Por Adriana Giménez.
‘La ciencia ficción del presente es la ciencia del futuro’
Esta es una de las frases favoritas de José Luis Cordeiro, licenciado
en Ingeniería Mecánica por MIT (Massachusetts Institute of Technology) y profesor
en la Singularity University. Es una afirmación que nos recuerda de forma
inevitable a Julio Verne, el gran escritor visionario por excelencia. Verne
soñaba con submarinos y helicópteros; Cordeiro habla de inmortalidad. ‘Yo no
pienso morirme’, dice, enfrentándose con rotundidad al memento mori de los clásicos, y con ello a la propia naturaleza de
la vida humana.
La ciencia avanza en la actualidad a pasos agigantados. Por ello,
se llega a afirmar que en las próximas dos décadas se van a producir más cambios
que en los pasados dos milenios. En esta línea, se prevé que dentro de unos
años seremos capaces de curar todas las enfermedades, entre ellas el
envejecimiento; la clave de ello, dicen los expertos, reside en la inmortalidad
de las células del cáncer. Gracias a esta enfermedad, quizá llegue el momento
en el que podamos llegar a la farmacia y pedir una ‘pastilla de inmortalidad’. Entonces
se conseguirá la vida eterna, y morirá el ser humano tal y como lo conocemos.
Trato de pensar en cómo sería la vida si no tuviese fecha de
caducidad, y me resulta verdaderamente difícil. Porque, en realidad, estructuramos
nuestra vida en torno al tiempo que nos queda. Tiempo. Cuánta fuerza tiene esta
palabra, y cuánta fuerza perdería si se le arrebatara su finitud. ‘Si tuviera
todo el tiempo del mundo…’. Si tuviera todo el tiempo del mundo, ¿qué? Probablemente
me resultaría difícil vivir cada segundo como si fuera el último, porque no existiría
un último segundo. Probablemente no empezaría la universidad hasta que tuviera
claro qué me apasiona. Probablemente haría las cosas sin pensarlas tanto, porque
tendría tiempo de arreglar cualquier error. Probablemente no buscaría empezar mi
vida laboral tan pronto, ni sería capaz de trabajar durante toda mi infinita
vida. Probablemente aspiraría a saber de todo y buscaría probarlo todo. ¿Y cuando ya no quede nada que probar? ¿Entonces
qué? ¿Cómo podría darle sentido a una vida que he llegado a saberme de memoria,
a una vida que ha dejado de sorprenderme? No podría. Probablemente no
soportaría vivir para siempre, aunque sí sería feliz de elegir cuándo y cómo
quiero morir, (y probablemente elegiría no morir de envejecimiento).
Si la ciencia nos da la inmortalidad, no cambiará solo nuestra forma de ver la vida y el tiempo, sino también la estructura social, económica y política a la que estamos acostumbrados. ¿Cabremos todos en la Tierra? ¿Cómo organizaremos el espacio? ¿Impulsará esto a colonización de otros planetas? ¿A qué edad dejaremos de tener hijos? ¿Podrá todo el mundo acceder a la inmortalidad? ¿Será un nuevo elemento de diferenciación social? ¿Habrá pensiones? ¿Cómo se organizará el trabajo? Estas son solo algunas de las preguntas a las que esta inmortalidad hipotética, utópica y distópica a la vez, nos enfrenta; preguntas a las que solo podemos responder con fantasía, esperando que el futuro se parezca un poco a como lo imaginamos.
Si la ciencia nos da la inmortalidad, no cambiará solo nuestra forma de ver la vida y el tiempo, sino también la estructura social, económica y política a la que estamos acostumbrados. ¿Cabremos todos en la Tierra? ¿Cómo organizaremos el espacio? ¿Impulsará esto a colonización de otros planetas? ¿A qué edad dejaremos de tener hijos? ¿Podrá todo el mundo acceder a la inmortalidad? ¿Será un nuevo elemento de diferenciación social? ¿Habrá pensiones? ¿Cómo se organizará el trabajo? Estas son solo algunas de las preguntas a las que esta inmortalidad hipotética, utópica y distópica a la vez, nos enfrenta; preguntas a las que solo podemos responder con fantasía, esperando que el futuro se parezca un poco a como lo imaginamos.