1511). La escuela de Atenas. Ciudad del Vaticano, Museos Vaticanos.

No hay producción renacentista que refleje con tanta perfección el clasicismo como La escuela de Atenas. He tenido la oportunidad de poder verla dos veces, y a cada una de ellas con más asombro y entrega. Es tan segura y esperanzadora que me conquista.

Hay algo en el fresco que nos permite ver, en directo, las raíces de nuestra civilización; el telón que todavía nos mantiene despiertos y que nos advierte que no hemos llegado al final. Pero como humanos, estúpidos, no le hacemos caso.

La creación de Rafael se nos presenta en un escenario monumental donde distinguimos no pocos personajes. La arquitectura y los tonos fríos protagonizan nuestra primera visión. La perspectiva nos traslada, bajo la bóveda artesonada, a los dos personajes más destacados. El que se sitúa a la izquierda –bajo la apariencia física de otro grande como Leonardo–, es Platón; nos señala con su mano el cielo, diciéndonos que miremos ahí, que el origen de toda realidad no lo vamos a encontrar en la tierra. A su derecha distinguimos a Aristóteles señalando el suelo –creo que no hacen falta más explicaciones– y con un libro en el que, si nos fijamos, leeremos la palabra «Ética», haciendo referencia a su obra vital, ya saben.

Alrededor de todo el grandioso decorado descubrimos otros fundamentales como Homero, Virgilio o Pitágoras; en definitiva, pilares, sostenes sobre los cuales hemos conseguido llegar hasta nuestros días. Ya les dije que era como ver en directo, casi con un grado de nostalgia, nuestros (¡nuestros!) orígenes.

Les comenté que la había visto dos veces, pero no dónde. La pintura se encuentra en la Stanza della Signatura, en el segundo piso del Palacio Apostólico (Ciudad del Vaticano). La casualidad quiso que las Estancias de Rafael se encontrasen muy cerca de la Capilla Sixtina; esto, que puede parecer efímero, provocó una gran rivalidad entre el pintor y el otro genio: Miguel Ángel, quien renegaba día sí, día también, de su compañero de profesión. A pesar de ello, cuenta la historia que el artista ‘urbinati al ver los frescos de la Sixtina quedó tan deslumbrado que –en un memorable arranque de modestia–  incorporó, al escenario de la escuela, el rostro de Miguel Ángel –como se observa en la figura que reposa su cabeza en la parte inferior de la pintura.

Creo que hay cuadros que debemos observarlos sin alzar la cabeza, con arrogancia; hay otros que necesitan ser observados desde una posición de inferioridad, con mucha humildad. Este es de los segundos, y no es para menos: recuerden que estamos ante los años de la grandeza vaticana, hay que rendirse ante ella, ¡y con orgullo!

Ahora, desde Madrid, desde la rutina diaria, hay ocasiones en que es necesario volver a verla. Es una obra que proporciona seguridad, nos aleja del pasajero mundo en que nos envolvemos, nos clava en la tierra y nos dice: ¡de ahí vienes, y hacia allí debes ir!  
Por eso me gusta, porque en un mundo donde predomina lo material, la imperfección, la torpeza, el conformismo, y la estupidez; esta obra representa, exactamente, su antagonismo.