Por Íñigo Madrid.
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Tyrion Lannister leyendo un libro. Imagen: HBO. |
Ya sabíamos que la acción de leer requiere silencio,
requiere enfrentarse a uno mismo, a nuestra conciencia. También sabíamos que la
idiosincrasia española, impaciente ella, no iba a ser protagonista de esta cruzada.
El hecho no es que ya no seamos protagonistas, es que nos hemos salido de la
puñetera obra, ¡y encima alardeando!
Lo que vengo en denunciar no es que compatibilicemos
leer en el cercanías con ver una serie por la noche, ya me gustaría. El hecho
digno de querella es el de abandonar la experiencia de la lectura por obtener
una misma sensación a través de horas de pantalla. Y eso es algo que hay
que desmentir.
Es sencillo. Necesitamos evadirnos de nuestra aburrida
vida diaria, y para ello hay multitud de alternativas: la primera es ilegal, y
cara: sólo digna de unos pocos privilegiados; la segunda son las series de
televisión; y la tercera son los libros. Me centraré, pues, en las dos últimas. He visto –no seré yo el que mienta– muchos capítulos
en el último año: desde Juego de Tronos, hasta House of Cards o Mindhunter. Y
porque los he visto, y disfrutado, os digo: sin punto de comparación –me hace
gracia decirlo así– con la lectura.
Es verdad que terminar una serie de televisión produce una sensación parecida a la de terminar un libro: vacío existencial, pérdida de peso, muerte física –en algunos casos. Pero esa sensación no es lo importante, lo importante es cómo has llegado a ella.
En el caso de las series es sencillo: te sientas en el sofá, te identificas con un personaje, lo disfrutas. En el caso de los libros requiere algo más. Es necesario un grado de concentración más alto, un punto de estabilidad que el contenido visual no presupuesta, una voluntad emocional que Jon Snow no precisa: un jodido libro requiere sinceridad. Es más alto, entendedlo.
Es verdad que terminar una serie de televisión produce una sensación parecida a la de terminar un libro: vacío existencial, pérdida de peso, muerte física –en algunos casos. Pero esa sensación no es lo importante, lo importante es cómo has llegado a ella.
En el caso de las series es sencillo: te sientas en el sofá, te identificas con un personaje, lo disfrutas. En el caso de los libros requiere algo más. Es necesario un grado de concentración más alto, un punto de estabilidad que el contenido visual no presupuesta, una voluntad emocional que Jon Snow no precisa: un jodido libro requiere sinceridad. Es más alto, entendedlo.
Tampoco voy a ser yo, ahora, el abuelo que reniega
de la superficialidad primermundista –que también. ¡Qué haría yo sin mi serie
de televisión! No. Lo que quiero decir es que hay que leer más –otro día señalaré
que no todo es digno de ser leído, ni de llamarse libro, pero eso es otra
historia. El mundo líquido posmoderno lo protagonizan Netflix y HBO, pero
también deberían hacerlo Sartre y Tolstoi, y si no quieren, pues nos da igual.
Por cierto, que no se os olvide, no se os ocurra
poner la excusa de: «no tengo tiempo para leer». Sólo faltaba. Leer no es un
evento más en vuestro Google Calendar. Es una necesaria obligación existencial:
es vital. En fin.