Quiero tener 18 años normales

Si al cumplir los 18 no te han dicho que “ahora ya tienes que ir con cuidado porque puedes ir a la cárcel”; que te saques el carné porque tu colega necesita chófer; o que la caña bien en España pero que en Estados Unidos sigue siendo ilegal, siento decirte de corazón que tu 18 cumpleaños no fue normal. Y digo normal porque, al menos en el mundo pre-coronavirus, lo normal en alguien de 18 es pensar “ahora empieza mi vida de verdad”. Nuevas responsabilidades, nuevas libertades, nuevas etapas cargadas de nuevos amigos. Un adiós a la niñez y un hola a la “madurez”.

Me acuerdo de que los que cumplían en enero fardaban de entrar en discotecas sin hacerse pasar por nadie y de comprar cervezas a los menores. Los que cumplían en primavera y verano esperaban impacientes su turno para no tener que memorizar una dirección falsa. Y bueno, ya los de diciembre, hartos de quedarse en la puerta ansiaban, que digo, DESEABAN empezar “a vivir esa vida de verdad”.

En la primera cara de la moneda que se lanza a los 18, toca reflexionar sobre lo que vamos a hacer con nuestro tiempo, pasarlo bien y coleccionar momentos que recordaremos cuando nos salgan arrugas. Somos idealistas, queremos ir a la última y nos morimos de ganas pensando en la primera escapada con amigos.

La segunda cara de la moneda no es que esté falta de emoción tampoco. Ahora, para levantar al país, más allá de poder trabajar podemos votar. Podemos ser aún más activos en política con nuestra voz, de nuevo, idealista y cansada de los viejos discursos de siempre sobre las dos Españas que no llevan a ningún sitio más que al odio. Por esto, nos comienza a interesar más la política ya sea porque ya somos conscientes de que las políticas afectan a nuestro futuro y al futuro de nuestro país; porque estar enterado de lo que uno quiere nos sirve para alimentar las ideas que ya nos venían de antes; o bien porque no nos queremos quedar atrás en los debates a fuego de Twitter, nuestra opinión es tan imprescindible que EVIDENTEMENTE tiene que ser pública.

En fin, que los 18 son apasionantes si eres un millennial disfrutón.

El pasado dos de abril, me saltó en redes sociales una historia en memoria de la guerra de las islas Malvinas: “El hermano de mi amigo fue a la guerra”, del escritor argentino Hernán Casciari. En ella, el autor recuerda ser un niño y ver como al hermano de su amigo, apodado “El Corcho” lo mandan a luchar en Malvinas. Al parecer, El Corcho no era millennial, pero sí un tío normal que rondaba los 18. Un tío disfrutón y con esas ganas de empezar a vivir la vida, aunque con una diferencia: en esos momentos su vida estaba limitada por la dictadura que consternó a la nación argentina entre el 76 y el 83.

En 1982, los magnates de la dictadura proyectaban un nuevo intento de desviar la atención de sus acciones mediante la guerra en Malvinas. A nivel nacional, el objetivo era que los argentinos desatendieran ideas subversivas contra en el régimen. A nivel internacional, la intención era ocultar la realidad y posicionarse como un estado-nación poderoso. Sin embargo, esta vez la técnica de distracción no fue como el mundial del 78, no. Fue una guerra.

Volviendo a nuestra historia, sin voz y con censura es muy difícil ser un tío normal de 18, pero dentro de lo que cabe, El Corcho se las apañaba bien. Casciari lo describe como el chico al que un niño de 11 años como él por aquel entonces admiraba: un amante del rock y un triunfador con las chicas. Si te van las telenovelas y has visto la serie Cuéntame cómo pasó, El Corcho vendría a ser como un Toni para Carlitos.

Así era la vida del Corcho hasta que le tocó ir a Malvinas donde pierde un brazo y una pierna. Sobrevive a la guerra, pero para evitar ser “una carga” para sus padres y por el trauma en el que seguramente cayó tras sus momentos en las islas, decidió suicidarse. Un tío de unos 18 años al que una guerra le robó esas ganas de empezar a vivir la vida.

Fotografía de los jóvenes de Malvinas

Por esto, la historia del Corcho me emociona y me entristece profundamente. Me recuerda también que tengo suerte de que mis 18 fuesen tan maravillosamente normales. Sin giros de 180º que me impidiesen vivir al máximo el presente sin dejar de fantasear un futuro. Qué sueño tan bonito ese de que en cada rincón del mundo las circunstancias sean como deben ser, normales. Sociedades libres, en paz y bueno, ahora, vacunadas para que todo el mundo pueda vivir así una vida normal: libre, en paz y segura.

La vida del Corcho también me ha hecho reflexionar sobre los jóvenes de hoy en día y las circunstancias que nos han tocado.

Lejos de vivir una guerra durísima, las circunstancias anormales en las que desembocó la pandemia nos volvieron al principio profundamente apáticos. Y es que cuando las circunstancias descritas anteriormente como normales no lo son, tienen el efecto en nosotros de no querer aceptarlas o no saber cómo sobrellevarlas.

El número creciente de contagios nos hizo ver que la pandemia iba a ser un proceso largo y que finalmente habría que aprender a vivir dentro de ese marco si queríamos que la situación mejorase. A priori, el marco de la nueva normalidad parecía dejar claro que los 18 ya no iban a ser el punto de partida para “empezar a vivir la vida” porque todo lo que los hacía maravillosos ha cambiado. Sin embargo, creo que los jóvenes estamos aprendiendo a reconciliarnos con ese punto de partida, con esas ganas de vivir el presente e imaginar un futuro. Dejamos de vivir enfurruñados pensando en lo que estaríamos haciendo sin COVID-19 para dibujar una vida con cabida en la nueva normalidad. Nos vamos dando cuenta de que esto no es una guerra que determine nuestras circunstancias sino una pandemia en la que jugamos con la ventaja de que esté en nuestra mano mejorar las cosas.

Al principio me apenaba que pareciese que la situación pudiese con los jóvenes. Que unas circunstancias fuera de lo normal nos quitasen las ganas de dar lo mejor cuando siempre había pensado que nuestra generación sabía adaptarse a todo. A medida que la pandemia iba cumpliendo días vimos que no quedaba otra que sacar ganas.

Creo profundamente que la manera en la que una gran parte de los “jóvenes del confinamiento y la nueva normalidad” están reinventando sus vidas es valiosísima para nuestra sociedad, porque hay lecciones verdaderamente admirables. El no perder la esperanza planeando y labrando un futuro que se presenta muy incierto; saber mantener a los amigos a distancia cambiando el shot en la barra por uno virtual; valorar como prioridad que la familia es lo primero y que hay que protegerla; no desistir en los estudios pese a que haya días enteros delante una pantalla; ver sufrimiento y caos y no desesperar…

La actitud que vamos tomando los jóvenes progresivamente ante la pandemia está forjando una generación fuerte que me hace sentir esperanzada. Pese a nuestros errores irresponsables con respecto a las medidas de seguridad, me siento orgullosa de que estemos aprendiendo a mejorar; de que, aunque anhelemos la vida normal que le tocó al tío millennial de 18, nos estemos dando cuenta de que las circunstancias son las que son; de que no dejemos que un bicho nos impida imaginar un proyecto, trabajar por él y estar cerca de las personas que queremos; de que estemos espabilando porque esto no es una guerra sino una situación que depende en gran parte de las decisiones que tomemos nosotros por mejorarla.

La nueva normalidad implica un nuevo tipo de madurez en los jóvenes, y soy de la opinión de que es esta madurez la que estamos aprendiendo a adquirir poco a poco. Y que así somos los jóvenes normales de hoy, los jóvenes de la nueva normalidad, dispuestos a volver ilusionarnos por un presente y un futuro raros. Porque sí, creo que, sobrellevando la nueva normalidad, saldremos finalmente mejores, más fuertes y a las fiestas a las que iban los tíos normales de 18.


Por Lucía López Arana