El don de escuchar

Hace más de 3 años, me leí el libro de Momo, escrito por Michael Ende. Antes de empezarlo, tenía un vago prejuicio de que podría resultarme demasiado infantiloide, pero aun así decidí darle una oportunidad solo por las buenísimas críticas que sabía que tenía. Un buen día decidí apostar por él y leerlo hasta el final. Además de parecerme una lectura de lo más amena, el muro de prejuicios que tenía antes de conocer mejor a Momo se me derrumbó encima por completo. 

La novela, más allá de lo meramente narrativo que pueda suceder, cuenta la historia de una niña que tiene un don, así, a grandes rasgos. Seguro que el despierto lector que no tenga ni idea de Momo habrá pensado que pueda tratarse de que sabe volar, o de que tiene rayos láser en los ojos. Lo cierto es que nada de eso tiene que ver con el poder de nuestra protagonista, por mucho que nos fascine la idea de surcar los cielos como los pájaros o destruir objetos con tan solo mirarlos. La extraordinaria cualidad de Momo es que sabe escuchar como absolutamente ninguna persona en el mundo. Lo que logra Momo sin apenas saberlo es que cada persona que se cruza por su camino se sienta la más especial del mundo. Momo no es una gran pensadora, ni una ilustre filósofa. Momo simplemente hace silencio y escucha. ¿Qué le habría pasado a Momo si en lugar de existir en una novela fantástica, hubiera sido una jovencita de la sociedad actual?


Lo más probable es que le habría explotado la cabeza pasados un par de minutos. La razón por la que creo que a Momo se le habría agotado el don al poco rato, es por la infinita necesidad que tiene el mundo de ser escuchado. A todos (o me atrevería a decir que a una gran mayoría de los que leeis esto) nos encanta que presten atención a aquello que contamos. Nos gusta sentir que lo nuestro es válido a través del lenguaje no verbal de la otra persona que nos escucha; por ejemplo, cuando nos miran a los ojos o cuando la mímica y los diferentes gestos acompañan expresivamente a aquello que estamos relatando. Cuando sentimos que otro nos escucha, inevitablemente tenemos más ganas de hablar y, sin quererlo, hacemos a la otra persona otro espectador más de una pequeña parte de nuestra vida. El problema viene cuando nos limitamos a desear inconscientemente que las personas que nos rodean sepan escuchar, pero no nos preocupamos por aprender a prestar atención al discurso de otros, solo porque es muy cómodo limitarse a sentirse bien con el oyente pero ignorar el hecho de que quizás él también tenga algo que decir. 


A veces, nos envuelve un poco el ego de pensar que lo nuestro siempre será lo más importante, solo por el hecho de que sale de nosotros y ocupa un pequeño lugar en nuestro cerebro. Esto me hace pensar inevitablemente en todos y cada uno de los debates televisivos en los que los partidos políticos principales han luchado por que el resto de la población viera que solo ellos tienen la solución a todos y cada uno de sus problemas, mientras que todo lo que propone la oposición siempre será similar a un contenedor de basura: despreciable y maloliente. Me da una vergüenza irreprimible que las personas que técnicamente me representan en el parlamento no sepan ni siquiera escucharse unos a otros cuando lo único por lo que luchan es por mi propio voto. Me provoca enfado ver cómo en lugar de parecer una conversación entre intelectuales que exponen a la sociedad posibles caminos para el progreso del país, me encuentro casi siempre con una batalla de gallos protagonizada por adolescentes en la que se increpan para ver quién la tiene más grande. Pero ese asunto sobre políticos, querido lector, mejor lo dejamos para otro momento.


Más allá de mi intento de crítica hacia lo poco que se escuchan las personas que más y con mayor frecuencia deberían hacerlo, me gustaría dejar claro que se necesita algo más que ganas para ser un buen oyente. Considero que un componente esencial es el reconocer que nunca podremos tener en nuestra cabeza toda la verdad sobre la vida. Puede suceder que quizás tus ideas vengan  abajo en el momento en el que el otro abra la boca, o quizás no lleguen a eso, pero sí te muestren lo doloroso que puede ser para nuestro orgullo estar equivocados en algo. Pero eso tiene un lado invariablemente bueno y es que poco a poco y sin darnos cuenta, nos vamos volviendo unas personas más humildes y sabias de lo que antes podíamos ser. Y eso, no tiene precio. 


Me gustaría terminar este breve artículo con algo que me sucedió hace un par de días y que no me dejó en absoluto indiferente. Resulta que en mis prácticas de hospital, me tocó hacerle la historia clínica a un paciente anciano, de unos 75 años, que había venido a urgencias por un cansancio y un dolor bastante incapacitante, que le había hecho ingresar más o menos una semana. Entré en su habitación y, después de saludarle y de preguntarle que cómo estaba, comenzó a llorar. Estuve un rato escuchando todo lo que me contaba aquel buen hombre y rato después, pensé en lo bien que le sentó soltar su dolor. En lo bien que le vino desahogarse aunque fuera un poco con una estudiante que andaba un poco perdida, pero que le quería atender con cariño. El escuchar que alguien le preguntaba por aquello que a él tanto le torturaba, aunque yo no le fuera a quitar el dolor. Aunque yo no supiera lo suficiente aún para aliviarle por completo, sé que él sintió que para mí era importante toda su historia solo porque quise escucharle. Y no quiero ni mucho menos insinuar que siempre me apetece escuchar o que siempre estoy en condiciones para hacerlo, porque todos tenemos nuestros momentos. Lo que me gustaría que le calara al lector es que siempre que tenga la oportunidad de hacerlo y pueda, haga el intento de aprender a escuchar a los otros. Cada vez mejor, con más cariño y atención. 


Porque a todos nos gusta encontrarnos con un buen público aunque la obra que les estemos presentando no sea la mejor.




Por Clara Luján Gómez