¡Bienvenidos refugiados!





El pasado 24 de febrero Vladimir Putin decidió invadir Ucrania. Esta ofensiva militar ha abierto un nuevo capítulo de una guerra que empezó en 2014 y que ya ha provocado más de 10 millones de personas desplazadas.

Solo en España ya han sido acogidas 40.000 desplazados bajo la condición de refugiados, y se prevé que el país llegará a cobijar el doble de personas. En poco menos de un mes se han movilizado todos los países de la Unión Europea, ONG, ayuntamientos, empresas y hasta tu vecino el del cuarto, dispuestos todos ellos a trasladar ayuda humanitaria e incluso a acoger personas en sus pueblos y en sus casas. Me parece perfecto, me parece hipócrita.

A principios de 2016 la guerra en Siria se recrudeció y los bombardeos y ataques a la población civil provocaron que, aproximadamente, 5 millones de personas huyeran de su país. Entonces, la Unión Europea decidió establecer un sistema de cuotas para determinar cuántos refugiados debería acoger cada país. Como niños que intercambian cromos en el recreo, pero jugando con vidas humanas. Para sorpresa de nadie el sistema de cuotas fue un fracaso, y dos años después España solo había acogido al 13% de las personas a las que debía dar asilo. En total, en los dos años siguientes a la crisis de refugiados, solo habían llegado a España 1.301 personas, según datos de Eurostat. En 2022, y con una situación económica mucho peor que en 2016, ya han llegado a España 40.000 personas procedentes de Ucrania, en un periodo de solo 4 semanas.

Desde que este debate sobre la capacidad de la Unión Europea para acoger refugiados se ha puesto sobre la mesa, he tenido la desgracia de escuchar distintos argumentos que justifican estas diferencias de criterio. La primera de ellas es que es más fácil acoger ucranianos que sirios, porque nuestra cultura tiene más puntos en común con la ucraniana. Si delimitamos mucho la cultura, y nos centramos solo en su religión y su lengua, vemos que este argumento se cae por sí mismo. Alrededor del 82% de la población creyente de Ucrania es ortodoxa, mientras que en España la comunidad ortodoxa representa solo al 3,22% de los creyentes. Por el contrario, el 90,2% de la población siria profesa la fe islámica, y solo hay un 3,97% de creyentes en España que se identifiquen con esta religión. Por tanto, ambas culturas están prácticamente igual de alejadas de la cultura española, al menos en lo religioso. Si bien es cierto que el islam y el cristianismo son dos religiones diferentes, mientras que ortodoxos y católicos son dos ramas de una misma religión, el desconocimiento que en general se tiene tanto de ortodoxos como de musulmanes hace que sean comparables. O al menos, son comparables desde mi punto de vista.

Si ponemos el foco en la lengua vemos que en España no compartimos ni si quiera el alfabeto con ninguno de los dos pueblos ya que los sirios utilizan el alfabeto árabe y los ucranianos basan su escritura en una variación del alfabeto cirílico ruso. Por tanto, tampoco la lengua nos acerca en mayor medida a los ucranianos que a los sirios.

Si preferimos hablar de cercanía en el sentido más estricto de la palabra es cierto que Ucrania está más cerca. Si quisiéramos ir en coche hasta Kiev tardaríamos 37 horas y tendríamos que atravesar prácticamente toda Europa. Para ir a Damasco en coche tardaríamos algo más, 52 horas. Pero no creo que la gente que utiliza este argumento para justificar la diferencia haya buscado en Google Maps el tiempo de viaje entre Madrid, Kiev y Damasco. Al fin y al cabo, Latinoamérica está más lejos y culturalmente nos sentimos mucho más cercanos a ellos que a muchos otros países europeos.

La diferencia solo está en una cosa: los ojos con los que miramos. Desde que estalló la guerra en Ucrania muchos periodistas se han desplazado para contarnos el minuto a minuto de la invasión. El relato periodístico explica perfectamente quiénes son los buenos y quiénes son los malos en esta historia, y es muy fácil sentir empatía por la gente buena que está sufriendo una guerra. Sin embargo, no tenemos tan claro quienes son los buenos de la guerra de Siria. La cobertura periodística del conflicto es anecdótica en comparación con la invasión de Ucrania y desde el 11S se ha impuesto el relato de que los árabes son malos. En general, tenemos poca representación positiva de los árabes en Europa (algo que es bastante irónico, al menos en España). Esto hace muy difícil que podamos sentir empatía con los sirios, y nadie abre la puerta de su casa a alguien en quien no confía.

También he escuchado que la diferencia es que los ucranianos abandonan su país por la guerra, pero solo de forma temporal, porque en cuanto termine van a volver a sus casas. Pero los sirios van a aprovechar que se les concede el permiso de refugiados para quedarse a vivir en España. Sobre esto solo puedo decir que la guerra es igual para todos y que nadie quiere abandonar su casa, su país y a su familia. Me da igual desde dónde estén huyendo, cuando acabe la guerra ninguno de los dos tendrá una casa a la que volver.

Por lo tanto, no creo que el trato diferente que han recibido los refugiados se deba a una cuestión formal. Tampoco creo que Europa no tuviera capacidad suficiente para acoger a 5 millones de personas en 2016, pero que en 2022 sí pueda abrir las fronteras a 10 millones de desplazados. Creo que el tiempo coloca cada cosa en su lugar, y ahora, que han pasado seis años desde que Europa puso excusas para no acoger a las personas durante la guerra en Siria, el tiempo ha vuelto para decirnos que somos unos racistas. Y que no fue la situación económica la que dejó fuera a los refugiados sirios. Tampoco fue el paro o las dificultades para integrarlos en nuestra cultura. Fueron nuestros prejuicios los que cerraron la puerta a los sirios, que son musulmanes, de piel oscura y llevan la cabeza cubierta. Pero son también los prejuicios los que abren la puerta y permiten libertad de movimiento por Europa a los ucranianos, blancos y de ojos azules.

Después de seis años el tiempo ha retratado a Europa: nos gusta ayudar, pero solo a los que consideramos como nosotros. A Europa le encanta ponerse la medalla de continente salvador y protector de la justicia, la igualdad y la libertad. Pero esta igualdad no es para todos. Es probable que los inmigrantes que se ahogan en el Mediterráneo solo consigan llegar vivos al continente de la libertad y la igualdad si se pintan de blanco y utilizan lentillas azules. Hasta entonces el racismo no nos dejará ver que al otro lado del mar también están cayendo bombas.


Por Cristina Moreno