Nuestra alma en otro espejo

Una vez me encontré con una cita que decía que «la literatura te permite observar a las personas» y creo que esa es justamente la razón por la que leemos: para comprender al otro y explorar sentimientos que nunca hemos sentido o comprender aquellos que nos dejaron confundidos. Con esto en mente, el diario tal vez sea la ventana más pura por la que asomarse, pues está libre del cristal empañado que provoca la mirada del otro. Nos permite sostener entre los dedos lo que formó parte de una persona, su propio corazón quizá. Es cierto que la literatura en general siempre cuenta con rastros de quien la escribió, pero estos cuadernos constituyen el camino más directo al alma que podemos encontrar.

 

Ofreciendo el diario un lugar de refugio, tal vez no es de extrañar el especial interés que han sentido las mujeres hacia él a lo largo de la historia. Quien ha vivido bajo la constante mirada que juzga y señala, encuentra un espacio en el que queda liberada de los ojos ajenos: no tiene que existir más que para sí misma. Allí la máscara cae, no hay obligación de adaptarse a la opinión social, una se siente libre y se deja flotar sobre las páginas.

Cuando se va al ámbito de la literatura, dentro de este género encontramos que las mejores obras están firmadas por ellas: Virginia Woolf, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Susan Sontag, Anaïs Nin… El caso de esta última es especial, pues ella misma publicó la mayoría de sus diarios antes de morir, ya que sentía que eran la culminación de toda su escritura (y no se equivocaba). Aquella apertura al público de la intimidad femenina provocó una explosión en las jóvenes de los años 70. Ante ellas había una igual que hablaba de las inseguridades que no se les permitía expresar: la presión por ser madre, el aborto, la sexualidad, la subordinación de la propia vida a los deseos del marido, el anhelo de salir del hogar... Aunque sus páginas contengan algunas cuestiones un tanto amorales, tenía una visión tan compleja de sus sentimientos —los cuales analizaba con exhaustividadque hacen a una replantearse su propia forma de entender el mundo.

Anaïs Nin a los catorce años


En el relato
Invierno de artificio, Anaïs Nin refleja cómo comenzó la relación con estos cuadernos, que fue la más importante que mantuvo en su vida: «Y así poco a poco, se fue encerrando entre los muros de su diario. A través de él mantenía largas conversaciones consigo misma. Le hablaba, le llamaba por su nombre, como si se tratase de una persona viva, su otro yo quizá.» Su verdadero yo, en mi opinión. El yo que el mundo se negaba a escuchar, que reprimía y negaba.


Más adelante en el relato creo que podemos encontrar la raíz de toda esta cuestión: «Había en ella un manantial de pensamientos secretos que no podía expresar, que tal vez habría formulado si alguien se hubiese detenido a mirarlos con ternura». Y como nadie se detuvo, antes de que se rompiese el cauce, vertió todo aquello en el diario.

 

Entre todas estas palabras discurriendo, algunas se tornaron ríos que fluyeron hasta mí y me envolvieron: en especial las de Ana Frank. Aunque su diario es conocido por ser uno de los testimonios más directos del sufrimiento judío durante la Segunda Guerra Mundial, ante todo es un reflejo de las ambiciones e inseguridades de una adolescente que no comprendía el mundo que la rodeaba y mucho menos a ella misma. Desde que lo leí no me ha dejado, pues Ana Frank le habló a la niña de quince años que yo era de una forma en la que no lo había hecho ningún otro libro. Sus pensamientos parecían ser un esbozo de los míos, nuestros gestos sombras que se proyectaban.


En estos tiempos, muchas encuentran el refugio del diario en el teclado de su móvil. A veces las palabras en la aplicación de notas encuentran su camino hasta alguna red social y entonces quedan expuestas al mundo. Con esto no me estoy refiriendo a quien tan sólo comparte su vida por sentir la admiración de los ojos ajenos, sino de aquellas que moldean con belleza las palabras con el fin de interpretar su alma. Me gustaría destacar a Nadia Risueño, alguien que lleva transmitiendo sus sentimientos en internet desde los 14 años y que recientemente ha comenzado a publicar el periódico digital Qué Desesperanza, Hija Mía en el que participan otras personas que también procesan la vida a través de la escritura. Para mí sus páginas son una extensión de los textos que llenan los huecos bajo sus fotos: hay vulnerabilidad, crudeza en las emociones, miedo y valor al unísono.

Teresa Carril en Qué Desesperanza, Hija Mía

En una edición sobre la exposición en redes sociales a través de la escritura, la propia Nadia Risueño intentaba dar forma a esta necesidad de compartir sus palabras: «Para dejar constancia, supongo. Para que al morir, sepan que viví, aunque fuera sólo un rato. Escribí tanto que casi no recuerdo cosas de mi vida, pero me recuerdo ahí, en el baño, en la cola del súper, mirando la lavadora, en las manos de desconocidos, debajo del pupitre, escribiendo escribiendo escribiendo». Para mí este es el diario moderno: la intimidad que permite una fotografía de una habitación con la cama sin hacer y sentimientos desbordados a sus pies.


Por supuesto, aquí se pierde un poco la intimidad del diario no leído, al igual que ocurrió con la publicación propia que llevó a cabo Anaïs Nin, pues los textos han sido revisados ante su exposición al mundo. (Siempre queda la pregunta: ¿es uno realmente sí mismo cuando está bajo los ojos de otro?) Pero lo importante aquí no es la transparencia de la mujer al completo, sino la expresión de la identidad femenina que antes se ocultaba como un secreto vergonzoso.


Al leer un diario ajeno a veces se da con un espejo un tanto deformado, pero con un cristal lo suficientemente claro como para reconocer en él el propio reflejo. Puedes mirarte a los ojos, observar tus andares, y es con los pasos de otras que una comprende que sus huellas encajan en ellos de una forma curiosa. Aparece la duda: tal vez estemos conectadas.


Por Andrea García