De cómo un arma acabó salvando vidas

Hace más o menos dos años, en una clase de Farmacología, un profesor que a todos nos envolvía bastante con sus clases nos hablaba sobre diferentes fármacos que a día de hoy existían para tratar el cáncer (comúnmente conocidos como antineoplásicos). Hay cientos de ellos, y si a día de hoy nos cuesta enumerarlos, quizás en unos años no seamos capaces de meterlos todos en una simple tablita de libro de texto. Una de esas familias de medicamentos es de la que querría hablar en el artículo de hoy, pero quizás no de la misma forma en la que me hablaba mi profe. No me interesa ahora que tú, interesado lector que sigues estas líneas, conozcas más información técnica de la estrictamente necesaria. No, porque para esto (considero) que existe Google y el océano infinito de información que se abre a su nombre. Hoy solamente quiero que confíes en mí y en las ganas que tengo de contarte la siguiente historia.


Corría el año 1917, en la Batalla de Ypres (Bélgica). Europa se encontraba en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, cuando hizo su soberbia aparición el gas mostaza (también conocido como iperita). Aunque se sintetizó mucho antes de este año, revolucionó el panorama bélico de una forma que ninguno de los que se intoxicó con él (en menor o mayor medida) pudo llegar a olvidar. Se trataba de una sustancia que podía penetrar a las protecciones que habían conseguido crear ante las diferentes armas químicas que precedieron al gas mostaza y esto fue algo que sembró verdadero pánico entre las trincheras. Los efectos de este químico tan letal oscilaban entre las ampollas cutáneas, las quemaduras, hemoptisis (sangrado al toser) debido a las úlceras que podía generar en el tracto respiratorio hasta llegar a la asfixia y la muerte en el peor de los casos. Esta arma química, a lo largo de toda su trayectoria, se llevó por delante a una media de 91.198 personas, sumado a otro millar de ellas que resultaron como víctimas no fatales. Sumado a todo este desastre, no hemos de olvidar a las personas que afectadas por el gas en la época de la guerra, sufrieron de alguna enfermedad a posteriori a causa de los efectos de esta letal arma. 


La síntesis de la iperita fue premiada con un Premio Nobel en el año 1918 al que se consideró el padre de las armas químicas, el prestigioso científico Fritz Haber. En sus numerosos estudios con este gas consiguió demostrar que en cuanto a consecuencias biológicas sobre las personas, podía ser equivalente emplear una dosis alta de gas en poco tiempo al hecho de emplear bajas cantidades más dosificadas. A este descubrimiento se le conoció como la “regla de Haber” y fue sumamente útil en el desarrollo de las cámaras de gas que a tanta gente se llevaron por delante en el Holocausto. Es por esto que la ética del célebre científico que estuvo en cabeza de esta línea de investigación, estaba al servicio de un régimen que tuvo como prioridad exterminar al que consideraban oportuno de hacerlo y por ello primó la decisión de buscar formas optimizadas para llevar a cabo tal masacre. Según decía Fritz Haber: “En tiempo de paz, un científico pertenece al mundo, pero en tiempo de guerra pertenece a su país”.


Sin embargo, no me gustaría, querido lector, que solo te quedaras con esta parte trágica de la historia. Sobre todo porque el motivo del artículo no es un simple resumen histórico de la creación del gas mostaza, sino de cómo gracias a él nació lo que hoy en día conocemos como la quimioterapia moderna. Y quizás te preguntas, ¿cómo pudo algo que causó tanto desastre llegar remotamente a salvar miles de vidas? Pues bien, ¡la respuesta la tienes unas líneas más abajo!


Todo empezó en 1919 cuando el médico Edward Krumbhaar observó que uno de los efectos que veía de forma repetida en pacientes excombatientes que habían sido expuestos al gas era un recuento bajo de glóbulos blancos. Sin embargo, no fue hasta años después en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial cuando se llevó a cabo una investigación secreta en la Universidad de Yale, liderada por los farmacólogos americanos Goodman y Gilman, en la que se corroboró ese hallazgo de leucocitopenia (descenso de glóbulos blancos) en animales de experimentación. Fue en 1942 cuando ambos científicos realizaron el primer ensayo clínico con un paciente identificado como JD, que padecía un tipo de cáncer de los linfocitos conocido como linfosarcoma. Recibió el primer tratamiento experimental con una mostaza nitrogenada (similar químicamente al gas mostaza) conocida como mecloretamina en unas dosis muy bajitas. El resultado de este experimento trajo la gran noticia de que su tumor se había reducido de forma considerable, aunque no de forma definitiva como se vio al cabo del tiempo.


Gracias a este hallazgo, se continuó con esta línea de investigación hasta que se publicaron los resultados y conclusiones sobre este proyecto en 1946. Nacieron de aquí los primeros quimioterápicos y a raíz de ellos, se comenzaron numerosos experimentos que dieron a luz años después al nacimiento de otros antineoplásicos que se continúan usando hoy en día (uno de ellos, gracias al estudio del ácido fólico, logró llegar a la síntesis del famoso metotrexato). 


Después de toda esta historia tan emocionante sobre cómo de un arma nació uno de los avances farmacológicos más importantes en la historia de la Medicina, se me ocurren varias conclusiones que podríamos sacar de aquí. La primera de ellas, es que casi todo en esta vida depende de no solo la intención, sino la finalidad con la que se use. Que ese mismo cerebro, ingenio y talento humano usado para destruir, tan solo décadas más tarde recoge las ruinas de ese desastre para crear de cero uno de los mayores progresos de nuestros días. Y eso, simplemente eso, me parece alucinante. 

La segunda conclusión es quizás algo más cursi (o simplemente más profunda, eso según la óptica con la que se mire) y es que el gas mostaza en sí me recuerda bastante a cómo nosotros podemos ser por dentro: cómo podemos llegar a tener el mismo potencial para destruir que para curar a otros. Cómo en algunos momentos de nuestra vida hemos podido hacer daño y decepcionar pero cómo en otros, con esa misma materia hemos sido capaces de construir, de alegrar e incluso de sanar. Por eso mismo, es vital conocer la materia de la que estamos hechos al igual que es importante conocer las propiedades de aquellas armas que pueden destruirnos en una guerra: es necesario para sobrevivir y de paso hacerlo de una forma que consigamos dejar un mundo mejor a nuestro paso. 


Así que con todo esto, querido lector, cuando te sientas un poco como el gas mostaza de tóxico y de destructivo, piensa que gracias a que existió mucha gente sobrevivió al cáncer.



Por Clara Luján Gómez