Ya no hay Eros sin Hermes

Siglo XVIII. Me imagino ataviada con un vestido largo que besa el suelo que voy pisando al caminar. Me imagino nerviosa, desesperada por recibir noticias sobre una persona a la que amo. Me imagino a mi misma dejando que me pasen por encima los días, mientras en su interior me encuentro fantaseando sobre una hermana hipotética que ya no vive en casa, una amiga íntima o un amor. De ellos no escucho nada desde hace semanas, solo confío en que, en algún momento, llegarán a mi sus palabras y tendrán forma de carta.

Últimamente he pensado en cómo vivimos los vínculos y cómo se manifiestan a través de las redes sociales o de las aplicaciones de mensajería instantánea. Las cartas han dejado de tener sentido en un mundo donde vivimos conectados unos a otros. Podemos hablar con quién queramos y cuándo queramos. Ahora existen pocos límites para comunicarnos con aquellos con los que compartimos una conexión (metafórica y literal), sin embargo, tengo la sensación de que hemos perdido la Fe en ella.

La cultura de la inmediatez nos ha hecho interiorizar esa espontaneidad digital como única dinámica legítima que pruebe la veracidad de algo. La tolerancia a la incertidumbre ha disminuido de manera alarmante (aunque, siendo del todo correcta, no es que hayamos conseguido tolerar en algún momento de la Historia cualquier tipo de incertidumbre). Algunas situaciones que han sido motivo de monólogo cómico -y que se han vuelto tópicos- como “me has dejado en leído, debería romper contigo” o “has tardado una hora y veintisiete minutos en responderme, debería bloquear tu número” me hacen pensar que, con matices, es porque hemos perdido parte de nuestra capacidad para confiar en otras personas y, en particular, hemos dejado de creer en lo que otras personas puedan sentir por nosotros y nosotras (sea cual sea el tipo de relación).

Me gustaría hacer un inciso para aclarar algo: es lógico que con las facilidades que tenemos hoy en día para solucionar los desajustes temporales que puedan darse, surjan pequeñas disputas o inseguridades cuando se dan. “Mi amigo no me respondió al mensaje que le mandé ayer, ¿le pasará algo conmigo?”. Pero este artículo, más que en los problemas “materiales” del uso de los teléfonos móviles en sí (problema que debe solucionar cada persona con sus círculos sociales), quisiera focalizarlo en reflexionar sobre por qué nos asolan ciertas emociones negativas cuando se dan esas circunstancias de desbarajuste “mensajístico” y que, en un momento o en otro, nos han afectado a todos y a todas.

Las redes sociales y la mensajería instantánea nos permiten disfrutar de esa sensación de conexión las veinticuatro horas del día. Nos hacen sentir arropados, nos hacen sentir cerca del otro continuamente (ya sea sabiendo qué hace por las historias de Instagram o qué está pensando por los tuits de Twitter) pero en realidad es una calidez digital que no termina de suplantar a la que proporciona la presencia física. De alguna forma siento que nos hemos vuelto dependientes, no de las personas (que ya lo somos todos por naturaleza), sino de la verificación vía online de que esa conexión sigue existiendo. Es como si de repente la función fática -que en primaria parecía la más identificable y menos importante- se hubiera transformado en la peste negra y todos estuviéramos contagiados.

Hace no tanto, lo normal era esperar meses por una carta. Las semanas pasaban y aunque no dudo que a muchos la desesperación debió inundarles por momentos, tampoco dudo que siguieron confiando en que esa carta acabaría llegando tarde o temprano (lo último que se pierde es la esperanza, sobre todo si es lo único que te queda). ¿Nos hemos vuelto, en tanto que necesitamos de los demás, más débiles por ser menos capaces de confiar en nuestra relación con ellos? ¿Nos hemos vuelto más frágiles por necesitar algo que “materialice” ese cariño cada poco tiempo? Antes la conexión bastaba con llevarla por dentro (tampoco había otros medios), ahora si la conexión no se traduce en impulsos eléctricos que lleguen al otro, es como si no existiera. Ahora tendemos a concluir de forma mecánica que cuando ese nexo emocional carece de mensajes de por medio que lo atestigüen, es porque en realidad el nexo ha terminado por disolverse en el olvido. “Ya no se acuerda de mí, no significo nada para esa persona. Hace muchos días que no me habla”.

Aquí me gustaría incluir un nuevo factor a la reflexión: ¿Tiene algo que ver esta aparente tendencia a tratar a las relaciones personales como relaciones (casi que) de consumo? La presencia de tiendas online donde buscar a nuestro candidato perfecto, a nuestra candidata perfecta, en base a unos parámetros concretos que previamente le hemos introducido nosotros, parece lanzar el mensaje de “como tú hay miles”, “eres sustituible”, “no eres importante en la vida de nadie”, pudiendo llegar a incrementar aún más la inseguridad en nosotros mismos. Todo esto -la banalización de las relaciones en general, y de las amorosas en particular- probablemente haya sido ocasionado como réplica al monopolio del amor romántico que había hace poco. La crítica a ese modo exclusivo de entablar relaciones era necesaria, pero la respuesta que ha acabado surgiendo está resultando igual de perniciosa: "las relaciones sociales no son para tanto, no las necesito, si una me falla puedo acudir a otra que me llene y aporte lo mismo..."

Por supuesto que vendrán nuevas personas, por supuesto que habrá muchas que coincidan entre sí, por supuesto que dejarás de ser amigo de Pepito/a, que dejarás de salir con Lolo/a, pero las relaciones que habrás establecido con cada una de esas personas siempre serán únicas, irremplazables e irrepetibles, y por eso son especiales.

¿Es, entonces, esta atmósfera la que alimenta esta creciente inseguridad? ¿Es por ella que dependemos de la infinita confirmación de que el canal comunicativo sigue abierto? Ese ambiente creado a partir de ideas como la caducidad relacional inevitable, de leer como una pérdida de tiempo tener interés por lo efímero, la pérdida del Yo como sujeto irrepetible pero al mismo tiempo un individualismo aplastante, la posibilidad de ser sustituido por otra persona en cuestión de segundos...

Las redes sociales y la mensajería instantánea en la teoría nos hacen estar más conectados que nunca, pero no puedo evitar sentir que en la práctica, quizás, están asesinando, de manera discreta, nuestra capacidad de confiar en los sentimientos de los demás sin elementos externos de por medio. Una carta debía recorrer muchos kilómetros físicos para llegar a su destino, pero durante el camino la confianza la custodiaba y la fila de elementos abstractos que separaban a emisor y receptor era infinitamente más corta que la que separa hoy a mensajes que recorren segundos. 

Por María B. Lario