Señalados con el dedo

 


Hace pocos días comenzó a difundirse una imagen por redes sociales que tocó el corazón a toda la comunidad internacional. En esta foto aparecía un niño muy pequeño postrado en la cama de un hospital, entubado, mientras su madre le daba un beso en la frente. No hacía falta mucho más contexto para entender que la vida había abandonado el cuerpo del niño. Y a los pies de la imagen, los numerosos posts de Instagram que la retransmitieron copiaban el mismo tag: “#Doitfordrake”. Otro símbolo más en pos de la lucha contra el bullying.

Sin embargo, una vez más, se me queda en la boca el sabor agridulce de quien sabe que tras dar like a una foto y comentar una frase de reproche o dos no se producirá una acción que secunde esas críticas y opiniones que ahora saltan por todas partes. Y esta vez, querido lector, a pesar de mis esfuerzos por ver el bien en la humanidad, podemos estar de acuerdo en una cosa, y es que el grueso de la sociedad es cómplice. En España, uno de cada tres jóvenes y adolescentes de entre 14 y 28 años denuncia haber sufrido acoso de alguna clase a lo largo de su vida, y la pregunta que sigue a esta afirmación es, si después de haberse producido tantos casos, es posible que nadie nunca afirme haber presenciado nada. Como en la teoría de "El mono sabio"  nadie ve, nadie escucha, nadie habla. 

La historia del aislamiento en nuestra sociedad puede verse desde edades muy tempranas. Puede que el lector todavía  recuerde al niño o la niña en el patio del colegio a quien no dejaban jugar. Los motivos eran francamente absurdos: tú llevas gafas, tú corres como un pato, tú eres gordo. Tonterías de niños, podríamos decir, que no son tan tonterías para quien las sufre. Según llegamos a la adolescencia, esa edad en la que creemos que lo sabemos todo y que el mundo está en nuestras manos, este método de aislar, y en ocasiones hasta humillar a quien no nos gusta, se acentúa. Aparecen hasta nuevos términos, pertenecientes más a nuestra generación que a las anteriores, para definir a estos individuos: pringado, perdedor, frikie, y otras variables no menos variopintas. Los motivos aquí son más diversos y van cambiando según la edad: tú eres un infantil, tú eres un empollón, tú vistes raro, a ti no te gusta salir y hacer las mismas cosas que a nosotros (beber, fumar, ir de compras, dependiendo del sector al que te acerques). Los motivos superficiales acerca del físico siguen abundando, sobre todo entre las chicas, que, aunque no se escuche tanto, podemos llegar a ser mucho más crueles que un grupo de chicos a la hora de terminar con la autoestima de una persona. Seguimos creciendo, cumplimos dieciocho, diecinueve, veinte años, algunos se ponen a trabajar, otros van a la universidad o a estudiar un grado. Ya somos gente madura, podemos votar, heredar plenamente, casarnos…podríamos tomar algunas de las decisiones más importantes de nuestra vida. Debemos ser entonces mejores personas y haber dejado a un lado superficialidades y vanidades de chicos de colegio ¿no creen? Espero que la respuesta no pille a nadie por sorpresa.

A pesar de nuestro gusto por los términos anglosajones con los que sustituimos conceptos que en castellano ya existen, no podemos dejarnos engañar por una palabra tan moderadamente despectiva y con tintas de moderna en las formas como “bullying”. Esta expresión, amigo lector, guarda tras de sí demasiadas cosas. Significa acoso, significa hostigamiento, significa humillación e inseguridad, significa vejación y miedo, significa horas de llanto en silencio, significa padecimiento aislado y culpable, significa un camino en soledad hacia el calvario, pero a la vista de todo aquel que mire y quiera ver. Ya hemos comprobado demasiadas veces que esta epidemia se cobra un precio demasiado alto, que en el peor de los casos corrompe la vida, llevándose por delante la ilusión, la alegría, y el alma misma.

Si se pregunta hoy en día a un grupo de personas de distintas edades y procedencias si alguna vez han golpeado a un compañero en grupo o si han hostigado a alguien por redes sociales, incluso mediante insinuaciones para que acabe con su vida, seguramente sus caras serían de indignación, se llevarían las manos a la cabeza y entrarían en cólera, preguntándose quien en su sano juicio haría algo así. Ahora bien, si la pregunta cambiase, y fuese si alguna vez han hecho burlas a costa de algún conocido o compañero, si lo han aislado o despreciado por sus actitudes, o si simplemente le han reído el chiste al gracioso de la clase, ese que se hace a expensas de otra persona que no puede defenderse, la cosa cambiaría. Nadie lo reconocerá en voz alta, nunca nadie se declarará culpable, todo el mundo lo condenará diciendo que es algo infame y nadie debería tener que pasar por una vejación así. A estas alturas de la película no hemos comprendido algo fundamental, y es que no solo los golpes son violencia.

Seguirá pasando el tiempo, la niña gordita seguirá ahí, y el chico que habla raro, el que tiene problemas para relacionarse, la que es infantil, el alternativo, el que simplemente es diferente. Aunque no lo parezca, las personas que han pasado por una enfermedad, tanto física como mental, también hoy sufren discriminaciones. Puede que ya nadie se ría y les señale con el dedo, pero se les sigue viendo como si fueran de cristal, como si no fueran persona más allá de una enfermedad o de las taras que ésta les haya dejado. Hay quien piensa que el hombre es cruel por naturaleza, y según la experiencia que todos tenemos la afirmación no queda alejada de la certeza.

Si pudiéramos pedirle algo a la generación que vendrá después de nosotros, sería lo mismo que nuestros abuelos les pidieron a nuestros padres, y nuestros padres a su vez a nosotros mismos: que, con lo que les dejamos, sean mejores. Que aprendan de nuestros errores. Que no tengan que sufrir una mala experiencia antes de aprender la lección. Que tengan respeto por todo el mundo, aunque los demás no les respeten a ellos. Que sean educados y tengan la mente abierta, no solamente a materias, sino también a individuos. Que no se cierren a ellas, que las personas son como los libros: todas son diferentes y tienen algo nuevo que aportar. Que vean que todo el mundo merece tener un amigo, que nadie merece estar solo, y menos por alguna condición que le haya sido impuesta y no haya podido controlar. Que pidan perdón cuando hagan daño y sepan perdonar cuando se lo hagan a ellos. En definitiva, que sepan querer, que sean mejores personas de lo que habremos podido ser sus padres.


Por María V. Pitarch