Imagen: carteles de búsqueda de SOS desaparecidos |
Es muy probable que, cuando el lector piensa en un secuestro, en su cabeza aparezca una escena similar a la siguiente: un individuo pasea por la calle, generalmente de noche y de camino a su casa, de forma despreocupada. De pronto, un coche surgido de la nada que circula a toda velocidad se detiene a su lado bruscamente. De él descienden tres sujetos armados, grandes como armarios (normalmente representados en las películas como procedentes de países del este de Europa) que lo asaltan y, tapándole la cabeza con una bolsa de lona, lo introducen en el maletero del coche que sale rápidamente de escena.
No es extraño que esta sea la visión más común de la palabra, la sombra de Hollywood es muy alargada y sus tentáculos llegan a todas partes. Sin embargo, y por desgracia cada vez más frecuentemente, la realidad que se esconde tras el término es quizá menos truculenta, pero desde luego sí más descarnada. Como consecuencia, en nuestros días la situación más realista de una retención ilegal suele ser similar a esta:
Estoy durmiendo en mi cama en casa de mamá/papá. Duermo con mi pijama de dibujos y con mis peluches, porque sólo tengo seis años. Alguien me intenta despertar. Pero si es sábado, mañana no hay cole. Además, es muy temprano, ni siquiera ha salido el sol. Me dice que coja mi mochila y elija qué juguete quiero llevarme, que nos vamos al aeropuerto. ¿A dónde vamos? ¿Vamos a visitar a Mickey Mouse a su casa en América? Mamá/papá lleva algo de mi ropa en una bolsa y me viste precipitadamente. Alguien llama por teléfono, pero nadie lo coge. Salimos a la calle y cogemos un taxi. Hace mucho frío y está muy oscuro, sólo quiero volver a la cama. ¿Por qué le pides al taxista que vaya más rápido? Se me cierran los ojos, pero no me dejas dormir. Después de un ratito, llegamos al aeropuerto y pasamos los controles. Tengo tanto sueño que no se a donde vamos, pero no pasa nada porque con papá/ mamá, nunca me pasaría nada malo, nunca me harían daño. Nos montamos en el avión y despega. Nadie ha ido a despedirnos, ni siquiera los abuelos, aunque si nos vamos de viaje me echarán mucho de menos. Aún no lo sé porque solo tengo seis años, pero no volveré nunca a mi casa, y probablemente mi otro progenitor no vuelva a verme.
En el último mes, dos nombres han puesto voz a este niño ficticio: Anna y Olivia. Pero podríamos llamarle por infinidad de nombres, como Leonardo, Miguel, Amaya, Álvaro, Anaís o Laura. En el año 2019, un estudio realizado por el periódico El Mundo calculaba que eran aproximadamente 320 los niños que habían sido secuestrados, 233 por sus madres y 87 por sus padres, un total de 3.000 desde el año 2010. Y por desgracia, las estadísticas van en aumento, especialmente utilizando como excusa la pandemia. España es el quinto país de entrada de menores secuestrados y el séptimo de salida. Y la historia siempre es la misma: se llevan a los niños de vacaciones y nunca regresan. En otros casos, salen de la región o del país a hurtadillas, como los ladrones, por cualquier razón, sin el consentimiento de su pareja o ex pareja y se les pierde la pista.
Es probable que el lector se pregunte qué motivo puede tener alguien como para llegar a tal extremo, pues normalmente estos secuestros los ejecutan individuos que jamás en su vida diaria se plantearían cometer un crimen. De hecho, hay casos en los que ni siquiera la persona que lo lleva a cabo sabe que está cometiendo un delito. En la práctica, cada secuestrador apunta a una razón distinta: algunos de los progenitores son extranjeros, y se llevan a sus hijos tras un proceso de divorcio (y muchas veces, la pérdida total de la custodia) buscando verse arropados por su familia y por su nación. Otros dicen huir de situaciones de violencia intrafamiliar. Pero muchas veces, en otro repulsivo gesto de crueldad de los adultos, el motivo es simple y llanamente hacer daño al otro progenitor. Javier Somoza, portavoz de la asociación Niños Sin Derechos (NISDE), cuenta lo que le dijo su ex pareja antes de llevarse a su hijo de siete años “Nunca podrás librarte de mí, del daño que te voy a hacer. No sólo voy a arrancarte lo que más quieres. Te voy a hacer sufrir mientras dure tu vida”.
Y como el lector podrá imaginar, en la gran mayoría de los casos este es sólo el inicio del calvario, no solamente para las familias sino, sobre todo y como siempre, para los niños. No tenemos más que analizar nuestro ejemplo nacional más cercano: Juana Rivas, recientemente condenada a prisión por el secuestro de sus hijos, los tuvo sin escolarizar, sin vacunar, sin atención médica y sin tan siquiera contacto humano durante todo el tiempo que estuvieron retenidos. También María Sevilla, presidenta de la asociación Infancia Libre (para mayor ironía), mantuvo a su hija durante más de un año sin asistir al colegio en el momento en el que la llevó de Inglaterra a España sin el permiso de su padre. Hay padres que, a fin de volverse ilocalizables, cambian de domicilio constantemente con sus hijos. Este es el motivo por el que Samuel recorrió 11 colegios en Toulouse pese a sus 7 años de edad. Hay otros que por la misma razón no dejan salir a los niños de casa ni para ir al colegio. Miguel, al contrario que Samuel, desde que fue trasladado a la fuerza por su madre a su país de origen en el año 2007, vive aislado en un pueblo de Siberia sin posibilidad de sacarlo de Rusia tras reiteradas negativas del ministro del interior del país.
Y lejos de la versión Hollywood que presentábamos al comienzo, aquí los finales felices, o simplemente justos, casi nunca se dan. El porcentaje de niños que vuelven con sus padres o madres cuando los secuestra su otro progenitor es del 12%. A veces el niño no aparece jamás, muchas otras han tardado tanto tiempo en buscarle que ya está completamente adaptado a su nueva vida y sería perjudicial para él devolverle a su antigua casa. Y otras, por desgracia, son los propios países los que impiden que el niño se vaya, en un acto de nacionalismo completamente ilógico. Es ilustrativo de esto el ejemplo de Eneko, de 7 años, trasladado por su padre a Yemen. Este fue devuelto a su madre envuelto en una chilaba y con un cuchillo a la cintura, como todos los niños yemeníes de su edad. En este caso, su madre tuvo que localizarlo por internet, pues la república arábiga no dio facilidades para que el menor fuese encontrado.
Nos deberíamos preguntar si estamos fallando a la infancia. Si realmente estamos haciendo todo lo que podemos para protegerlos, o bien utilizamos su dependencia respecto de los adultos para convertirlos en simples objetos que se pueden utilizar de acuerdo a fines completamente ruines y mezquinos en la mayor parte de los casos. ¿Verdaderamente todo vale en el amor y la guerra? Y en tal caso, ¿es esto una guerra camuflada de amor?
Desconozco si todos estos menores desaparecidos volverán algún día a dormir en sus camas. No sé si sus familias podrán soportar el dolor de no saber si se encuentran bien o siquiera si están vivos. Tampoco sé si sus padres tendrán el tiempo y el dinero que costará localizarlos, si podrán volver a darles un beso de buenas noches o si reconocerán sus caras cuando vuelvan a verlos, si es que llegan a hacerlo. Como persona, tan sólo puedo desear que se encuentren bien allá donde estén.
Epílogo.
Este artículo tuvo que ser modificado a fecha de 10 de junio de 2021 al ser encontrado el cuerpo sin vida de la pequeña Olivia en el fondo del mar. Pido un minuto de silencio y, a aquellos que sean creyentes, una oración, por el alma de un ángel que ya se encuentra en el cielo. Que en paz descanse y se haga justicia, por ella y por todos. En cuanto a su padre, que Dios le perdone si puede, pues a España le faltan las fuerzas.
Por María V. Pitarch