Antes de empezar la universidad, me consideraba a mí misma
con cierta inteligencia y conocedora de la cultura: no solía pasar más de un
día haciendo un mismo trabajo, sacaba (¿o me ponían?) bastante buenas notas, estaba
interesada en leer a los clásicos y ampliar mis conocimientos… Pero al llegar a
la universidad, fui golpeada por la realidad en cuanto me di cuenta de lo
siguiente: No soy nadie. A lo mejor este epitafio resulta un tanto exagerado
para ciertas personas, pero es la cruda realidad tallada en nuestras vidas a la que nos debemos enfrentar
algunos. ¿Cómo caí en la cuenta de esta devastadora situación que no ha dejado
de perseguirme desde entonces? Pues bien, no tardé en darme cuenta debido al
siguiente motivo: yo llegaba a la universidad, hablaba con mis compañeros de, pongamos,
los autores que me gustan y ellos solían estar de acuerdo mientras añadían un
millón más de autores desconocidos para mí, pero dando por hecho que yo también
les conocía porque… ¿supongo que debería? Lo que quiero decir con todo esto es
que, si yo pensaba que era buena en algo, o inteligente con respecto a algo, al
llegar a la universidad me he dado cuenta de que hay gente mil veces mejor que
yo, y, como consecuencia, me adentré en una pesada niebla que me seguía allá a
donde fuera, como si de mi sombra se tratara, abarcando todos los
aspectos de mi vida, no solo el universitario.
La mediocridad es un término dotado de una connotación negativa, pero, en cierta forma, me alegro de estar en ella porque eso supone que siempre me queda algo nuevo por aprender. Al fin y al cabo, hasta del barro pueden surgir flores de loto.